Volver al debate sobre Montoneros, por Ernesto Jauretche
Por Ernesto Jauretche
Lo primero es lo primero, y hay que reparar un involuntario olvido: corresponde entonces destacar un agradecimiento a la Agencia Paco Urondo y al compañero que interroga con la inteligencia y el rigor de (¡horror!) un periodista militante; dieron a luz una nota que trasciende a la diaria mediocridad de la prensa hegemónica y a veces también a algunos medios que presumen de progres. Uno de los mejores méritos de la nota es que dio pié a la rebeldía de la razón, opacada por el ninguneo y el maltrato a que son sujetas las ideas disonantes; así, alienta a las definiciones sobre el presente político, tan desdibujado a causa de la lucha contra la pandemia.
Por su aporte al conocimiento histórico, y también por la reafirmación de convicciones irrenunciables, el reportaje de Guillermo Robledo concede una valiosa oportunidad para el debate honesto y el esclarecimiento consciente.
Después de divulgar un texto de ocasión basado en una primera y rápida lectura de la entrevista de APU, encontré lo que creo constituye su principal virtud: las francas y rigurosas respuestas a las preguntas del periodista motivan nuevas reflexiones a quienes están dispuestos a abordar con propiedad y vocación de veracidad los espinosos temas que la nota ventila. El entrevistado parte de una concepción intransigente, inevitable fruto de la valentía de los que no tememos proclamar que somos hijos de las 20 verdades y que abominamos la declamatoria de una socialdemocracia de origen europeo que somete lo social al interés del capitalismo financiero global; preferimos nuestras propias lacras.
Estamos transitando una crisis inédita, pero no es el fin del mundo. Se trata de salir para adelante; ni retroceder a las soluciones pseudodemocráticas europeas, ya decadentes, ni más de lo mismo que venimos transitando, incluido el kirchnerismo, el cristinismo y los progresismos a la moda. Seremos peronistas si elegimos no recalar en nuevas frustraciones. Se dijo: “Inventamos o erramos”.
Ya he escrito lo que pienso de los relatos actuales sobre el proceso montonero o cualquier otra interpretación de nuestra historia reciente, algunas descartables por conspirativas; quiero decir desde mediados a fines del siglo XX. No ha transcurrido tiempo suficiente como para que se atenúen las pasiones que aún nos atraviesan, ni ha madurado el juicio que seguramente elaborarán futuras generaciones de historiadores. Toda opinión tendrá así la impronta personal de la ideología del intérprete, porque no existen parámetros históricos irrefutables, comprobados, científicos y no se ha escrito aún el revisionismo de la época (como es conocido, “si la historia la escriben los que ganan…”).
Todo lo que se sabe y se enseña es controversial aunque se difunda y se inculque como la verdad revelada. No hay entonces artículo de fe respecto de Montoneros, como no lo hay de Perón y Evita ni del peronismo; en todo caso, el respeto con que el pueblo los acuna y la devoción con que cultiva su memoria son una fuente histórica irrefutable. Por eso en este caso, me parece una visión un poco idealizada por el compromiso que aún pervive y alienta la militancia de Guillermo; a mi juicio, muy avanzada en términos de la objetividad posible: muchos de sus juicios son indiscutibles, aún en el simple contexto de una entrevista periodística. Y no me refiero a la mención de acontecimientos y actores sino a la hermenéutica en que fundamenta sus observaciones.
Hay un asunto central que se refiere al caso pero también a la generalidad de los análisis sobre hechos tan recientes, y al que Guillermo no evita denunciar: el anecdotario opaca lo histórico, lo trascendente, lo principal. Y entonces viene a cuento la mención de Duzdevich. Ése es el núcleo del método del periodismo colonial, en el que demasiado frecuentemente resbala la fuerza propia (más por mala praxis profesional de arrastre universitario que por su acomodamiento a la banalidad exigida por las patronales) aunque se cubra de nacional y popular, progresista, feminista y hasta peronista. Método que además ejerce de buena o mala fe cierta tribu adicta a la producción de best sellers de literatura oportunista ataviada de historia: obturar con temas banales el vuelo del pensamiento de fondo; obligar al lector a recalar en lo perecedero, lo intrascendente pero complaciente, efectista o pintoresco. Sobre ello argumenta, y bien, Robledo, aunque termina cayendo en la trampa al abundar, por ejemplo, en las oscuras interpretaciones sobre el no por ampliamente ventilado menos periodístico caso Rucci: el asunto “vende”. Mientras, no discutimos sobre la influencia del vandorismo en la política argentina y en la formación del sindicalismo en nuestros días, ni las presiones de la AFL-CIO o la CLAT o la CIA en una época fundacional de la actual CGT, ni el papel que jugaron distintas líneas del gremialismo en la definición de Liberación o Dependencia, o el pasado de ciertos gremios y dirigentes en relación con su posicionamiento hoy, por ejemplo. Digo, a vuelapluma una simple materia, para entender la política argentina y en especial a Perón y su legado, saber qué pasado arrastra y condiciona a las fuerzas y pensamientos políticos en el presente a las diversas dirigencias, no para andar peleándonos por minucias, que es lo que el establishment quiere y alienta. Algunos creen que hacer historia es competir con los Montoneros, desprestigiarlos, ponerlos en la picota. Lo que no habla bien de ellos, pero sí de la trascendencia de Montoneros.
Hay, por fin, una cuestión ciertamente grave que sobrevuela y se expande más allá de este comentario coyuntural sobre una nota. Una carencia estrepitosa: no se conocen intentos de teorizar la experiencia política del pueblo argentino por fuera de las herramientas conceptuales made in Europa, incluidas simpáticas versiones del llamado “populismo”. La ideología del peronismo, del campo nacional y popular, con honrosas pero silenciadas excepciones, no ha producido nuevos cuadros orgánicos capaces de lidiar con esos hechos para entenderlos como expresiones de conductas y tradiciones históricas, de ecos de ideas y experiencias de los precursores (desde Moreno a los anarquistas, de los bolcheviques a Jauretche), de las huellas de la lucha antigua de Nuestra América, de costumbres y formas de hacer y organizarse moldeadas por la influencia de las circunstancias nacionales e internacionales, en tanto consecuencias de intereses superiores confrontados en nuestro territorio, de respuestas acertadas y equivocadas a las ofensivas enemigas y de interacciones entre diversos proyectos locales y condicionados o directamente conducidos por las fuerzas imperiales. No se ha prestado debida atención al aserto peroniano de que “política, es la política internacional” y, por eso, la mayoría de las producciones históricas sobre nuestro pasado reciente adolecen de primacía de los enfoques domésticos; coyunturales a veces, controversiales sin sustancia en casos cercanos. Con esto no quiero significar que sólo se puede pensar en política desde experiencias ajenas, vicio inherente al cipayismo tanto de derecha como sobre todo de la llamada izquierda; sí me remito a una afirmación fundacional de Don Arturo: “Lo nacional es lo universal visto desde nosotros”. Y tal vez sea éste el secreto del capital simbólico que posee “el hecho maldito” a que alude Guillermo cuando cita a Montoneros: los cuadros que lo constituyeron fueron formados en la lectura y el análisis de los movimientos sociales y políticos del mundo entero; como parte de su formación política, los militantes de las décadas del 60 y el 70 se ocupaban de observar y aprender de las luchas de los pueblos en el país donde las hubiera, que eran motivo de estudio y discusión en los ámbitos. En esos afanes, ganados al tiempo que dejaban los trotes de la militancia partidaria, territorial o armada, se conformó el pensamiento estratégico de esa generación excepcional; la que dijo “La vida por Perón” y la dio, con lo que alcanzó un prestigio inigualable con su apuesta ética a la política en un medio donde reinaba la mentira. Hubo, además, el aporte fundamental de experiencia que proveyó el peronismo histórico y sus intelectuales.
Hoy, la militancia carece de algo más que un ya lejano ejemplo, habida cuenta, principalmente, de la ausencia de los 30 mil cuadros inmolados por el Proceso genocida, única versión hasta hoy, victoriosa y duradera de la reacción hija de puta. Por eso en el presente la historia de esos años tan ricos se escribe a partir del testimonio, la memoria, los recuerdos personales y, por tanto, no hay síntesis posible: desde esa ignorancia basal prevalece una mirada individual, mezquina, apolítica y hasta antipolítica; sólo así se pueden instalar axiomas erróneos y retrógrados o pensar que en ciencias sociales caben las determinaciones individuales (ni de Perón), la casualidad y la espontaneidad.
Algo más, convengamos: Montoneros son malditos en tanto son real y sinceramente peronistas; la afirmación de Cooke tiene plena vigencia y aplicación al caso. Eso de que soy montonero pero no peronista es un desquicio. Similar al “evitismo”.
Destaco, en cambio, las afirmaciones que denotan una visión estratégica en la exposición de Robledo: el acierto con que afirma que “en realidad la que fue derrotada fue la Nación“ y no sólo Montoneros, y la conclusión de su consecuencia: la progresiva decadencia nacional. En rigor, cabría añadir que el breve periodo camporista del que Montoneros fue protagonista constituye una excepción temporal en ese itinerario de derrota que comienza en 1955, que el menemismo remachó culminando la obra de los del 76 y que el kirchnerismo apenas alcanzó a erosionar en su superficie. De ahí que la borrasca macrista haya encontrado las herramientas necesarias para proceder a la destrucción de lo poco que quedaba de Estado de Bienestar en sólo cuatro años. El neoliberalismo también merece una lectura histórica: no nació de un repollo en 2019.
Acompaño los elogios de Guillermo a la conducta política de los comandantes montoneros sobrevivientes, no así en lo que respecta al cumplimiento del tácito compromiso de elaborar un análisis serio a modo de autocrítica real, práctica y esclarecedora del proceso setentista, en tanto fueron cuadros dirigentes. Es preciso agregar que tales omisiones y decisiones no fueron individuales. No sólo ellos, en especial Firmenich, así como la intelectualidad nacional y la producción académica y los militantes entre los que me inscribo tenemos esa deuda con la militancia y con la historia. Pero los comandantes no trabajaron, y era su deber, desde su mayor conocimiento de la realidad de la época, la experiencia (aquella “que cuesta caro y llega tarde”) de la que en buena parte fueron artífices como para obtener de su estudio los valores permanentes, las leyes históricas, que fueron las que empujaron aquellas voluntades hacia el acierto o hacia el error y que hoy serían de invalorable importancia en la formación de la militancia joven.
A trabajar, compañeros. Sin un piso histórico firme no se puede construir nada sólido en el presente.