¡Ni una hectárea menos!: los incendios y el saqueo del patrimonio biocultural
Por Carolina Torres | Foto: Leonardo Galetto. Villa Los Aromos, Provincia de Córdoba.
A partir de lo publicado en las últimas semanas sobre por qué la Provincia de Córdoba o las islas del Paraná se incendian, se puede leer o escuchar que la culpa es “de la naturaleza” o “del clima”, como afirman muchos funcionarios de gobierno y luego repiten coordinadamente la mayoría de los medios masivos de comunicación.
Es verdad que los incendios pueden ocurrir por diversas causas, algunas muy esporádicas como las tormentas con rayos y sin lluvia, y otras más frecuentes como algunas acciones humanas patológicas o negligentes (por ejemplo, piromaníacos endemoniados, un asado mal apagado, alguien que incendia su campo porque tiene unos pocos animales hambrientos o un intendente que prende fuego en los basurales a cielo abierto). Y después que se quema el objetivo planeado, puede haber muchos factores que actúan en forma sinérgica y potencian un incendio focal en forma aditiva o multiplicativa. Por ejemplo, un incendio pequeño, con condiciones de sequía, vientos fuertes o altas temperaturas, se vuelve inmanejable si no se lo sofoca cuando recién se inicia y luego es imposible de controlar cuando no hay voluntad política para apagarlo con la tecnología y los profesionales adecuados.
Sin embargo, hace décadas que las imágenes satelitales de Argentina muestran miles de focos de incendio, que se inician en forma simultánea todos los años en la misma estación, y que no están distribuidos al azar en el territorio. El mapa advierte que el fuego consume con mayor intensidad regiones atractivas para ser apropiadas, además de megadiversas y hermosas, como el Bosque Chaqueño, las Yungas o las islas del Paraná. Entonces, no es correcto, ni serio, comunicar que las principales causas que provocan estos incendios sean causas naturales o accidentales. La mayoría de los medios de comunicación señalan rápidamente como culpable al clima, ya que es inimputable; pero, sólo en contadas excepciones, hablan de las causas de fondo, las reales y que tienen responsables materiales e intelectuales.
Es decir que, desde hace décadas, los medios masivos de comunicación construyen discursos e imágenes culturales distorsionadas de la realidad; ya sea por ignorancia, por repetir acríticamente argumentos utilizados por otras personas o por ser funcionales a esos intereses particulares que desatan los incendios. De esta forma, esta problemática es abordada invisibilizando a quienes más pierden (visión fragmentaria del problema) y desenfocando deliberadamente las causas profundas y complejas de los incendios recurrentes (visión fragmentada del problema), todo lo cual termina por diluir las responsabilidades del caso.
Entonces, como primer paso para revertir esta triste realidad que vivimos, es indispensable salir de este espacio de confusión generalizada alimentado de simbología y conceptos vaciados de sentido, esclarecer las causas profundas y reales de los incendios recurrentes y visibilizar tanto a los culpables como a quienes más sufren, para revertir, desde sus bases, este acelerado proceso de pérdida de patrimonio biocultural.
¿Quién enciende la llama?
A fin de delinear o esclarecer los factores de fondo que provocan los incendios recurrentes, es necesario considerar que el arribo de los colonos europeos, hace 500 años, fue un evento decisivo para el destino de la diversidad biológica y cultural de Latinoamérica. En la cosmovisión de esos colonos y, en general, en las cosmovisiones occidentales post-socráticas, existe una profunda desconexión entre humanos y naturaleza, entre humanos y no-humanos, mente y cuerpo, individuo y comunidad, razón y emoción.
Guiado por éticas antropocéntricas, individualistas, centradas en el yo, el humano considera a toda la naturaleza como un objeto de conocimiento y de explotación, e intenta disciplinar la vida, homogeneizando culturas y paisajes. Acorde también con sus profundas raíces patriarcales, en las cosmovisiones occidentales modernas el eje conductor de dominación y control de la naturaleza es ejecutado por hombres con privilegios, quienes relacionan la naturaleza con los cuerpos, con la animalidad y con lo femenino. Uno de los pilares fundamentales de la modernidad es la cosificación de la vida y la naturaleza; la forma del otro (niñe, mujer, animal, planta, río o montaña) es la cosa.
Desde el siglo XVI en adelante, esta visión del mundo eurocéntrica y basada en relaciones monosujéticas (sujeto-objeto sometido, colonizador-colonizado) promovió la explotación y la degradación del ambiente, sojuzgando o desapareciendo cuerpos y culturas indígenas, quemando bosques y pastizales, al considerar lógicas estas acciones para lograr mejoras en las regiones colonizadas. Estas culturas predatorias y extractivas se expanden en Argentina con los conquistadores, con los inmigrantes europeos y, aún hoy, permanecen muy presentes en nuestra sociedad, dejando a su paso ambientes degradados, empobrecidos y homogéneos, evidenciando la insustentabilidad civilizatoria (ambiental, energética y social) de esta forma de relacionarse con el mundo y su incapacidad de percibir el inminente colapso de los socio-ecosistemas.
El extremo de esta actitud colonial de posesión de objetos es que ya no se pretende dominar y utilizar la naturaleza a través de su degradación, sino que se reemplazan ecosistemas naturales, como los bosques o los humedales, por sistemas totalmente artificiales, como las inmensas superficies de monocultivos o las urbanizaciones privadas. Es decir, en esta visión del mundo occidental moderna, colonial, mercadocéntrica y patriarcal, se naturaliza que un grupo de hombres privilegiados se apropie de bienes comunes (por ejemplo, bosques, humedales o selvas) despojando a los habitantes de ese territorio, y luego convierta ese lugar en una mercancía (por ejemplo, un agronegocio o un barrio privado) acumulando cada vez más riqueza. La voracidad de apropiación y acumulación de bienes comunes se produce impunemente, potenciada por éticas del saqueo y por la inacción del Poder Judicial, que no llega a esos empresarios que incendian miles de hectáreas para aumentar sus fortunas, ni a los responsables políticos que no planifican y desvían o malgastan los recursos públicos asignados al manejo del fuego y la protección del ambiente.
Pero no es que toda la cultura occidental o todes les argentines estemos en conflicto con la naturaleza y la biodiversidad. Tanto en Argentina como en toda América Latina, existe una megadiversidad de racionalidades no modernas y de modos de habitar el mundo basados en éticas ecocéntricas, ecosociales o bioculturales; centradas en la comunidad (en su concepto amplio y complejo) y en la reproducción de la vida digna y feliz. En general, en las cosmovisiones amerindias el humano se siente una parte del ecosistema, convive con la naturaleza y la respeta. Las éticas del cuidado modulan culturas matrísticas, no predatorias, solidarias y comportamientos que garantizan que haya siempre disponibilidad. La tierra no es concebida como mercancía sino como territorio (en su sentido más pleno y diverso), es decir, como la vida misma. En ese mundo de cohabitantes y de relaciones entre una pluralidad de sujetos (humanos y no-humanos) que interactúan según una racionalidad de equidad, la forma del otro es la persona; y no la cosa, como en la ética ambiental occidental dominante.
Sin embargo, aunque este sea el imaginario utópico presente en la mayor parte de los pueblos de Latinoamérica, la forma en que cada sociedad cuida o destruye su patrimonio biocultural, en la mayoría de los casos, depende de su estructura del poder. No todes les argentines somos igualmente responsables de estos incendios intencionales sino que, en palabras de Álvaro García Linera, diríamos que existe una oligarquización de las causas de esta crisis ambiental, global y local, que deriva, en gran medida, del modo de relación con el mundo natural que promueven y defienden las personas que ejercen el poder económico y político y que, además, controlan medios masivos de comunicación, influyendo sobre la percepción y la capacidad de reacción de amplios sectores de la sociedad.
Al mismo tiempo, también existe una democratización de las consecuencias de los incendios intencionales y demás catástrofes ambientales. Atahualpa lo resumió muy bien: “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”. Es decir, toda la comunidad de seres vivos sufre y es perjudicada por las acciones de una minoría con un autointerés desequilibrado y con derechos auto-adjudicados para apropiarse, someter, silenciar y hasta desaparecer cohabitantes y bienes comunes (mujeres, niñez, personas no blancas o pobres, territorios, plantas, animales, agua, etc.).
En resumen, lo que hace arder nuestros bosques y humedales, no es un rayo, la sequía o el fuerte viento norte, sino la decisión de algunos hombres con privilegios (blancos, cis y ricos; o aquéllxs que se auto-perciben dentro de ese estereotipo), personas en las que se mezcla la cosmovisión occidental moderna con el colonialismo, los delirios del mercado y el patriarcado, personas que en su afán por diseñar el mundo según su interés se pasaron de largo y con su fuerza potenciada por la impunidad, concentran riqueza y saquean, hasta dejar sin vida, cuerpos y territorios, despojando a las mayorías de su patrimonio biocultural.
¿Quiénes son lxs que más pierden cuando se saquea el patrimonio biocultural?
Ya delineamos quiénes son los pocos que ganan con los incendios y otras prácticas frecuentes que destruyen el patrimonio biocultural. Ahora definamos quiénes pierden y para ello, primero es necesario tener bien claro qué es lo que se lleva el fuego. En este caso, la valoración de lo que se pierde depende directamente de la conceptualización de la diversidad biocultural.
Es decir, si consideramos a la diversidad biocultural como una fuente de productos para los humanos, entonces con los incendios se pierden alimentos silvestres, medicinas, forrajes, leña, miel, agua y aire limpios, suelos fértiles, etc. Si los bosques o los humedales son considerados fuentes de servicios para los humanos, entonces con los incendios estamos perdiendo servicios educativos, recreativos, científicos e innumerables servicios ecosistémicos (por ejemplo, de polinización de cultivos, de reservorio de especies carismáticas, de regulación de cuencas, de almacenamiento de carbono, etc.). Un país que pierde su patrimonio biocultural es un país más pobre porque pierde progresivamente su soberanía alimentaria y sanitaria, su autonomía, sus buenas relaciones sociales, sus identidades culturales, sus bienes comunes, su medio indispensable para la justicia social.
Sin embargo, la gente que depende en forma directa de ese ambiente que se quema (como los pueblos originarios, los campesinos de subsistencia o la población rural y urbana de las sierras o los humedales) son los que sufren, desproporcionadamente, los daños provocados por los incendios. Aquellxs que viviendo en el ambiente natural nada les falta, pierden su casa, el ganado, la huerta, el perro o el caballo amigo, la certidumbre, la felicidad, el bienestar social, la significancia de la vida y la capacidad de no ser pobre. Queda claro entonces que la pérdida de patrimonio biocultural produce sufrimientos desiguales (por clase social, género y edad) y que los incendios recurrentes generan pobreza y exclusión social.
En estas últimas semanas se han ocupado muchísimos espacios en los medios masivos de comunicación tratando de ensayar respuestas, en general, todas ellas centradas en la restauración de los ecosistemas destruidos por los incendios. Por ejemplo, en Córdoba, se propone restaurar las 46.000Ha de bosque nativo incendiado, sólo en Agosto de este año, plantando miles de árboles. Restaurar significa volver a poner algo en el estado que antes tenía. En este caso, se propone plantar árboles con el objetivo de reconstruir un sistema complejísimo, compuesto por muchas especies de árboles pero también por cientos de otras especies de plantas, animales, hongos, microorganismos…y también humanos. Además, el bosque comprende un montón de otras cosas que no vemos a simple vista, por ejemplo, todas las interacciones biológicas y procesos ecológicos, evolutivos e históricos, todos ellos complejos e irrepetibles, que son constitutivos de la diversidad biocultural.
En consecuencia, es imposible recrear componentes y procesos constitutivos de la biodiversidad, asumiendo que la tecnología puede restaurar lo que destruyó el fuego. Hablemos claro y digamos entonces que un bosque o un humedal no se pueden volver a construir como una casa que se incendia, menos aun plantando algunos árboles nativos. Estas propuestas gubernamentales, que se repiten desde hace décadas, no sólo son irracionales sino que ofenden a quienes más sufrimos. Los ambientes naturales, las vidas y las culturas sólo se perpetúan o regeneran a partir del mismo ambiente natural.
Pero, por ejemplo, ¿cuánto bosque nativo queda en Córdoba para que puedan regenerarse las miles de hectáreas quemadas cada año? Aunque impresione decirlo, el bosque nativo de la Provincia de Córdoba es relictual; debemos pensarlo como un sistema a punto de desaparecer. En consecuencia, es urgente entender que el patrimonio biocultural no puede ser recreado, que las pérdidas son irreversibles, que el fuego se lleva nuestra vida y que, por lo tanto, la destrucción del patrimonio biocultural, por acción u omisión, en forma material o intelectual, es un delito gravísimo; un acto criminal.
¿Qué podemos hacer para evitar la inminencia de una tierra completamente arrasada?
En primer lugar, es necesario y urgente subvertir el sistema conceptual que reproduce la dominación. En especial, muchos medios masivos de comunicación se dedican todos los días a naturalizar y justificar los daños ambientales y sociales, invisibilizando el sufrimiento generado por esos hombres con privilegios, vaciando e invirtiendo núcleos de sentido. Por ejemplo, nombran y consideran a los humedales o a los bosques como un “capital natural” -algo transable, susceptible de ser explotado y convertido en mercancía-; cuando constituyen nuestro patrimonio biocultural -algo que no se compra ni se vende, que no se reconstruye plantando árboles, que es obligación respetar y cuidar para ser legado en las mismas condiciones que se recibió desde nuestros antepasados-. En el mismo sentido, la destrucción del patrimonio biocultural es comunicada como un “daño colateral” o una “externalidad” de un modelo de “desarrollo” de país, cuando en realidad es un costo ambiental, un perjuicio permanente generado por un modelo de argentinidad en el que no estamos incluidxs casi ningune.
Es fundamental también, escuchar y fortalecer la potencia emancipadora de cientos de colectivos que tienen cada vez más capacidad de transformar las conmociones ambientales en acciones colectivas organizadas y que luchan por el respeto a las diferentes formas de entender y habitar el mundo.
Es imprescindible, además, tomar decisiones para que no se siga destruyendo el patrimonio biocultural porque no es posible recrearlo y porque el bienestar de la sociedad entera depende de su existencia. En este sentido, es urgente planificar y ejecutar estrategias estatales de prevención de incendios que sean eficaces y eficientes. La prevención tiene que llegar no sólo a los bosques y humedales que nos quedan, sino que también es imprescindible destinar iguales cuidados de prevención para que los ambientes incendiados no vuelvan a quemarse y puedan regenerarse naturalmente. La prevención de los incendios es mucho más barata y efectiva que invertir recursos en paliativos simbólicos, como plantar miles de árboles o repartir alimento para el ganado, cuando el entramado de vidas está quemado y todas las posibilidades de subsistencia en el corto y mediano plazo están comprometidas.
Es insoslayable revisar la legislación ambiental que considera a las selvas, humedales o bosques incendiados como ambientes degradados que perdieron su condición de tal, y que, por lo tanto, habilita a cambiar en ellos el uso del suelo, permitiendo su transformación irreversible en agronegocios o desarrollos inmobiliarios. Por lo cual, es urgente proteger legalmente a aquellos ambientes naturales incendiados, que deben ser considerados como sistemas en recuperación.
Argentina cuenta con una profusa normativa ambiental en los niveles nacional, provincial y municipal. En su artículo Nº 41, la Constitución consagra el derecho de todos los habitantes “…a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer a la de las generaciones futuras…”. Sin embargo, las presiones de los grupos de poder pueden más que las leyes que protegen el bien común. La corrupción estructural generalizada de los órganos de gobierno que deben proteger el patrimonio biocultural se transforma en el principal obstáculo para su conservación. En consecuencia, es urgente que los derechos, la justicia y la equidad vuelvan a ser los principios básicos que orienten las acciones individuales y colectivas en la defensa del patrimonio biocultural. Es decir, que la justicia alcance también a esos hombres con privilegios que hacen desaparecer bosques y humedales, quemando impunemente infinitos territorios-cuerpo, es decir, la vida misma.
Arde la “Madre Tierra”, y las metáforas, en general, no son casuales ni banales. El grito urgente de “Ni une menos!” se amplía y se funde pidiendo lo mismo: prevención y justicia para ese criminal que mata y quema el cuerpo, el territorio, el territorio-cuerpo, la vida misma. ¡Ni una hectárea menos!
* Profesora y Doctora en la Cátedra de Etnobotánica y Diversidad Biológica III, Universidad Nacional de Córdoba, e Investigadora de CONICET.