Una tormenta arrasa México, por Norberto Emmerich

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Una tormenta arrasa México, por Norberto Emmerich

02 Julio 2018

Por Norberto Emmerich

Los números son apabullantes: 53% de votos, 30 puntos de diferencia con el segundo, 5 gubernaturas, mayoría en la Cámara de Diputados y en la Cámara de Senadores, ganó en 30 de los 32 Estados del país, 64% de participación electoral.

La perspectiva de un cambio político sedujo a amplios sectores sociales, cansados de la corrupción y la violencia, los que desean que la nostalgia de tiempos mejores esté colocada en el futuro. Ni el efecto Chávez, ni la discutida propuesta de amnistía a los narcos, ni algunos inconvenientes socios de campaña alteraron el curso de la oleada electoral. En los últimos días un sentido de urgencia sumó todavía más gente al proceso electoral, que fue asumido por primera vez como un antes y un después democrático.

López Obrador no dio muchos detalles sobre cómo luchará contra la corrupción y no fue preciso en casi ningún tema importante, incluida la violencia. Pero convenció a la mayoría de que el problema estaba en la política y que votando por él se acabaría la impunidad.

Antes de los resultados oficiales la primera llamada vino del presidente Donald Trump, amistoso en la idea de que “hay mucho por hacer tanto en beneficio de Estados Unidos como de México”.

El hartazgo explica en parte el triunfo electoral de la coalición “Juntos Haremos Historia”, pero también ha sido una aprobación de una trayectoria pertinaz y contundente que recorrió los casi 2500 municipios del país varias veces a lo largo de 12 interminables años de campaña. Se puede decir que todos los que votaron a López Obrador lo conocen personalmente, un capital político sustantivo a la hora de las redes sociales y las proximidades que alejan.

Los mexicanos quieren un cambio. Es probable que no acierten con precisión ni siquiera aproximada respecto a qué debe cambiar, ni cómo. Incluso puede haber una alta dosis de ingenuidad y espontaneísmo en el depósito delegativo que afirma que ahora “le toca cumplir lo que prometió”. Pero México no es América del Sur. México es un problema geopolítico mundial colocado dentro de Estados Unidos, no en su frontera sur.

México tuvo varios líderes revolucionarios nacionalmente valorados: Pancho Villa y Emiliano Zapata desfilaron con sus tropas en la insurrecta Ciudad de México, mientras combatientes mexicanos asolaban ciudades de Estados Unidos. No fue hace mucho, todavía no pasaron 100 años.

El entusiasmo que recorre México puede imprimir una presión intolerable sobre las decisiones políticas del gobierno que está por asumir el 1 de diciembre. La situación política que acaba de derrumbar el sistema de partidos y el entusiasmo de millones de mexicanos que tienen la certeza de que el futuro será mejor, explican las primeras palabras del nuevo presidente y su mesurado llamado “a la reconciliación de todos los mexicanos”. Tranquilidad para los inversores y los empresarios, también para los electores hastiados, cansados y empobrecidos de las maquilas y de las haciendas. Y para Estados Unidos.

El poder real, por más efímero que sea, está ahora en las calles, festejando un triunfo electoral. Un país con 120 millones de habitantes, la segunda economía de América Latina, fronterizo con la primera potencia mundial, lleno de una cultura civilizatoria pregnante, está pasando por un momento de cambio. México es un país poderoso, los mexicanos son más poderosos aún. El equilibrio geopolítico en esa región del mundo subsiste porque ninguno de los dos lo sabe todavía.

Entre la presión americana y la propia presión mexicana (que ya no será solo de las elites) el gobierno de López Obrador deberá resolver la guerra contra el narcotráfico, el posicionamiento frente a América Central, el combate a la “mafia del poder” (o sea la corrupción del aparato del Estado), la relación con las Fuerzas Armadas, el crecimiento económico, la reforma energética, el TLCAN, el desarrollo de las zonas pobres, la política migratoria y muchos etcéteras.

Casi 30 mil mexicanos fueron asesinados en el pasado año 2017. México no se gobierna con medias palabras, ahora menos que nunca.