Reflexiones docentes a un mes de la marcha
Por Daniel Mundo
Hace un mes se realizó después de muchos años una marcha conjunta de los cinco gremios que representan a los docentes universitarios. La concentración fue multitudinaria y participaron de ella docentes, no docentes y estudiantes. Lo que se reclamaba era una actualización coherente del presupuesto educativo, y unos sueldos más o menos justos. Para cualquier espectador, constituyó una señal política. Como las otras centrales de los trabajadores, también los docentes reaccionaron tarde. Cambiemos supo interpretar la señal y el conflicto se licuó o se está licuando.
Por otro lado, la política de los paros en general y de los paros activos en particular es un problema para los docentes universitarios, como si “parar” le hiciera el juego un poco al gobierno, que evidentemente no le interesa la supervivencia de universidades masivas ni que estas universidades produzcan contenidos de calidad. Es cierto que no se puede construir y transmitir conocimiento en cualquier circunstancia, y mucho menos en un contexto político como el que se instaló en el gobierno en diciembre del año pasado. O mejor dicho, es precisamente este contexto político el que nos exige un compromiso extremo para descular en qué consiste el nuevo principio de realidad que este gobierno intenta imponer como normalidad. Lamentablemente solo contamos con los viejos conceptos de siempre. Ahora bien, ya no alcanza con decir que vivimos un nuevo período neoliberal o la etapa superior de la espectacularización de la política. Estamos viviendo una política espectacular.
Se trata, ya fue dicho muchas veces, de un giro neoconservador de características inéditas en nuestro país. En el régimen democrático que se instaló desde el gobierno de Alfonsín y que dura hasta la actualidad la manera de detener las políticas redistributivas y las transformaciones populares se practicó con golpes económicos desestabilizantes y sumamente pedagógicos, el instrumento que la derecha pergeñó una vez que los golpes militares se volvieron imposibles: de las hiperinflaciones de Alfonsín al crack del 2001. El gobierno de Macri está utilizando los shocks económicos como una forma de gobierno. El desparpajo es tal que luego de lanzar medidas absolutamente antipopulares pretenden rectificar el curso y generan planes sociales que a lo sumo amortiguaran la caída, pero no la impedirán. A veces uno tiene la impresión de que los tecnócratas y CEOs empresariales que gobiernan no saben bien lo que hacen, y como dijo el Jefe de Gabinete alguna vez, ellos no temen equivocarse porque el presidente los había autorizado a ello, como si para gobernar un país se pudiera implementar una pedagogía constructivista semejante a la que se usa en la enseñanza del abecedario en primer grado.
Dejando este mal chiste de lado, el primer rasgo del gobierno macrista que debería analizarse consiste, creo, en el poder desmesurado que le otorgan estos personajes a la palabra o a la imagen. Los que nos gobiernan son personajes ideales, no personas reales. Reducen todo lo que ocurre en la realidad a una política comunicacional en la que cada palabra significa lo mismo que su antónimo: lo importante es la “sinceridad”. Por eso en las entrevistas los ministros y los técnicos de gobierno apelan a la confesión: “les juro que es así”, “créanme lo que les digo porque es la verdad”, etc., tautologías que no remiten a otro lugar más que a la voz que las enuncia. Perros guardianes con la correa que les aprieta, aprendieron de memoria un libreto y lo repiten frente a toda cámara que se les pongo delante. De acá que achaquen a la mala comunicación y a una cuestión de imagen los efectos negativos que acarrean sus políticas reales. Para ellos los “hechos” no se diferencian de sus interpretaciones. Deberíamos hablar de un nuevo tipo de realismo, el “realismo” macrista.
Éste es un realismo que se desentiende de los hechos. Aunque parezca mentira, no creen que los hechos tengan otra realidad o materialidad que la que les otorga su comunicación. Si hay una lógica del espectáculo consiste en anular la prueba de verdad que instituyen los hechos, y presentar como hechos las interpretaciones verosímiles viralizadas en los medios. Auténticamente desean una imagen, no lo que la imagen representa. Todo lo vivido es efecto de un signo previo, que hay que tratar de copiar de la mejor manera posible. Objeto de deseo y dispositivo técnico se funden. De hecho, la comunicación no es el vínculo que estas personas tienen con la realidad, la comunicación (las palabras y las imágenes) constituyen para ellos la auténtica realidad, la realidad real. Lo problemático de esta creencia no radica en su principio esquizo ni en sus imaginarios alienantes, radica más bien en que fue por este fundimiento de hecho y discurso, realidad y virtualidad (o fantasía), que este proyecto político ganó las elecciones: debemos acostumbrarnos a que verdad y mentira constituyen las dos caras de un mismo fenómeno. A este fenómeno bicéfalo lo llamaría fraude. El fraude es la experiencia de la verdad en el capitalismo mediático.
Podemos suponer que la mayoría de la población confía en que términos como “revolución de la alegría”, “transparencia”, “honestidad”, “confianza”, “anticorrupción”, bastan para que lo que estas palabras mientan se haga realidad. Los docentes en ciencias sociales y humanas tienen una apasionante tarea por delante. Es la materialidad de la realidad la que entró en un experimento de licuefacción cuyo resultado final es por ahora un enigma.