Ahogo, un cuento de Martín Massad
Por Martín Massad
Ahora detestaba el agua. Una fobia, silenciosa se había apoderado de su mente al extremo de no poder ni asomarse al borde de la pileta. Por ese rectángulo de agua cristalina había sentido un profundo amor, de esos que se conquistan con el tiempo y la dedicación. Desde muy pequeña, con apenas dos años, María había recorrido cada centímetro cúbico del natatorio del club Olimpia hasta considerarlo como su hábitat natural. Había empezado a practicar natación por recomendación de su médico.
Su primo Ernesto, el hijo de su tía Juana, que era dos años mayor que ella, practicaba natación en el Olimpia. La cercanía de las familias de ambos y al apego que tenían los primos entre sí, derivó en el inicio de María en la natación. Al principio el trauma que sostenía María desde su nacimiento le dificultó la relación con el agua, y el hecho de permanecer sumergida aunque fueran unos segundos bajo el líquido transparente, que a los ojos de cualquiera parecía celeste, le resultaba imposible. Aunque mantuviera los ojos abiertos, una rara oscuridad se apoderaba de su mente al extremo de pensar en una muerte inminente. Pero ahí estaba Ernesto que ya había sorteado las dificultades de principiante y se sentía seguro de poder aguantar la respiración y nadar de borde a borde el ancho de la pileta.
Con el tiempo María fue perdiendo el miedo al agua y fue ganando confianza en Ernesto, quien avanzaba a pasos agigantados en su camino como nadador. Ella lo acompañaba en las competencias, primero municipales, luego provinciales y más tarde nacionales. Esos dos pibes ahora eran dos adolescentes que habían desarrollado sus físicos de una manera exuberante. Era difícil reconocerlos en antiguas fotos de la mano en el borde la pileta.
El progreso de María como nadadora también había sido excelente. Pensar en esa niña con dificultades para respirar semejaba a algo ajeno a esa adolescente que ahora recorría el largo de la pileta sin dificultades o más precisamente con holgura y grandeza. El Olimpia le había quedado chico a ella también y las competencias se le fueron dando tan bien que su deseo estaba puesto en seguir ganando y agrandando el tamaño de sus pulmones.
La pileta había torcido el destino de María. Esa niña que había sufrido tanto fue renaciendo de a poco, primero desde la superficie, luego desde la profundidad y por último desde todos los rincones de esa masa líquida que era impasible y alborotada dependiendo del momento del día y de los nadadores. Esos litros de agua eran el lugar donde María sabía sentirse feliz, cualquier complejo había quedado de lado gracias al apego con pileta. La rutina no era tal cuando estaba en el club. Del vestuario al natatorio, del borde un salto y adentro del agua pero la placentera sensación transformaba a ese repetido momento en único.
María y Ernesto ya no eran dos primos. La admiración que ella había sentido por él desde que eran chicos, ahora había mutado en algo que ambos creían parecido al amor. Los primeros síntomas fueron al unísono cuando él tenía dieciséis y ella catorce, luego de un campeonato en el que ambos habían participado. Las hormonas en pleno efluvio pusieron la iniciativa y en la oscuridad de la entrada del club Los Andes se besaron con ternura y timidez por vez primera. Luego, la nueva relación se desarrolló con toda naturalidad a pesar del parentesco. Con el tiempo ya ni se ocultaban ante la mirada de las madres de ambos. Blanqueada la situación, se permitieron disfrutarse sin condicionamientos ni escrúpulos. Los unía el presente, el pasado y la natación.
Seguían amando el deporte que a María le había permitido poder superar sus problemas respiratorios y meter la cabeza bajo el agua sin sentir la sensación de asfixia. Crecieron y siguieron juntos, tuvieron dos hijos que pronto hicieron sus bautismos acuáticos. Ya no eran aquellos nadadores obligados a ganar en cada competencia en la que se presentaban. Estaban más grandes y sus velocidades habían declinado. Sin embargo, Ernesto no podía soportar el hecho de no ganar más títulos y la próxima carrera era el momento de dar vuelta el presente.
Un dolor en el pecho, que aparecía y desaparecía, lo había llevado a Ernesto a hacer una consulta con el cardiólogo. La primer visita al profesional no había sido suficiente para tener un diagnostico preciso.
Ernesto desoyó la recomendación del médico, le dijo a María que, su dolencia, solo se trataba de un soplo menor en el corazón, que no corría ningún peligro y el sábado siguiente lo encontró en el vestuario de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires preparándose para la competencia. Afuera, en las grada al lado de la pileta estaban María y sus hijos.
“Tal vez sea mi última carrera, tengo que ganar y después si me podré retirar con el honor de haber ganado por última vez”, pensó Ernesto mientras esperaba en cuclillas el disparó que indicara el comienzo.
Se trataba de una carrera de doscientos metros en estilo mariposa, que Ernesto dominaba a la perfección. La largada de Ernesto fue perfecta, a estas le sucedieron los dos primeros largos con él al frente de los competidores. Cuando faltaba la última pileta la punta ya era compartida. Entonces Ernesto hizo un último esfuerzo pero su corazón no lo acompaño y se hundió ante la desesperación de María, que al instante se tiró al agua para poder sacarlo del fondo.
A pesar de los intentos de reanimación, los médicos no pudieron reanimar a que murió en los brazos de María con el agua, ya calma, como testigo del ahogo y la desolación.
Desde eso momento María no volvió al agua.