Permítanme discrepar con Osvaldo Bayer
El pasado martes 25 de marzo, la ciudad de Río Gallegos se encontró con un hecho repudiable: Vialidad Nacional quitó de la Ruta Nacional 3 el monumento emplazado al ingreso de la ciudad que conmemora la vida y la obra de Osvaldo Bayer. Este accionar fue realizado con total impunidad y sin ningún fundamento. Este hecho se inscribe en el contexto de un gobierno nacional que promueve un discurso reaccionario y negacionista, y construye un relato mentiroso respecto de los desaparecidos de la última dictadura militar en nuestro país. Y todo a un día después del 24M.
Quien escribe esto siente un sinsabor, producto de su identidad nacional/peronista. La postura suele ser antipática porque pareciese que Bayer es todo lo “políticamente correcto”. Y en alguna medida, lo es. Porque tuvo siempre una coherente visión maximalista, romantizando la lucha libertaria de aquellos anarquistas de principios de siglo. Y, fiel a sus principios, fue fervientemente anti peronista. Su posición es más que lógica, considerando que el peronismo llevó a cabo un sistema de gobierno corporativista, anclándose en el Estado como eje regulador. Su posición histórica “antiperonista” tiene una cercanía coherente al liberalismo que abreva sus líneas fundantes del mitrismo.
Se puede, por otro lado, diferenciar los tantos: habiendo llevado a cabo procesos de investigaciones históricas impecables y contundentes en torno a la “Patagonia Trágica” (apoyándose en los trabajos previos de José María Borrero, también reconozcamos ese antecedente), así como también recuperar las luchas de aquellos anarquistas expropiadores no santifica, ni purifica su posición ideológica o “proyecto social”. Existieron otros “libertarios” (bien llamados así) que tuvieron otros itinerarios, no obstante sus impecables aportes a la recuperación de aquellas luchas obreras tan necesarias para nuestra historia popular. Desde los extremos de Bayer podemos mencionar al historiador anarquista español Diego Abad de Santillán (quién suscribió en sus últimos años a la visión oligárquica mitrista) pero también sería útil recuperar a un maldito como Alberto Belloni, olvidado y ninguneado por su adscripción hacia el peronista. Alberto Belloni fue autor de un libro que fue tan importante para la juventud de los sesenta como lo había sido aquel trabajo inaugural de Bayer: me refiero a “Del anarquismo al peronismo”. Aquel autor cometía algo imperdonable para la intelligentzia: trazar el pasado político de la clase trabajadora argentina como una evolución probablemente positiva, mientras que para el discurso académico y gorila el surgimiento del peronismo significaba el adormecimiento de la conciencia revolucionaria.
También volvió a circular en las últimas semanas un artículo poco feliz publicado por Bayer en Página/12 durante los noventa. Un 30 de marzo de 1995, publicaba “La Patagonia debería independizarse y unirse a la parte chilena”. La indignación que generaron dichas declaraciones son notorias y provoca una desazón como nos sucedió con Sarmiento cuando promovía desde su exilio chileno la toma de posesión de dichas tierras para la República vecina. Eso es bueno. Porque como pasa con Sarmiento, Bayer es una figura incómoda, pero necesaria. Dejó sus huellas, con sus pros y sus contras. Tan así que debería haberlo analizado Luis Alberto Murray para poner las cosas en su lugar. Es que Bayer tenía más puntos en común con Sarmiento que lo que se cree: ambos tienen una visión iluminista del progreso, reniegan de lo nacional aunque miran con ojos candorosos a la barbarie. Reivindicar la tierra a los mapuches como postulaba Bayer no contradice a la zoncera sarmientina que argumentaba que “el mal que aqueja a los argentinos es la extensión”. También se destaca como en el prócer su honestidad brutal. Tal como lo recuperaba Ignacio Anzoátegui: “Mientras sus contemporáneos leían a Moratín y se entusiasmaban con Quintana, Sarmiento escribía malas palabras como podía hacerlo un clásico. No le tentaba la elegancia cajetillista ni la otra elegancia llorona. Él pensaba ´la puta que los parió y escribía ´la puta que los parió’, porque nunca en su vida dio rodeos para nada”.
También como Sarmiento, Bayer picanteba desde el exterior en tiempos de dictadura. En el proceso de la transición de la dictadura a la democracia se generó un debate intenso en torno al exilio y los exiliados. Bayer desconfiaba desde la mítica Humor sobre aquellos que se quedaron en el país y aprovechó el tiro por elevación hacia los peronistas. Porque si Sarmiento era por sobre todas las cosas antirosista, Bayer fue profundamente antiperonista. Y eso hay que dejarlo en claro, porque muchos compañeros confunden los tantos, producto de tantos años de progresismo. Bayer fue una figura importante, destacada y valiosa. Pero no pensaba en nacional. Era un libertario de ley, a diferencia de estos impresentables que se autodefinen libertarios y le rinden cuentas a los verdaderos dueños del poder.
Volviendo a la anécdota sobre el exilio y los exiliados, Bayer acusaba a jóvenes peronistas que por entonces publicaban una patriada llamada “Crear en la cultura nacional” como fascistas. Oscar Castellucci, director y gestor de aquel emprendimiento recordaba lo curioso de aquella circunstancia ya que, al mismo tiempo en que Bayer los acusaba de fachos, desde la temeraria revista reaccionaria llamada Cabildo los catalogaban como “una cueva de zurdos”. La paradoja se explica por sí misma: ante la aversión sobre lo nacional y popular, los extremos se unen ante el espanto y su barbarie.
El último gran debate desatado por Bayer fue su empecinamiento por derribar la estatua de Roca. El motivo era una mera reacción anacrónica: su responsabilidad ante la matanza de indios durante la denominada “campaña del desierto”. Gustavo Matías Terzaga, con su afilada pluma que sigue los pasos del recordado Alfredo Terzaga, recientemente publicaba en torno a la postura de Bayer que envalentonó en su momento a una cacería de brujas por parte de la izquierda:
“Despojar a Roca de su dimensión histórica es, en última instancia, degollar la inteligencia nacional, es regalarle el juicio de nuestra historia a una progresía que, entre el lloriqueo multiculturalista y el infantilismo revolucionario, prefiere una Argentina abstracta, moralmente pura, pero política y territorialmente inviable. La de Roca, con sus luces y sombras, fue la estrategia de la unidad nacional, lo demás es literatura del resentimiento y el prejuicio”.
Es que Roca siempre fue una figura incómoda para liberales y para nacionalistas. Salvo la denominada izquierda nacional, bajo el ala del inolvidable Jorge Abelardo Ramos, colocó en la palestra de los próceres nacionales a Julio Argentino Roca. Más allá de sus grises, la obsesión de Bayer hacia su figura no tuvo más objetivo que embarrar la cancha. Bayer como Milei (de nuevo ambos extremos) desprecian al Estado y no tendrían problemas en rematar el territorio. Obviamente, nos cae más simpático Osvaldo pero eso no quita que su proyecto social se encuentra en las antípodas de lo que consideramos nacional. Irónico suena que libertarios como él, (entiéndase en el sentido de su postura antiestado, antiargentino) fuesen los gestores en derribar su monumento en el Sur.
Desde nuestra posición justicialista, habría que mantener su monumento así como también habría que dejar en su lugar la estatua de Roca. Lo que hay que discutir es el relato que trasviste los idearios nacionales y soberanos. Cuando en los noventa, se erigió la estatua ecuestre de Juan Manuel de Rosas lo pusieron mirando en dirección hacia donde estaba su casona pero, además, ahí estaba la estatua de Sarmiento. La lectura se puede entender como una conciliación o un desafío producto de un desencuentro histórico. El relato conciliatorio se enclava en aquel viejo Perón del 73 que rezaba que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino. Habría que volver a eso, a pensar en nacional. Y para ello, primero hay que poner las cosas en su lugar para no seguir comiéndonos la curva.