Un recuerdo de Horacio González: Los mitos, las instituciones y las cenizas del Bebe Cooke
Por Eduardo Rinesi | Foto: Natalia Pasquino
Las ciencias humanas y sociales lidian con los mitos que los hombres y las mujeres se inventan en su andar juntos por la historia y con las instituciones en las que organizan su vivir común. Piensan al mito y a las instituciones desde fuera: los objetivan, los disponen sobre su mesa de disección y nos revelan, con distintos métodos, teorías y paradigmas, sus secretos. El militante, en cambio, vive en el interior del mito y de las instituciones. En el interior del mito, que es la savia vital de sus acciones y del sentido que pone a sus acciones; en el interior de las instituciones, cuya “toma”, cuya gestión o cuya transformación suele perseguir. Si Horacio González fue un intelectual fuera de serie fue entre otras cosas porque pensó desde adentro y con extrema lucidez los mitos y las instituciones que habitó. Los mitos, que no creía que hubiera que sacar del medio para poder pensar ni para poder vivir. Se vive y se piensa dentro de los mitos, que no son un estorbo para nuestra inteligencia ni para nuestra vocación transformadora, sino la materia misma con la que es preciso laborar. Pero dentro de esa materia viva y a esa misma materia viva hay que pensarla, no habitarla en el conformismo del creyente incauto. Se vive y se piensa dentro de las instituciones, que no son un obstáculo para nuestra libertad, sino una condición de posibilidad para realizarla, pero se lo hace con la lucidez con la que Horacio sabía poner en cuestión todas las convenciones y todos los ritos de las instituciones que al mismo tiempo que habitaba conseguía subvertir, democratizar y hacer mejores.
De ellas, hay dos sobre todo que merecen que nos detengamos un momento: la Universidad y la Biblioteca. La Universidad, en la que lo conocimos, en la que fuimos sus estudiantes y más tarde (sin dejar nunca de ser sus estudiantes) sus colegas, y a la que dedicó uno de sus incontables libros, aparecido en ocasión del centenario de la Reforma de 1918 con un hermoso prólogo del querido Juan Laxagueborde: Saberes de pasillo. Pensar la Universidad es pensar la política en sus aulas y el saber en sus pasillos. Y la Biblioteca, la Biblioteca Nacional, que dirigió como nadie lo había hecho a lo largo de la historia, de la que se fue entre los aplausos que en estos días pudimos escuchar de nuevo, gracias a un video que anduvo circulando, de todos sus compañeros de trabajo, y sobre la que también escribió un libro, que yo tengo entre sus grandes libros: Historia de la Biblioteca Nacional. Ese libro me parece a mí muy importante porque resume lo que para Horacio significaba estar en una institución, habitar una institución, dirigir una institución: gestionarla y al mismo tiempo que se la gestionaba pensarla, y porque se la pensaba, y para dar testimonio público de ese pensamiento, escribir un libro, un libro formidable, sobre ella. Y porque es también, al mismo tiempo, un libro sobre una institución y un libro sobre un mito. La Biblioteca Nacional es una de las grandes instituciones y uno de los grandes mitos argentinos, y por eso el libro de Horacio sobre la Biblioteca debe leerse junto con el libro de Horacio sobre Borges, que de algún modo lo completa, porque el nombre de Borges es inseparable del mito de la Biblioteca en la Argentina.
Y a ese libro de Horacio sobre Borges hay que leerlo junto con el libro de Horacio sobre Perón, que es el nombre del otro gran mito de la Argentina que su obra no deja de pensar. Horacio vivió su vida militante en relación con el mito del peronismo y de Perón, y si su modo de vivirla fue siempre díscolo, siempre desacomodado y desacomodante, fue porque vivió dentro de ese mito pensando al mismo tiempo ese mito en el que vivía. Ese era el gesto que lo acercaba al modo de “estar en el mito”, en ese mismo mito, de John William Cooke, seguramente su principal inspiración en relación con sus grandes preocupaciones por el peronismo y por Perón. Cuando se cumplieron cincuenta años de la muerte de Cooke, una ceremonia en la costanera norte permitió cumplir con el pedido del delegado del viejo general de que sus cenizas fueran arrojadas al Río de la Plata. Previsiblemente, el viento sopló en el sentido contrario al necesario para que tal designio pudiera cumplirse sin tropiezos, y las cenizas se dirigieron hacia los propios participantes en el acto. Ese día, esa tarde, habíamos invitado a Horacio a dar una charla en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Llegó sacudiéndose todavía los restos de cenizas en su campera beige, mientras informaba, a modo de explicación del gesto: “Vengo lleno de John William Cooke”. En medio del dolor de estas horas, en las que recién empezamos a entender la enormidad de lo que nos acaba de pasar, querría terminar estas rápidas líneas de homenaje tratando de levantarnos el ánimo con el recuerdo de ese chiste genial.