Crisis política en Venezuela: las responsabilidades de la oposición
Por Diego Arias
La República Bolivariana de Venezuela se encuentra sumida por estas horas en una situación extremadamente crítica, tanto es así que muchos analistas de la región no han dudado en postular la idea de que el conflicto político en el país caribeño habría arribado a una instancia de no retorno y que, por lo tanto, la coyuntura actual sería la antesala de una guerra civil inexorable. Aunque no resulta fácil suscribir esta clase de diagnósticos tremendistas, es evidente que la terrible crisis económica originada en la baja del precio del petróleo devino hace tiempo en una crisis política de proporciones formidables y que la intransigencia radical de los bandos enfrentados que se disputan la representación popular ha logrado que aquello que comenzó siendo una disputa encarnizada entre oficialistas y opositores se transmutara, desde que cada bando controla un poder del Estado, en un verdadero conflicto de poderes generador de parálisis institucional.
En este contexto, el país experimentó en días recientes un pico de tensión cuando el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) emitió una sentencia en la que reafirma que la Asamblea Nacional -donde la oposición tiene una clara mayoría desde los últimos comicios- se encuentra en situación de desacato, por haber omitido un fallo previo que ordenaba no tomar juramento a los tres diputados opositores electos por el estado de Amazonia acusados de comprar votos. Por esta razón, el tribunal decidió atribuirse funciones de índole legislativa que, en condiciones de normalidad institucional, corresponderían exclusivamente a la Asamblea.
Como era esperable, la reacción condenatoria de la “comunidad internacional” no tardó en llegar: ríos de tinta fluyeron desde todas partes e incontables voces de alarma se activaron con una velocidad inusitada para denunciar los efectos presuntamente antidemocráticos de la decisión emitida por el máximo órgano judicial de Venezuela, al cual la oposición suele adjudicarle un marcado sesgo chavista, cuando no lo acusa directamente de haber sido cooptado en pleno por el Poder Ejecutivo. En esta sintonía discursiva, referentes opositores denunciaron la consumación de un “Golpe de Estado” en el país y, entre otras delicias, exhortaron a la OEA a que aplique la Carta Democrática contra Venezuela, pidieron sanciones de organismos internacionales e interpelaron a las Fuerzas Armadas para que intervengan “en defensa del orden constitucional”.
Así por ejemplo Leopoldo López, uno de los más fieles exponentes del ala dura antichavista, condenado a prisión efectiva por incitación pública a la violencia durante las “guarimbas” que sucedieron a las elección de Maduro, condensó la estrategia opositora de auto-victimización en una serie de tuits difundidos por su esposa Lilian Tintori, quien paradójicamente se encontraba en Buenos Aires buscando apoyo para la causa de los presos políticos a un gobierno internacionalmente denunciado…por tener presos políticos. “Hoy a través de una sentencia ilegal e ilegítima, el TSJ decretó formalmente la DICTADURA que desde 2014 hemos denunciando en Venezuela. La lucha para derrotar a la dictadura y recuperar nuestra libertad y democracia debemos darla EN TODOS LOS TERRENOS. Vivimos momentos definitorios para Venezuela y toda América: debemos elegir si estamos a favor de la democracia o de la dictadura”, rezaban algunos de los incendiarios tuits salidos de la cuenta del líder opositor.
La fracción mayoritaria del antichavismo que López representa, un sector radicalizado que durante muchos años utilizó livianamente la palabra “dictadura” para caracterizar a un gobierno con legitimidad democrática y apoyo popular, presiente que la resolución del TSJ -la cual es, independientemente de la validez o no de las causales que esgrime, tan controversial como arbitraria- representa una oportunidad inmejorable para llevar al extremo la polarización con el gobierno, desestimando el camino del diálogo político para profundizar la estrategia del “a todo o nada” que no excluye la posibilidad eventual de una salida extra-constitucional. Es justamente por ello, porque olfatean la posibilidad de desalojar por fin al chavismo del poder, que ni siquiera cuando el Poder Ejecutivo exhortó a la Justicia a revisar la sentencia tuvieron interés alguno en moderar el discurso o flexibilizar mínimamente sus posiciones.
¿Oposición democrática?
Pero ¿quiénes son realmente los opositores que pretenden pasar como víctimas pasivas e indefensas del autoritarismo gobernante y que, en las últimas horas, no han hecho otra cosa más que echar nafta al fuego, convocando a los venezolanos a salir a las calles y sembrando deliberadamente la confusión, con la ayuda inestimable de la prensa hegemónica del continente, sobre la situación política que vive Venezuela? ¿Por qué caracterizan como un golpe de estado a un conflicto de poderes del que ellos mismos son parte, y se arrogan el derecho de hablar en nombre de los valores democráticos cuando hasta ayer nada más promovían un plan de acción conocido como “La Salida”, que consistía básicamente en buscar por todos los medios -incluyendo la violencia callejera organizada- la desestabilización de un gobierno constitucional?
Además, ¿por qué ocultan las razones por las cuales el TSJ considera “en desacato” a la Asamblea en la que son mayoría, y omiten decir el modo en que ha actuado ese órgano legislativo en los últimos meses? ¿Pretenden hacerle creer a alguien que permanecen ajenos al caos social y político que es hoy Venezuela? ¿Acaso piensan que pueden colocarse por fuera o por encima del clima de malestar social y conflictividad reinante, o suponen que están exentos de responsabilidad por la crisis política y parálisis institucional que atraviesa el país?
Henrique Capriles, Leopoldo López, Lilian Tintori, María Corina Machado, Julio Borges, Henry Ramos Allup, Yon Goicoechea y Henri Falcón son solamente algunos de los nombres más prominentes entre quienes conforman esa lábil alianza política que es la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), un espacio tan heterogéneo que aglutina a más de una quincena de partidos que no comparten casi ningún otro principio aparte de un antichavismo rabioso. Ninguno nació ayer ni cayó del cielo a esta Venezuela en crisis, sino que todos acumulan frondosos prontuarios -en calidad de dirigentes opositores al gobierno nacional, pero también allí donde les tocó gobernar en instancias subnacionales- que revelan la inmensa cuota de responsabilidad que les cabe por la drástica situación actual de su país. La MUD expresa, de algún modo, la mayor unidad posible en la enorme diversidad que reporta el campo político antichavista: convergen allí dirigentes de prosapia oligárquica como María Corina Machado con otros de extracción social popular como Henri Falcón; están aquellos que, como el histórico dirigente adeco Henry Ramos Allup, construyeron una carrera política en la Venezuela bipartidista anterior a la irrupción de Chávez, y otros mucho más jóvenes, como el militante estudiantil Yon Goicoechea, que nacieron a la vida política en plena V República. Los relativamente más moderados que, como Capriles, tienden a privilegiar la vía electoral antes que la acción directa, conviven con los más radicalizados que, como Leopoldo López, anteponen la calle a las urnas para confrontar al oficialismo. Los hay desde reaccionarios de pura cepa que sueñan con restaurar la IV República hasta pretendidos socialdemócratas que ponderan las conquistas sociales del período chavista.
Eso sí: todos hablan de dictadura para referirse a un gobierno electo por la voluntad popular como el de Maduro, del mismo modo que tildaron siempre de “dictador” a un presidente como Chávez, que ganó 12 elecciones en tres lustros y que cuando perdió por única vez, en ocasión del referendo constitucional del 2007, no dudó en salir de inmediato a reconocer la derrota a pesar de que la diferencia fue más exigua que nunca. En contraste, todos se autoproclaman civilizados y dialoguistas pero, en la práctica concreta, terminan boicoteando todas las instancias de diálogo porque no reconocen al presidente ni a los dirigentes del PSUV como interlocutores legítimos. Son los mismos que por estas horas se desgarran las vestiduras por un golpe que no es tal, pero que hicieron mutis por el foro cuando se produjo el único golpe de estado real que hubo en la Venezuela del siglo XXI, aquel que en 2002 sacó a Chávez de Miraflores por unas cuantas horas y del cual muchos de ellos, que hoy integran un espacio que se hace llamar democrático, fueron cómplices o partícipes directos. Son los mismos, en fin, que dicen no tener responsabilidad alguna por la crítica situación venezolana pero que desde el momento en que consiguieron una mayoría de bancas en la Asamblea Nacional no hicieron más que bloquear todas las iniciativas adoptadas por el Ejecutivo para enfrentar la crisis económica y, en lugar de idear soluciones para los cada vez más urgentes problemas de sus representados, concentraron sus esfuerzos en un revanchismo estéril que incluyó la sobreactuación al retirar los cuadros de Chávez y de Bolívar del edificio legislativo, la exigencia de una amnistía generalizada para los dirigentes condenados por sedición, el pedido de sanciones a organismos internacionales y la campaña de recolección de firmas -finalmente anulada por el Consejo Nacional Electoral (CNE) debido a las acusaciones de fraude en distintos estados del país- para realizar un referendo revocatorio con el fin de acelerar los tiempos institucionales.
Esta responsabilidad mayúscula que les cabe en la escalada de la violencia política y de la conflictividad social vuelve inverosímil su estrategia de victimización. Mientras el oficialismo profundiza su deriva autoritaria, la derecha opositora ha adoptado actitudes cada vez más radicales y antidemocráticas que no contribuyen, lejos de contribuir a fortalecer la institucionalidad democrática y el diálogo político, generan más zozobra, más incertidumbre y más violencia.