83 aniversario del nacimiento de Leonardo Favio
Por Silvina Gianibelli | Foto: Florencia Etcheto
Probablemente los recuerdos acierten en un tipo de ficción que vuelve permeable al alma y uno entra en una devenir dialógico con ellos. Quizá hablen por sí mismos o seamos nosotros quienes necesitamos trascender en nuestra propia existencia a través de ellos, que los volvamos míticos.
Nada más y nada menos que lo que Roland Barthes llamó “la presencia en la ausencia”. ¡Quién sabe el orden de lo que nos habita! Buena o mala suerte, como en los cuentos chinos, lejos de dudar de ellos ni mucho menos pensar que el pasado fue mejor; Leonardo Favio en el documental dirigido por Alejandro Venturini, recuerda que el primer film que vio en la niñez fue Rashomon de Akira Kurosawa.
Y pensándolo en su propia dimensión y sin salir del asombro amoroso, uno siente que no podría haber mejor nacimiento en la vida de un cineasta que el verdadero impacto por esa obra de arte magnánima del mejor director de todos los tiempos. Porque si de nacimientos se trata nadie puede negar que tanto el legado de Favio como el de Kurosawa son hacer nacer el cine en los términos del sueño y la amorosidad.
Quizá los italianos neorrealistas lo hayan atravesado en sus entrañas, en sus formas de componer las imágenes y en la trascendencia de lo simbólico pero él elige el recuerdo de la mayor fuerza poética del cine: Japón. Cuando Favio nace cada año, nacen nuestros propios amores cines, nuestras utopías siempre semillas fecundas de él, de su ensamble fraternal con el poeta más grande: su hermano Zuhair Jury, compañero neorreal y mágico.
Y ahí vamos atravesando las banderas, también verdugas, sin escapar a lo que nos tiende una trampa: el amor total y el cuidado exhaustivo hacia el otro que espera sentado expectante un nuevo haiku.
¿Qué es el cine? Eso que Favio podía prever en las imágenes que sólo él veía sentado en largos silencios buscando la mejor forma de dar amor.