Yo te conozco
Por Santiago Gómez
Las fotos de manzanas chilenas en los supermercados, mientras los productores argentinos tienen la fruta para vender, me recordó el precio al que tenía la manzana en el 2001 el dueño del supermercado en el que trabajé. Yo te conozco, nos decía. Yo te conozco. Dieciocho centavos, las tenía. Hoy serían unos dos pesos con cincuenta. No están dos pesos con cincuenta la manzana en Argentina ni el productor las vende a ese precio, pero en Chile están más baratas y así se empieza. Si los productores argentinos quieren que el supermercado les compre, que bajen los precios. Y así hasta que tengan el precio más bajo y cuando eso pase, el supermercado terminara comprando la producción total, porque nadie produce. La primera vez que vi un membrillo en mi vida también fue ese año, en Mendoza, supe lo que era cuando pregunté cuál era el nombre de esa fruta en el piso.
Entré a trabajar en el supermercado en el 2000 con veinte años. Un compañero de buceo era jefe de fidelización, el área que se ocupaba de la tarjeta con la que sumaban puntos los clientes. Él venía de la gerencia de marketing de un banco, yo de trabajar de cadete para Ernst & Young, una multi que se ocupa de los balances de las otras multinacionales. De la empresa me echaron, supe que mi compañero buscaba alguien para laburar, me ofrecí y me citó en la cafetería de otro supermercado para que le entregue el currículum. Vamos a resaltar que trabajaste en marketing en el diario Perfil, me dijo.
El trabajo en el diario duró poco, los meses que llevó hasta que el dueño avisó en una contratapa que nos dejaba sin trabajo porque estaba cansado de tirarle margarita a los chanchos. Un canillita de un puesto de diario en la avenida Naón me avisó del despido. Hola, buen día, vengo de Perfil para hacerle una encuesta, dije, y el canillita largó una carcajada. “¡Te quedaste sin laburo, pibe! ¿Vos no lees el diario?”.
No, no sólo no lo había leído, sino que se lo compré al gracioso y lo tuve guardado hasta que nos vinimos a vivir a Brasil. En ese tiempo también compraba la revista Veintiuno, de Lanata y Tenembaum. Mis jefes en Perfil ponían cara de asco cada vez que me veían con el último número. Fue en esa revista que los leí a Lanata y Nelson Castro repudiar lo hecho por Fontevecchia, por la cantidad de compañeros que habían dejado en la calle, periodistas que habían renunciado a otros medios por haber creído en la palabra del director del diario. También fueron Lanata y Nelson Castro los columnistas estrellas cuando PERFIL reapareció como semanario.
Trabajando en el supermercado supe qué es lo que hace Lanata. Fue después que puso en la tapa al viejo dueño del supermercado, hijo de un carnicero gallego, que pasó a tener la cadena de supermercados nacional más grande del país. En la tapa se lo veía a él y la deuda millonaria que tenía con el fisco, algo así como la de Cristobal López. El viejo hizo subir a todos los jefes de la gerencia y cuando el mío volvió nos contó lo que había pasado. Quién atendió al gordo, preguntó el viejo. Díganme quién carajo antendió al gordo porque el gordo siempre llama y te dice qué tiene para que no lo publique. Con la desazón de saberme engañable, recordé que él siempre decía en su programa “llamamos a la otra parte para ver si tenían algo para decir, pero no contestaron”.
Mi trabajo consistía en ocuparme de la distribución de los premios a las personas que habían llegado al puntaje mínimo, por lo que tenía relación con proveedores de correo. Por eso me quedó claro por qué Lanata destinaba programas en denunciar el tremendo crimen nacional que cometían los que intentaban sobrevivir con una empresa de correspondencia no registrada, mientras el país se prendía fuego. Lo auspiciaba el Correo Argentino privatizado.
El correo que repartía los premios del supermercado era el del principal diario argentino. Los promotores de la grieta le pusieron Unir a su servicio postal. El servicio era nefasto. Como el supermercado era el principal auspiciante del diario, cuando al hijo del dueño se le ocurrió crear la tarjetita, así la llamaba el viejo en las reuniones, apareció el diario a decir que dentro del grupo tenían una empresa de correspondencia y acordaron un paquete de entrega certificada, extremadamente económico. No tenían cómo sostener una buena prestación a ese precio, pero igual lo vendieron. Aprendieron con el tiempo.
Mi compañero de buceo se fue a trabajar a Estados Unidos, nos quedamos sin jefe durante un tiempo y aunque le dijera al gerente que el vendedor del correo llamaba reclamando el pago, él no firmaba la factura. Mi jefe no la había firmado, dijo que el laburo no lo habían hecho, eran cientos los reclamos que entraban por día de clientes que reclamaban que no les llegaba el cheque para cambiar por mercadería, el correo no entregaba las planillas para comprobar la entrega, así que sobraban razones para no pagar. El gerente no se preocupaba al respecto, estaba seguro que al viejo no podía molestarle retrasar los pagos, así creció su empresa. Hasta que un día la deuda con el correo llegó a los ciento veinticinco mil pesos, dólares en aquel entonces.
Fue la reunión más corta de mi vida. Estaba el segundo del viejo, el grandote le decíamos nosotros, era el que se ocupaba de las compras del supermercado. Por el correo había un director del grupo del diario, un viejo con pinta de caballero inglés. Estaba también el vendedor del correo, me debía llevar unos diez años, y mi jefe, un hombre con panza dura, químico, que cuando la investigación lo mandó a lavar los platos, estudió administración de empresas en una universidad privada para conseguir un salario con el que mantener a la familia. Venía de una AFJP.
Mi jefe creyó que debía comenzar la reunión hablando él, quiso explicar cómo se había llegado hasta ahí y el grandote lo interrumpió preguntando cuánto. Escuchó la cifra y dijo “te pago con cheque ciento veinte, ciento cincuenta y ciento ochenta o setenta por ciento en Patacones y el treinta a noventa días”. El caballero inglés perdió la compostura de una carcajada. ¿De qué te reís?, dijo el grandote. Voy otra vez, dijo sereno y repitió la oferta. Como un señorito, el director del grupo aceptó los bonos.
Unos meses después el país estallaba. El 19 de diciembre en la empresa la preocupación eran los saqueos. Por el mail interno circulaban mensajes de los supervisores de caja, jefes de áreas, gerentes de sucursal, “¡VAMOS A DEFENDER LO QUE ES DEL SEÑOR ALFREDO Y LA SEÑORA GLORIA!”. Lo leía y no podía creerlo. Como estaba entre los pocos empleados que podían enviar mails externos, yo reenviaba todo, compartiendo mi indignación. Cómo es posible que quieran enfrentarse pobres contra pobres para defender la de este viejo hijo de puta, escribía una y otra vez y reenviaba. Mi hermana, que trabajaba en el área de sistemas de una telefónica, me dijo que la cortara, que esas cosas las leen. No saquearon un solo supermercado. En la base de Monte Grande mandaron a los trabajadores a encuadrarse detrás de las rejas, con cadenas y los ganchos para las media reses. Eso sí, a la empresa de seguro le pasaron unos cuantos miles por destrozos.
La oficina en la que trabajaba era vidriada y daba al pasillo que llevaba al directorio y la oficina del viejo. Por ahí veíamos pasar al grandote rápido y sudoroso con el teléfono al oído. En el pasillo estaba cuando le escuchamos decir mientras hablaba por teléfono “Lo hacemos el jueves que se levanta el feriado dos horas. ¡Ya sé que el diario dice que el viernes lo levantan! ¡¿Pero, a quién le vas a creer, al diario o a mí?!”. El viernes me levanté, de camino al trabajo paré en el kiosco de diarios a leer los titulares y supe que el día anterior habían levantado el feriado cambiario y no cuando el ministro de economía había anunciado. Así empecé a conocer el poder real.
Me acuerdo también cuando empapeló las paredes de la empresa con los ejemplares del diario La Nación donde decía, bajo el resaltador, que el viejo era el que le había ordenado el estado de sitio al presidente. Para que quedara claro quien mandaba. En una de las reuniones a las que nos hacía asistir en el cine que hizo construir en la empresa, después que empezó a poner cines en los supermercados, reuniones que hacía los lunes a las siete de la mañana, una hora antes de nuestro horario de trabajo, el viejo dijo que si habían hecho los Patacones, él iba a hacer los alfredones. Después del estallido les empezó a pagar el treinta por ciento del sueldo con los alfredones, tickets que sólo servían para comprar en su negocio. Y era más cínico que los ingleses, porque te depositaba el sueldo en un banco que te daba el quince por ciento de descuento si pagabas con tarjeta. Nada salió en los medios, el sindicato de Cavallieri reconoció los bonos, tengo el acuerdo que firmaron.
Y después de la devaluación todo se puso más espeso. Comenzaron a circular los culatas del viejo disfrazados de SWAT, dos bonaerenses inflados a anabólicos que pasaban por el pasillo con ametralladoras. Después nos enteramos que habían hecho un curso con un grupo comando. La hija del viejo se apareció con un mercenario cubano de seguridad, uno de los latinos que fue a Irak por la green card. A nosotros nos ofrecían comprar dólares, nos vendían ahí. Con el volumen de guita en efectivo que el supermercado maneja, sus posibilidades de obtener ganancias financieras son inmensas, y el viejo compraba cheques a lo pavote.
Un mes después me echaron a mí. Una semana después de que mi padre se fue a España. Mi jefe me llamó a una oficina, me lo vi venir. Primero fui yo el que le dio la mala noticia a un amigo al que hice entrar y cuyas tareas estaban bajo mi responsabilidad. Después fue el hijo de una concejal de Temperley, donde el viejo conseguió instalar un supermercado aunque legislación municipal lo prohibía. Dijo que iba a empezar por los acomodados. En ese momento me pareció que había sido justo, que al menos empezaba por los que había entrado por corrupción. Qué pobres éramos. El viejo era el principal empleador del país con dieciocho mil empleados.
Mi jefe me explicó que yo era el más joven, que a Gustavo no lo podía echar porque tenía veintiocho años, no tenía más que el secundario y ya era inempleable. El Ruso era licenciado en administración de empresas y le servía mucho más que yo que era estudiante de psicología. Sabiendo a lo que íbamos, lo acompañé a la oficina del jefe de personal, un tipo igual a Drácula. Uno de esos pobres rígidos, obedientes, que a uno le da miedo hasta dónde son capaces de obedecer. Me explicó la situación de la empresa, me dijo que me podía ir por la puerta grande o la puerta chica. La primera opción era que renunciara y en cuanto las cosas mejoraran el señor Alfredo y la señora Gloria me volverían a llamar, era su compromiso con los que se habían comprometido con la empresa. La puerta chica era el despido y ahí no volvería.
Con el pecho apretado contesté que no era yo quien quería irse y que necesitaba que me despidieran para cobrar el seguro de desempleo. Nosotros te lo conseguimos, me dijo el conde guiñándome un ojo. Se lo agradezco, prefiero hacer la fila como cualquier hijo de vecino, contesté. Cuando salimos mi jefe me dijo que tuvo miedo de lo que pudiera contestar. ¿Te pensás que soy boludo? Boludo no, con el verso de la carta de recomendación renunció un pibe de la imprenta que le decían que tenían causa para echarlo porque había usado internet para cosas personales. Como tiene una nena chica, creyó que sin la carta le sería más difícil conseguir trabajo y renunció, cinco años de indemnización se perdió, me contestó.
El que peor la tuvo fue un compañero diseñador gráfico. Le ofrecieron diez mil pesos para que se fuera, le correspondían catorce, así que no aceptó. Cuando volvió a su casa la mujer le dijo que agarre, que ese trabajo ya le estaba haciendo mal, que con la plata podía hacer otra cosa. Ahora son siete, le dijo Drácula cuando mi compañero lo fue a ver, y si venís mañana son cinco mil. Decidió que no se iba, le atormentaron la vida, lo mandaron a una sucursal a revisar precios. Pasadas unas semanas Drácula lo citó y le dijo: Nene, yo negociaba con los montos con un fierro arriba de la mesa, te vas por la puerta o te vas por la ventana. Y nosotros sabíamos que el viejo no era un nene de pecho.
"Dejalo seco en una zanja", era un comentario que hacíamos entre los compañeros de trabajo, después de que el viejo lo tirara en una reunión. Mientras el país se derrumbaba él inauguraba hipermercados por el sur de la provincia de Buenos Aires y como muchas personas no llegaban por la distancia, creó su propia línea de colectivos para ir a sus supermercados, las personas sólo tenían que estirar la mano para que las llevaran gratis. Generó resistencias en los dueños de las empresas de colectivo, conflictos entre los concejales, parece que alguno estaba muy resistente y el viejo espetó: si rompe mucho las bolas, dejalo seco en una zanja.
Y aparecen otras vez las filas en las veredas con personas buscando trabajo y es como con las manzanas. ¿Aceptás menos o te quedás sin nada? Y los de las manzanas, los laburantes, miran al Estado que les dice “a mí no me miren, son cosas entre privados, arréglense entre ustedes”. Algunos no van a cambiar nunca.
Si en los cumpleaños les enseñaba a los sobrinos cómo robar camiones. Era cuatrero. Por eso cuando hicieron la gran campaña de marketing con el Yo te conozco, no encontraron un solo carnicero que hable bien del viejo. En los noventa compró lo que se remataba del Hogar Obrero, muchos de sus supermercados están donde antes decía SuperCoop. Con la devaluación del 2002 sólo se le pudieron parar Coca Cola y VISA, se había acabado eso de pagar a noventa días. Pero Cambiamos y volvió todo de vuelta. Otra vez los productores regionales a ser forreados por el pibe de compras de un supermercado que no sabe que lo que hace lo perjudica.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)