La reforma penal del macrismo para criminalizar la protesta social
Por Santiago Asorey* y Esteban Rodríguez Alzueta**
En las últimas semanas el Gobierno agudizó su política represiva. Una represión que llega después de las movilizaciones propias, como la del 1A, que también implicaron la interrupción del tránsito y la demora para que muchas personas llegaran a sus puestos de trabajos. Sus protagonistas no llevaban palos ni capuchas, pero iban portando clises que tienen la misma capacidad de hacer daño que los palos de la policía. Palabras filosas que dejan una marca en la subjetividad de las personas, que recrean malentendidos y grietas sociales, que discriminan y hieren la dignidad de las personas. Una represión testeada con encuestas que el gobierno encomienda a sus consultoras privadas para ir midiendo las adhesiones que les va reclutando el periodismo empresarial a través de sus cadenas nacionales y las imágenes en loop. El macrismo sabe, por experiencia ajena, que no hay represión sin el consenso de importantes sectores sociales. Un consenso afectivo, más que racional, que averiguamos en la indignación de los transeúntes y automovilistas agitados por los movileros con sus consabidas preguntas sin vocación de interrogar.
La represión a los militantes de izquierda en la Panamericana durante el paro nacional, y a los maestros en plaza Congreso cuando querían instalar un aula itinerante, son ensayos menores pero ensayos al fin. Por un lado, mandan mensaje a la tropa propia que hace rato viene pidiendo una mano dura frente a este tipo de acciones colectivas, por el otro van instalando el uso de la fuerza represiva como parte del paisaje, instalando el temor entre los activistas con menos experiencia para disuadirlos de esas acciones.
Prueba de ello también, es la violenta actuación policial en un comedor popular en Villa Caraza, en el partido de Lanús, que incluyó no solo gases y disparo con postas de goma sino, como denunció Juan Grabois -dirigente de la CTEP (Confederación de Trabajadores de la Economía Popular) y del MTE (Movimiento de Trabajadores Excluidos)-, torturas a dos jóvenes que fueron detenidos desaparecidos durante varias horas por efectivos de la Policía Local conducida por el intendente de Cambiemos, Néstor Grindetti.
También lo que sucedió en una comisaria de la localidad de Pergamino donde 7 personas detenidas murieron calcinadas frente a la mirada impávida de los policías, o la violenta razzia que terminó con la detención ilegal de 20 personas en las movilizaciones por el día de las mujeres trabajadoras.
No fueron errores ni excesos, tampoco hechos aislados. Son actuaciones que hay que leer una al lado de la otra, al lado del encarcelamiento de Milagro Sala y la proscripción política de la Tupac.
La profundización y la sedimentación del plan económico llevado adelante por Cambiemos está acotando su marco de acción de política institucional. Cada vez resulta más claro que el modelo no cierra sin represión, sin criminalización y judicialización de la protesta social.
El agotamiento del macrismo para negociar y operar sobre el conflicto social se ve en diversos frentes. El Ministerio de Trabajo, paso de tener una relación “tironeada” con parte de la CGT a una confrontación abierta con sus dirigentes gremiales que incluyen amenazas de reforma sindical, denuncias de mafias, etc. El Ministerio de Desarrollo demora la reglamentación de la ley de emergencia social y después de fracasar en la cooptación de algunos sectores de la economía popular, ensaya un trato desigual para dividir a los movimientos sociales que están detrás y dejarlos solos y expuestos en la calle frente a la policías de la ciudad. El Ministerio de Seguridad relanzó el protocolo antipiquete que, dicho sea de paso, no tiene todavía, después de más de un año de su anuncio, una resolución con la firma de su ministra, Patricia Bullrich. Un relanzamiento acompañado de declaraciones extorsivas que van caldeando el ambiente y funcionan como incentivos morales a las fuerzas de seguridad.
En el marco de todas estas situaciones, trascendió un proyecto legislativo de Cambiemos para reformar algunos artículos del Código Penal de la Nación. No sólo agravan las penas sino que crea nuevas figuras para los delitos de abuso de armas, las amenazas y daños. Por un lado se prevé para el art. 104, una pena de uno a tres años “a quien participando en una manifestación pública utilice en contra de una persona elementos contundentes, proyectiles, elementos inflamables y objetos capaces de dañar la integridad de personas o bienes, o con la cara cubierta de modo de impedir su identificación”. Para el art. 149 bis: una pena de uno a tres años de prisión “a quien participando en una manifestación pública porte elementos contundentes, proyectiles, elementos inflamables y objetos capaces de dañar la integridad de personas o bienes, o actúe a cara cubierta de modo de impedir su identificación”. En el art. 149 ter., donde se consignan las amenazas, se eleva la pena de 3 a 6 años de prisión o reclusión. Para el art. 184, dedicado a los daños, que prevé una pena de tres meses a cuatro años de prisión, para el que destruyere o inutilizare una cosa mueble o inmueble, total o parcialmente, se agregan estos dos incisos: Inciso 6) “Ejecutarlo en sistemas informáticos destinados a la prestación de servicios de salud, de comunicaciones, de provisión o transporte de energía, de medios de transporte u otro servicio público”; inciso 7). “Fueran cometidos en ocasión de su participación en una manifestación pública mediante el uso o exhibición de elementos contundentes, proyectiles, elementos inflamables y objetos capaces de dañar la integridad de personas o bienes, o con la cara cubierta de modo de impedir la identificación del agresor.” Finalmente, el famoso artículo 194, “corte de ruta”, introducido durante la dictadura de Onganía después del Cordobazo, se propone completarlo de la siguiente manera: “La pena será de dos a seis años si dichos actos fueran cometidos en ocasión de una manifestación pública con el uso o exhibición de elementos contundentes, proyectiles, elementos inflamables y objetos capaces de dañar la integridad de personas o bienes, o con la cara cubierta de modo de impedir su identificación”.
La reforma está a la altura de las demandas del periodismo empresarial y los microfascismos de la vecinocracia. Una vez más, el objeto de la criminalización son los actores más vulnerables: los desocupados y precariados que, como dijo alguna vez el subcomandante Marcos, tuvieron que taparse el rostro para tener un rostro, empuñar un palo para ser tenidos en cuenta en una mesa de diálogo.
Para terminar, conviene hacer un poco de historia para evitar la demonización. Las capuchas y los palos en Argentina tienen una historia y nos remonta a las protestas del 2000, 2001 y 2002, incluso un par de años atrás también. Cuando los MTD empezaron a salir a la calle no cortaban las grandes rutas sino las arterias internas que comunicaban una localidad con otra localidad, o dos barrios dentro de la misma localidad. Las policías que mandaban a cubrir los corten eran los agentes de las comisarías de la misma zona donde vivían los trabajadores desocupados que estaban protagonizando el corte. Después de cada manifestación, durante los días posteriores, los policías empezaban a detener a las personas que habían estado en el corte. Los detenían porque los conocían, porque se los cruzaban todos los días. De allí que una de las estrategias que desarrollaron las organizaciones para evitar que sus militantes sean detenidos y hostigados por las policías, fue cubriéndose el rostro con un pañuelo. Luego, cuando empezaron a cortar las autopistas, las rutas y los puentes, hubo que sortear también las filmaciones policiales o los agentes de inteligencia ordenadas por los fiscales o jueces, material que luego utilizaban para armarles causas y extorsionar a sus militantes.
En cuanto a los palos, no estaban para partírselos a nadie en la cabeza sino para intimidar a los automovilistas patoteros que se abalanzaban contra la movilización hasta atropellar a manifestantes entre los que se encontraban niñas, niños, mujeres embarazadas y ancianos. Fueron muchas las personas heridas, inclusos hay algunos muertos, producto de este tipo de provocaciones. Además, en un contexto de represión, las piedras y los neumáticos incendiados, era una estrategia de autodefensa para contener el avance de las fuerzas represivas mientras se replegaban los y las manifestantes. En otras palabras, si la policía no está para cuidar a los manifestantes en el ejercicio de su derecho a protestar y peticionar a las autoridades, hay que desarrollar prácticas solidarias de cuidado entre sí.
En definitiva, los tiempos se están acelerando y la protesta social le imprime a la política otra velocidad. Conviene no minimizar aquellas represiones, ni subestimar este tipo de proyectos. Se transformen o no en ley, se está preparando el terreno, están creando condiciones de aceptación para la represión. Es el momento de salir con respuestas de repudio rápidas, contundentes y creativas.
*Santiago Asorey, es escritor y periodista. Es Responsable del Area de Violencia institucional de la AGENCIA PACO URONDO.
**Esteban Rodríguez Alzueta, es investigador de la UNQ, director del Laboratorio de estudios sociales y culturales sobre violencias urbanas (LESyC). Integrante CIAJ y miembro de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional. Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad.