Lecciones de China en política científica y tecnológica
Por María José Haro Sly y Santiago Liaudat
Funciones modernas de la ciencia y la tecnología
Entre los siglos XV y XIX, con la expansión global de la modernidad y el capitalismo centrados en Europa, se extendió la idea de que la ciencia y la tecnología eran las herramientas fundamentales para alcanzar el progreso. Indudablemente se lograron grandes avances en el conocimiento y manipulación de la naturaleza, permitiendo notables mejoras en materia de salud, alimentación, transporte, confort, comunicaciones, etc. Pero además de estos aspectos positivos, la ciencia y la tecnología se constituyeron como poderosas herramientas de dominación. De hecho, el desarrollo de las metrópolis modernas fue de la mano con la subordinación colonialista de territorios y poblaciones en el resto del mundo. La supremacía científica y tecnológica europea fue una de las claves para alcanzar el dominio mundial, tanto en términos geopolíticos como económicos. La epopeya de la emergencia de Occidente trajo aparejado el silenciamiento del resto del mundo.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde esa postal de la modernidad. La aceleración de la historia que produjo el capitalismo industrial hace imposible condensar en pocas líneas la cantidad de sucesos que acontecieron desde entonces. Solo a modo ilustrativo podemos enumerar las independencias americanas, el despegue estadounidense y el neocolonialismo financiero y comercial en América Latina; la colonización europea de Asia y África; la irrupción alemana desde la unificación de 1871 y la búsqueda de “espacio vital” que condujo al choque con los viejos imperios en las guerras más brutales que conoció la humanidad; las revoluciones comunistas; el predominio de la superpotencia norteamericana frente a una Europa desangrada; la constitución de un mundo bipolar con la Unión Soviética como gran potencia; la Guerra Fría y la descolonización del Tercer Mundo; la revolución digital, la deslocalización productiva y la industrialización de Asia Oriental; la caída del muro, el “fin de la historia” y el neoliberalismo; la globalización, las crisis financieras y la re-emergencia de China.
Detrás de todo ese movimiento caótico, de ese ruido, hay, sin embargo, una constante, una melodía que ha sonado ininterrumpidamente. El desarrollo científico y tecnológico continuó sirviendo de acuerdo con aquellos dos parámetros de la modernidad. Por un lado, año a año aumentó el conocimiento y la capacidad de manipulación de la naturaleza, permitiendo un progreso verificable en diversos ítems. Sin dudas, uno de los indicadores más sobresalientes ha sido la disminución de la mortalidad y el aumento de la longevidad de los seres humanos. Pero, por otro lado, creció la conciencia respecto a la centralidad de la arena científica y tecnológica como instrumento de dominación (incluyendo aquí la lucha económica, la competencia geopolítica y la dominación social). Una de las condiciones fundamentales para constituirse en potencia económica y política reside en contar con un poderoso andamiaje científico y tecnológico.
Por una y otra razón, la ciencia y la tecnología se volvieron también armas en la lucha por la liberación de los países subdesarrollados por el (neo) colonialismo. No hay proyecto soberano en el Tercer Mundo que sea viable sin una política duradera en esta área. Enfatizamos lo de “duradera” ya que la construcción de capacidades científicas y tecnológicas no es un proceso de corto plazo. Por el contrario, y debido a su carácter acumulativo y sistémico, requiere de esfuerzos sostenidos en el tiempo. Pero además de un esfuerzo de inversión (con la complejidad que esto supone en realidades nacionales duramente castigadas por la desigualdad y la pobreza, entre otros males sociales), se requiere de una política que oriente a la actividad científica y tecnológica para que efectivamente sirva al desarrollo de estos países y que no operen como engranajes menores de un sistema de producción de conocimientos con centro en el Norte Global.
En nuestros términos, para que la ciencia y la tecnología dejen de ser herramientas de dominación y se vuelvan instrumentos de liberación es preciso una firme política con sentido soberano. China tiene valiosas lecciones para darnos al respecto.
Una apuesta estratégica a la ciencia y la tecnología
Según importantes autores como Giovanni Arrighi y Enrique Dussel, China fue la mayor potencia económica y tecnológica en dieciocho de los últimos veinte siglos. Realizó enormes contribuciones al progreso de la humanidad, desde la invención del papel, la imprenta, la pólvora, la brújula, sólo por mencionar los principales ejemplos. Por otra parte, el papel de la educación en la burocracia China y los exámenes para el mandarinazgo desde tiempos confucianos (600 a.C.), colocaron siempre al conocimiento como aspecto central del desarrollo y el poder. Joseph Needham, prestigioso historiador británico, publicó 27 tomos intentando responder a uno de los grandes interrogantes de todos los tiempos: ¿por qué China fue superada por Occidente en ciencia y tecnología a pesar de sus éxitos anteriores?
La emergencia de la Europa industrial condenó a China a la posición de un país subdesarrollado. Las Guerras del Opio a mediados del siglo XIX representan el momento de ese sometimiento y degradación. Debilidad que fue explotada no solo por británicos, franceses, rusos, alemanes y portugueses, sino también por el imperio japonés, que llegó a anexarse parte del territorio chino hasta fines de la Segunda Guerra Mundial. Un “siglo de humillación”, según la expresión utilizada en China (百年国耻), antecedió a la fundación de la República Popular en 1949. Los dirigentes surgidos de la revolución tenían la inmensa tarea de desarrollar un país devastado por la guerra y el atraso. Para lo cual otorgaron desde el inicio un papel estratégico a la ciencia y la tecnología.
Es posible distinguir tres grandes momentos en esa historia. En primer lugar, el período bajo el liderazgo de Mao Zedong (1949-1978), tuvo avances y retrocesos en materia de ciencia y tecnología. Entre los avances puede destacarse, por un lado, el desarrollo exitoso y de manera independiente de la bomba atómica (que le permitió después sentarse a negociar con autonomía en la mesa de las grandes potencias) y, por el otro, la elaboración de concepciones estratégicas que continúan hasta la actualidad (por ej., “la política en el puesto de mando”). Entre los retrocesos, hubo idas y vueltas en la relación con los intelectuales y científicos, que en algunos casos condujo a persecuciones y desarticulación del sector, con un alto costo humano y económico. Nos referimos al Movimiento de las Cien Flores (1956-1957) y a la Revolución Cultural (1966-1976). Ambos momentos animados por un interesante espíritu de crítica y revisión, pero que culminaron en procesos autoritarios y violentos.
En segundo lugar, tenemos el período que se inicia con la muerte de Mao en 1978 y la emergencia de Deng Xiaoping como principal líder. En ese marco se establecen las Cuatro Modernizaciones como camino a “la Segunda Revolución”. Una de estas grandes líneas de acción era el fomento a la ciencia y la tecnología. Desde entonces, y a lo largo de medio siglo, el gobierno chino sostuvo una política de crecimiento y consolidación de su potencia científica y tecnológica invirtiendo en parques tecnológicos, orientando la ciencia y la tecnología al desarrollo experimental (y no a la ciencia básica) y colocando al sistema científico y tecnológico en función del proceso de industrialización acelerada. Bajo ese esquema China se convirtió en la “fábrica del mundo”, aunque todavía centrando su crecimiento en manufacturas de bajo valor agregado o ensamblando componentes de alto valor desarrollados en los países centrales. Sin embargo, este extenso período le permitió a China desarrollarse en el marco de la globalización, sin perder el control soberano sobre resortes claves de la actividad económica.
Con la firme guía del Estado, la industrialización china fue escalando año a año hacia eslabones de mayor valor. Es una de las razones por las que hoy es el motor de la economía mundial, a pesar de haber ingresado a la globalización como socio menor, productor manufacturero de bienes de consumo. En la actualidad China no solo es la mayor economía productora y exportadora del mundo y principal destino de las inversiones extranjeras directas, sino que además, y favorecido por la pandemia, emerge como potencia en las áreas financiera, militar, cultural y diplomática. Y, en particular, el avance alcanzado en materia científica y tecnológica le ha permitido en la última década escalar hacia una producción con alto valor agregado, disputando en ciertas áreas incluso la supremacía de las grandes compañías de la tríada Estados Unidos-Unión Europea-Japón.
Con estas referencias ingresamos a la tercera etapa, la actual, caracterizada por el liderazgo de Xi Jinping. China aspira a dejar de ser potencia emergente para constituirse en país desarrollado y gran potencia global. El eje de las medidas que caracterizan este período en materia de ciencia y tecnología, algunas de las cuales se inician antes del ascenso en 2013 de Xi Jinping a la presidencia, tiene que ver con el fomento a la innovación local. Por ej., en 2006 se lanza el plan decenal llamado “Programa Nacional de Medio y Largo Plazo para el Desarrollo Científico y Tecnológico”, en el cual ya no se confía en la buena voluntad de las empresas multinacionales para transferir tecnología a China, sino que se busca, mediante una política activa, una mejora del proceso de innovación autónoma o independiente (自主创新; zizhu chuangxin). Lo que incluyó la promoción de una visión integral de la innovación y la reinvención basada en la asimilación y absorción de tecnología importada, a fin de mejorar la capacidad de innovación nacional china.
Al cumplirse el período de diez años pautado en ese programa, en 2015 el gobierno lanzó el plan "Hecho en China 2025", planificación decenal que busca promover la industrialización con tecnología independiente. Tiene como objetivo fundamental incrementar la competitividad nacional en industrias de vanguardia y asegurar que los productos fabricados en el país escalen en las cadenas de valor. Para reducir la dependencia de tecnologías extranjeras, el objetivo central del plan es aumentar el contenido nacional de partes y componentes críticos de la industria al 40% en cinco años (o sea, para 2020) y al 70% para 2025. El profesor Zhang, especialista de la Universidad de Renmin en reformas económicas de China, señala al respecto: “70% es un ideal, un motor para enfocarnos en promover la transición tecnológica, si llegamos al 50% será excelente”.
La siguiente declaración del presidente Xi Jinping en 2015 es clave para entender el proceso actual en el cual China orienta su sistema científico y tecnológico hacia las tecnologías esenciales (core technologies), después de cuarenta años de apostar al desarrollo experimental y a la apropiación de tecnología extranjera:
“Sólo si las tecnologías esenciales (o centrales) están en nuestras propias manos, podremos realmente tomar la iniciativa en la competencia y el desarrollo. Sólo así podremos garantizar fundamentalmente nuestra seguridad económica nacional y la seguridad de la defensa... En el campo de la competencia tradicional del desarrollo internacional, las reglas fueron establecidas por otras personas (...). Para aprovechar las grandes oportunidades de transformación en la nueva revolución científico-tecnológica e industrial, debemos ingresar temprano mientras se construye el nuevo campo de competencia, e incluso dominar parte de la construcción del campo de competencia, para convertirnos en un regulador importante de las nuevas reglas de competencia y un líder en el nuevo campo” (el resaltado es nuestro).
Así pues, por todo lo dicho, China constituye un ejemplo cabal de ejercicio de política soberana en relación con la ciencia y la tecnología. Sin aislarse del mundo, con una fuerte orientación estatal, logró un desarrollo soberano que hoy le permite “desconectarse” -en términos de Samir Amin- del modelo global dominado por los Estados Unidos.
Un ejemplo concreto de desconexión
En febrero de 2020 el gobierno chino anunció la modificación de las pautas de evaluación guiadas por el Science Citation Index (SCI). Se trata de un índice que cuenta el número de citas que recibe un artículo científico (paper) dentro de un universo definido de revistas especializadas consideradas de excelencia. Este indicador, manejado por una compañía privada norteamericana (Clarivate Analytics), se ha vuelto, a pesar de los cuestionamientos, una medida estándar de calidad científica en el mundo. La asignación de fondos, el ascenso en la carrera científica, la adjudicación de premios, suelen guiarse por la cantidad de citas en SCI.
¿Qué esconde este índice y por qué China decide ponerlo en discusión en este momento de su desarrollo?
En primer lugar, el 97% de los artículos indexados en SCI están en inglés. Lo que da cuenta a las claras del predominio norteamericano ejercido en los últimos cincuenta años. Siempre hubo varias lenguas científicas en simultáneo, de la mano con las potencias en pugna (por ejemplo, inglés británico, francés y alemán convivían a fines del siglo XIX; mientras que durante la Guerra Fría lo hacían el ruso y el inglés norteamericano). Uno de los aspectos que se ha señalado reiteradas veces es que los hablantes nativos de inglés tienen ventaja en las evaluaciones de estas revistas especializadas por sobre aquellos que tienen el inglés como segunda lengua. En ese sentido, entre las medidas aplicadas en 2020, se destaca que China hace una decidida apuesta a instalar el mandarín como lengua científica internacional, mediante la obligación de sus investigadores de publicar un tercio de su producción en revistas nacionales. El gobierno confía que el importante volumen de la investigación de frontera en áreas como la inteligencia artificial o la ciencia de datos obligará a los científicos del mundo a consultar las revistas chinas a pesar de que estén publicadas en mandarín.
En segundo lugar, el Science Citation Index es parte del mercado oligopólico de editoriales científicas privadas. La base de revistas que utiliza, llamada Web of Science (WoS), privilegia publicaciones de las grandes compañías norteamericanas y europeas que controlan el sector (Reed-Elsevier, Springer, Sage, Taylor & Francis, etc.). El gobierno chino registra un drenaje de millones de dólares hacia estas compañías en términos de pago para el acceso a artículos o bien en gastos de publicación (los llamados APC, article processing charges). Uno de los efectos buscados por las medidas adoptadas es evitar esa pérdida de recursos e incluso captar recursos que se destinen a revistas asentadas en China.
En tercer lugar, y más importante que los puntos anteriores, el gobierno chino pretende ejercer un mayor control sobre los temas de investigación de frontera. Los índices globales de calidad científica (como el Science Citation Index, el Factor de Impacto o el índice H) actúan como una mano invisible -y la analogía con la mano invisible del mercado no es casual- que guían la producción científica de acuerdo con determinados intereses y agendas de investigación. Por lo que, mediante la discusión de la utilización acrítica y generalizada de estos estándares de evaluación “globalizados”, las autoridades chinas pretenden recuperar el manejo sobre la orientación de la investigación nacional de punta.
Este ejemplo acerca de medidas recientes adoptadas por China señala que el gigante asiático no solo está surgiendo en el mundo como gran potencia, sino que su misma emergencia está modificando ese mundo en todo sentido. En este caso, va a modificar el sistema de publicación científica y los sistemas de evaluación asociados tal como se consolidaron en las últimas décadas bajo el predominio del idioma inglés y los Estados Unidos de América.
Seis lecciones de política para un país latinoamericano
En una enumeración incompleta podemos destacar algunas enseñanzas. En primer lugar, una de las claves del crecimiento industrial chino fue aumentar la inversión en investigación y desarrollo (I+D) en forma sostenida e incremental. Así pues, entre 1990 y 2018 pasó de invertir el 0,7% al 2,1% de su PBI en esta área (sobre un producto bruto que además creció significativamente año a año). Es decir, en la década de 1990 la República Popular China invertía aproximadamente el mismo porcentaje del PBI en I+D que Argentina, y desde allí fue aumentando poco pero sostenidamente ese valor todos los años (a razón de 0,1% anual). Con esa política decidida, y en el marco de un conjunto más amplios de transformaciones, en veinte años China revolucionó la economía mundial y, en particular, modificó el mapa de la ciencia y tecnología. En términos absolutos, China representa actualmente más de 500 mil millones de dólares de inversión en I+D por año y es el segundo país del mundo con más citas científicas, solo superado en ambos indicadores levemente por los Estados Unidos. En materia de invención, cabe destacar que en 2019 superó a todos los países del mundo en cantidad de solicitudes internacionales de patentes. De ese modo, Estados Unidos fue superado por primera vez desde que en 1978 se estableció el Tratado de Cooperación en materia de Patentes de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI).
En segundo lugar, cabe destacar que este proceso fue guiado por empresas bajo diferentes formas de gestión estatal. Las cuales, lejos del cliché liberal que identifica Estado con ineficiencia, hoy se cuentan entre las compañías más importantes y competitivas del planeta. De hecho, China ha superado este año a Estados Unidos en la lista Fortune de las empresas más importantes del mundo. Con un detalle fundamental: el 80% de las empresas son conducidas bajo alguna forma de gestión estatal (incluyendo esquemas mixtos y otros formatos complejos de propiedad bajo tutela del Estado). En algunos sectores estratégicos existen tres o cuatro empresas (todas estatales) compitiendo por mercados e innovaciones tecnológicas generando un sistema pragmático en que existe la competición y la innovación continua, pero la propiedad es del Estado. Además, luego de la revolución de 1949, la tierra, los bancos y los recursos naturales estratégicos quedaron en manos exclusivas del Estado, aspecto que no fue modificado en tiempos de apertura comercial y globalización.
En tercer lugar, el desarrollo tecnológico de China no es un fin en sí mismo sino una herramienta para alcanzar los objetivos nacionales fundamentales. Por ejemplo, eliminar la pobreza. Meta que significó sacar de la pobreza a 850 millones de personas, logrando el 0% de personas por debajo de la línea de la pobreza extrema. Otros objetivos definidos nacionalmente fueron garantizar la soberanía alimentaria para la población china (que representa un quinto de la población mundial) y consolidar la soberanía nacional en términos políticos y económicos. La ciencia, la tecnología, las empresas públicas y privadas, los bancos, las universidades actúan articulados a las directrices del Estado en miras a alcanzar estas metas y el desarrollo inclusivo. En síntesis, el objetivo es que el crecimiento económico y el despegue tecnológico se den con el “pueblo adentro”, sin lo cual no se trata de un real desarrollo.
En cuarto lugar, un dato revelador son las proporciones en que China distribuye la inversión en I+D, en particular si lo comparamos con Argentina. China destina un 85% a desarrollo experimental, un 10% a investigación aplicada y un 5% a ciencia básica. Mientras que para Argentina los valores son de 16%, 50% y 34% respectivamente (CEPAL, 2018). Es decir, mientras que nuestro país destina el grueso de su esfuerzo en ciencias básicas (ya que buena parte de lo que se financia como investigación aplicada es -en los hechos- ciencia básica), China destina su inversión hacia metas concretas y alcanzables caracterizadas por los fines nacionales. Este camino es totalmente opuesto al que se ha descrito para las universidades e instituciones científicas latinoamericanas, en las que predomina el desarrollo de conocimientos básicos, que aun cuando tienen potencial aplicación industrial cuentan con baja probabilidad de apropiación local. Este aspecto es aprovechado por agentes de los países centrales en un proceso de “transferencia tecnológica ciega”, definido de esta manera porque es invisible a los ojos de la institución y el país periféricos que financian a los investigadores que generan el conocimiento.
En quinto lugar, el gobierno chino adoptó una política tecnológica, industrial y productiva que hizo caso omiso durante mucho tiempo de los derechos de propiedad intelectual. En particular, en las etapas uno y dos descritas anteriormente, cuando el país estaba acumulando capacidades, comenzando su industrialización y generando condiciones para el despegue, China tuvo una activa política de apropiación impaga de conocimientos. Desde violación de marcas comerciales hasta infracciones al derecho de autor (copyright), desde robo de conocimientos tecnológicos protegidos por patentes de invención a piratería informática. Este tema de la relación entre copia impaga de conocimientos y desarrollo, considerado tabú desde cierta moralina legalista funcional al orden mundial hegemonizado por Estados Unidos, debe comenzar a ser discutido en nuestros país, tal como lo fue en las décadas de 1960 y 1970. El contexto de emergencia, producto de la pandemia, puede resultar favorable para eso.
En sexto lugar, en China se sostiene parámetros culturales que son imprescindibles para sostener estas políticas. Por un lado, se mantiene una alta credibilidad en la planificación. El ascenso de los líderes políticos está atada al cumplimiento y ejecución de los planes quinquenales o decenales. Por otro lado, los ideales confucianos recurrentemente, y como hace más de dos mil años, colocan la centralidad de la educación y del esfuerzo meritocrático como canales de ascenso social. Por último, una mirada nacional de los asuntos universales, sin perder de vista la idiosincrasia propia ni mimetizarse con las tendencias internacionales de moda.
En síntesis, señalemos que al redefinir las reglas del campo científico China busca orientar definitivamente su sistema científico de acuerdo con las necesidades nacionales y al mismo tiempo posicionarse globalmente al promover otro centro de gravitación científica mundial por fuera de los parámetros establecidos durante la hegemonía norteamericana. La orientación de la economía y de la innovación a la resolución de problemas concretos en lo industrial, estratégico y social, esgrimen la idea de una ciencia desde China, para China, por China y en chino. Una ciencia que cuestiona la mirada ingenua de lo “universal” y que abandona las agendas de investigación definidas exógenamente. Cabe destacar que esa orientación se da no solo en lo tecnológico sino también en las ciencias sociales, que son pensadas como auxiliares de la política pública. Estos son algunos de los puntos clave del proceso del gigante asiático que pueden aportar lineamientos a la fundación de una nueva política científica y tecnológica autónoma y comprometida con el desarrollo social.
¿Esta concepción del desarrollo chino con “el pueblo adentro” podrá ofrecer un canal de desarrollo internacional menos desigual? ¿Repetirá China la triste historia del silenciamiento del resto llevada a cabo por Occidente? ¿Seremos capaces de extraer lecciones del modelo chino aplicables, con las mediaciones necesarias, a nuestra realidad latinoamericana?