Fuego en un taller clandestino: a 11 años del incendio que causó 6 muertes y sigue impune
Por Gabriel Blanco
Son las seis de la mañana. En una hora Luis será uno más de la manada de costureros que estarán frente a sus máquinas de coser Typical, sentados en las sillas negras de metal con respaldo de barritas verticales y almohadones blandos sin mucho relleno. Quién sabe, tal vez hoy tenga suerte y le toque alguna de las sillas de madera oscura con tapizado vertical rayado de color blanco y verde. Esas son más cómodas y se trabaja mejor porque el almohadón tiene resortes y el relleno es mucho mejor que el de las metálicas.
El reloj marca las dos de la tarde. La melodía disonante de agujas que suben y bajan a gran velocidad haciendo girar como una calesita de barrio al rollo de hilo ya es insoportable, al igual que el calor que emanan los motores de las máquinas que no se detienen. Ellos, los costureros, se acostumbraron a soportar. No les queda otra, es como dice Sara: “La situación está fea, primero éramos tres familias nomás, después fue llegando más y más gente, muchos se enferman, un niño casi se electrocuta… nos queremos ir pero no nos pagan entonces no tenemos adónde”
A ojo, la planta baja del galpón tiene doscientos cincuenta metros cuadrados. De las setenta y seis personas que aquí viven, veinticuatro son menores. La mayoría de los costureros son de Cantón Cohana – un pueblo muy pobre de Bolivia - y no tienen documento. El sol hace malabares para penetrar los huecos de cemento de no más de cuarenta centímetros de alto por cuarenta centímetros de largo que están en el frente del taller, por encima de la puerta de entrada con reja y de los portones laterales. Por esto los tubos de iluminación en el techo son dobles.
El entrepiso es de madera. Las habitaciones de tres metros de largo por dos cincuenta de ancho están separadas por paredes levantadas con madera, tela y cartón prensado. Los colchones son finitos, están en el piso, y se comparten. El sonido de la televisión y los tres ventiladores enchufados a una precaria conexión eléctrica se mezclan con las risas de los más chiquitos que por orden del capataz Correa “tienen que estar arriba para que no afecten la producción de abajo”.
La alarma del despertador suena un rato antes que los subtes comiencen su recorrido. De a poco Luis Rodríguez va abriendo los ojos. Sigue cansado. La última tanda de pantalones la terminó de coser hace tres horas. A su derecha Sara, su compañera en la vida, le regala una sonrisa mientras se despereza. Luis se acerca al colchón en el que duermen sus hijos Harry y Kevin. Apoya en el piso su rodilla izquierda con mucho cuidado para no despertarlos, mientras todo el peso de su cuerpo reclinado descansa en la derecha. Los besa en la frente. Bosteza una vez más. Se viste y baja las escaleras para lavarse la cara en la única bacha que hay en el taller. Tiene que esperar porque están lavando bastante ropa.
Se levantó con la esperanza que hoy después de cinco meses sin cobrar, los encargados Juan Manuel Correa y Luis Sillerico Condori paguen. Quizás con ese dinero que les deben podrá pensar junto a Sara en qué le regalarán a Harry, su hijo más pequeño, cinco días más tarde cuando le ayuden a soplar la velita para festejar su cuarto cumpleaños junto con Kevin, su hermano mayor.
En la planta baja, colgado en la pared color arena, a la derecha del almanaque Bolivia 2006 de la Fábrica de Hilos La Bobina, por encima de algunas anotaciones hechas con tiza blanca, Jesús en su última cena, dentro de un reloj, desde lo alto, los observara trabajar mientras la televisión que nunca se apaga impide que se duerman mientras producen en máquinas de coser puestas en fila como si fuesen pupitres de colegio. Jesús los va a mirar pero no les dará una mano. El sol sale aunque nadie pueda verlo aquí.
Cerca de las cinco de la tarde el cable de la televisión del entrepiso en el que Harry y Kevin duermen se sobrecalienta. El cortocircuito tiene un parto rápido y da a luz una pequeña chispa que en segundos se convierte en una gran llama. El fuego busca saciar su apetito devorando en pocos segundos paredes de cartón, telas, colchones, juguetes, ropa, zapatillas, medias, almohadas y todo lo que se le cruza por el camino. El piso de madera parece arena de playa en verano. El ardor en los pies es inevitable. Así debe sentirse caminar sobre la lava.
En la planta baja Luis está por empezar a costurar bolsillos. Algo huele mal.
¡Auxilio, auxilio que arriba todo se está quemando! -grita Flora, la cocinera del taller-.
Comienza la estampida hacia la pequeña puerta de entrada cuando Luis pierde de vista a su esposa en una mixtura de gritos y llantos.
Respira la explotación en forma de humo. Tiene miedo. Se sube a la mesa de una máquina para ver si hay matafuegos. Ve uno. Inhala bien fuerte. Atraviesa el campo minado de pantalones sin terminar. Toma el extintor. Trata de usarlo pero no tiene espuma, está lleno de algo que parece tierra. Tiene miedo. Se refriega los ojos con las manos. Logra ver como su esposa corre con Kevin hacía la salida. Desesperado trata de subir al infierno. No puede. Las llamas son como las de un soplete gigante. El cielo cruje.
Luis logró escapar antes que los restos del entrepiso cedieran. Está desorientado. Sara y Kevin están a salvo, pero ¿dónde está Harry? Luis se acerca a dos policías.
Por favor tienen que ayudarme… mi hijito está en el taller.
Uno de los dos lo mira, levanta su brazo y le marca.
Andá con él que es tu cónsul, Álvaro Gonzales Quint, él tiene que darte respuestas, pregúntale a él.
Acelera el paso. Se pone al lado del hombre señalado. En vano intenta llamar su atención. Quint habla por teléfono mientras lo esquiva como torero en una corrida. Luis no se rinde. Vuelve a intentar. De nuevo el diplomático logra evitarlo. Luis ya no sabe qué hacer. Se tira al piso y envolviendo con sus brazos una de las piernas del cónsul le ruega.
Por favor señor Álvaro usted es mi cónsul… necesito respuestas… ¿han rescatado a mi hijo?
Quint frunce el ceño disparando dardos de desprecio contra el hombre que de rodillas suplica. Lo mira. Respira profundo y escupe nafta en forma de palabras.
¡Qué querés! ¡Querés plata! ¡Querés trabajo! ¡Qué querés!
Luis se pone de pie. Su cara empieza a transformarse. La tensión fuerza al máximo los músculos de su rostro. Sus pequeños ojos se abren como flores. Sus dientes están al borde de quebrarse por la bronca. Siente como la sangre se acumula en su puño derecho casi exigiéndole a gritos que golpee la mandíbula de Quint hasta escuchar cómo se fractura. Míra directo a los ojos a quien debería darle una respuesta. Recapacita. Ese ser no vale la pena. La íra se va cuando lo empuja contra la pared. Él también se va, pero a buscar a su hijo.
Luis no lo sabe pero Correa al enterase del incendio no llamó a los bomberos, sino a los dueños del taller: “Se está incendiando la fábrica”
Los medios de comunicación informarán que en el incendio de Luis Viale murieron calcinados al no poder escapar del taller: Harry Rodríguez de tres años, Elías Carbajal Quispe de diez años, Rodrigo Quispe Carbajal de cuatro años, Wilfredo Quispe Mendoza de quince años, Luis Quispe de cuatro años y la joven embarazada Juana Vilca Quispe de veinticinco años.
Con una tristeza imposible de describir y la voz llena de pena Luis recuerda aquel 30 de marzo de 2006: “mi niño ha entrado en un sueño en el que nunca pudo levantarse”