Antonio Carrizo, una metáfora de Buenos Aires
Por Alberto Nadra (en su blog)
Hoy murió Antonio Carrizo a los 89 años. La noticia impacta a millones de argentinos y sorprende a otros que en esta sociedad vertiginosa y con tantas lagunas en su memoria no oyeron siquiera hablar de él, enfermo y recluido hace años.
Los de mi generación crecimos escuchando su voz desde la radio, en casa o el trabajo, hipnotizados por su conocimiento enciclopédico, su capacidad para sacar lo mejor de sus entrevistados, sus agudos comentarios y hora tras hora, día tras día, una inagotable fuente de anécdotas de los más grandes personajes de la historia política y cultural argentina, que jamás se agotaba.
Todavía le quedaban muchos años por delante a mi viejo cuando me dejó como herencia la amistad de este hombre extraordinario.
Le interesaba particularmente lo que pensábamos los jóvenes de entonces. Me convocaba para charlar en radio Rivadavia, luego en Nacional, o a interminables tenidas bilaterales --donde jamás dejaba de estar presente Boca, otra pasión de su vida, en este caso compartida, claro-- en La Biela, en esa Recoleta tan suya, donde todo el mundo lo abrazaba y saludaba.
Luego que renuncié al PC, en 1989, su voracidad por conocer “ese mundo”, que criticaba sin piedad, pero a la vez admiraba y quería, impuso un intercambio donde poco le conté que no supiera (ni imaginaba que algún día escribiría mis “Secretos en Rojo” y mis labios estaban sellados para ciertos temas) pero él se empeñaba en discutirme desde el materialismo dialéctico al histórico, a Marx o al Che. A veces nos cruzábamos fuerte, tan curioso como intransigente en sus "verdades", pero también me deslumbraba con historias de vida increíble: “¿Querido (siempre me decía así), sabías que el “Gato” Barbieri, emocionado, lo conoció a tu viejo gracias a mí?” Resulta que el saxofonista latinoamericano más importante de todos los tiempos y uno de los más grandes de la historia del jazz, que tocó con los mejores, “era el que nos vendía los bonos de la campaña financiera del PC” en los ’50. Nada menos, y me lo dice como al pasar...
De la misma manera, ya en el nuevo siglo, algo que todos sabíamos, su conocimiento del tango y sus figuras, se me reveló en su verdadera magnitud, como la insinúan las siguientes líneas inéditas de mi amigo Norberto Colominas, que con Antonio escribía “Carrizo y el Tango”, cuando la enfermedad quebró su brillante inteligencia, tornó inaccesibles anécdotas, impidió recorrer los anaqueles de su interminable biblioteca y archivos tan inéditos como desconocidos. Aquel libro ya no será, pero en este Prologo que Colominas ya había redactado, y me hizo llegar hace unas horas, va mi homenaje a ese símbolo de la radiofonía argentina, pero sobre todo a un gran tipo, un enorme ser humano.
Extraña Buenos Aires, totalizadora como los dioses que vinieron en los barcos, destotalizada como el tango, esa música del antihéroe que si no llora, no mama y si no afana es un gil. Seductora, filosa, con todo el empuje caótico del siglo nuevo, del mundo viejo, la ciudad envilecida se traga una bengala y vomita el agua negra del subsuelo. Mata doscientos en una sola noche pero humilla pibes cada día. Siglo XX Cambalache. No nos une el amor sino el espanto.
Las palabras no inventan la realidad, sólo aluden a ella; algunas veces la niegan, otras la exaltan, o la justifican, y casi siempre la disimulan. Algunos quisieran privatizar la vida y reservarse el derecho de contarla. La eliminación del disenso es el sueño esvástico del pensamiento imperial, no importa si es Hitler, Stalin o Bush el que levanta la bandera de la unanimidad, ese ideal fascista. Estoy tentado de escribir no pasarán, pero no lo haré porque cada vez que escribimos eso, pasaron.
El fulano destotalizado es existencial, agonista. Las consignas le caen pesadas, salvo la de ir por la vida con los ojos abiertos para mirar y ver. Quizá algún día los descomunales asesinos del 76 pasen otra vez. ¿Quién garantiza lo contrario? ¿Acaso los descomunales asesinos de Irak? ¿Acaso Europa, que todo lo consiente por un vaso de petróleo?
Ayer nomás
A Borges se le hizo cuento que empezó Buenos Aires; a Carrizo, que empezó el tango. Si hace un rato tocaban a parrilla los primeros compases en el café de la esquina; si dos cafishos acaban de inventar esa danza de prostíbulo y abulia que todavía no multiplica 2x4; si Carlos Gardel, más francés que el camembert, aún entrena la gola cantando foxtros, pasodobles y rancheras, pero también gatos, zambas y otras canciones criollas que todavía no se llaman folklore; si unos extraviados vecinos de la otra orilla no habían difundido la fábula de que el morocho del Abasto nació en Tacuarembó. Pequeños homeros y su ilíada trucha del Río de la Plata. Homeros grandes como Manzi, Alsina Thevenet o Expósito jamás convalidaron esa tontería. Tampoco lo hicieron uruguayos serios como Juan Carlos Onetti, Eduardo Galeano, Alfredo Zitarrosa o Víctor Hugo Morales. Las cosas en su lugar: el tango nació en Buenos Aires y Carlitos en Toulouse, como lo demuestra con las escrituras en la mano Enrique Espina Rawson, nuestro gardelista en jefe.
Tango argentino, entonces, ya que también lo hay uruguayo, colombiano, finlandés, japonés y de innumerables geografías. Tango para todos y de todas partes, porteño y universal. De tango somos y de fútbol también.
Antonio y el tango
El vínculo de Antonio Carrizo con la música de Buenos Aires se inició en los 40 y llega hasta hoy. Ese amor correspondido atesoró poetas, cantores, músicos, orquestas; la épica sonora del tango, contraseña de los argentinos en cualquier lugar del mundo.
La vasta formación de Antonio nos devuelve, reelaborado, el nacimiento arrabalero del tango, desde las primeras composiciones hasta La Cumparsita; desde las guitarras robadas al flamenco hasta el bandoneón de Arolas; desde la maestría poética que alcanzó con Homero y Cátulo (¡qué injustas son las enumeraciones!) hasta el extraordinario desarrollo musical que le dieron Troilo, Di Sarli y más acá Piazzola. Tanto que a mediados del siglo XX el tango ya ocupaba junto con el jazz un lugar privilegiado entre las músicas del mundo.
Como el jazz, el tango no ha dejado de reinventarse para volver a ser, de un modo secreto, otro y el mismo; el de hoy, el de siempre. El tango no dejó de evolucionar porque nunca dejó de ser, con Buenos Aires, una y la misma cosa.
El tango es el sonido de esta ciudad llamada Buenos Aires, aunque nacida Santa María del Buen Ayre, en homenaje a la virgen que empujaba los barcos en los que navegaban hacia América los marineros andaluces, a fuerza de sextante y audacia, arrastrados por la pasión del oro. El puerto de Palos, de donde zarpó Colón, y las ciudades de Cádiz y Sevilla, sedes de organismos imperiales que regían estas tierras, son territorio andaluz. Así llegaron a Buenos Aires los Fernández, Pérez, Rodríguez, González, Gómez, Díaz y cuanto apellido grave terminado en z, descendientes de los moros castellanizados por Madrid. En esa tropa también vinieron judíos cristianizados como Saavedra y otros por el estilo, con doble a, y algunos esdrújulos como Álvarez. Pero los argentinos decidimos que en vez de andaluces eran gallegos (ya fueran del norte, es decir nietos de celtas, si eran rubios y de ojos claros; ya del sur, mezcla de vascos con gnomos portugueses, cuando salían petisos y cejijuntos). Hacia el 1350, con la expulsión de los árabes del sur de la península, el bisabuelo Abdul Nadim pasó a llamarse Juan Fernández, fue obligado a casarse por iglesia, a bautizar a sus hijos y a ir a misa los domingos. Pero aún con nombre castellano siguió siendo andaluz. Además, los apellidos gallegos tienen otra música: Longueira, Seoane, Oreiro.
Sur
El tango nació en esta geografía de metrópoli austral, sureña del sur, y se largó a vivir en una cultura portuaria hecha de fragmentos, de sobras, de retazos. Después creció hasta convertirse en uno de los fundamentos de identidad de Buenos Aires, la ciudad que en 300 años pasó de ser el fuerte perdido de sus dos nacimientos a la capital cultural de Sudamérica.
Esas extrañezas, esas encalladuras, esas contradicciones prepararon el humus que abonaría el nacimiento del tango, un sentimiento que se baila, y así entraría en la vida de los abuelos, los padres y los nietos, porque el tango es de todos, incluso de aquellos que aún no descubrieron lo mucho que les gusta. Los espero después de los 30, le dijo Osvaldo Pugliese a un grupo de estudiantes que admiraban su compromiso militante pero aún no habían sido alcanzados por el tango.
Esas extrañezas, la de los inmigrantes por ejemplo, que en realidad fueron exiliados, porque si bien entre nosotros encontraron tierra y sustento nunca pudieron superar ese estigma de origen. Inmigrante es una palabra escondedora, demasiado neutral para ser justa, un eufemismo que encubre el sentido más duro de expatriado, y aún el lúgubre de desterrado, que definen mejor la vivencia de quienes han debido abandonar su país a pesar suyo, para no morir de hambre, como hace un siglo fue el caso de los abuelos, o simplemente para no morir, como hace treinta años ocurrió con sus nietos, nosotros, quienes recién entonces pudimos comprender el dolor de aquellos tanos y gallegos, de aquellos "rusos", "turcos" y franchutes empujados a vivir bajo otro cielo.
Para los rioplatenses el tango es tierra propia, embajada y embajador al mismo tiempo, no importa el país dónde se escuche. Y es oportuno recordarlo porque el tango se nutrió de esas injusticias viejas y nuevas, de esas lágrimas cruzadas, de esas idas y vueltas por todos los océanos.
Por eso su instrumento emblemático no fue inventado por los quilmes o los quechuas sino por un gringo rubio, europeo del centro y no del sur. Ese instrumento fue inventado en Alemania por un luthier llamado Band, que nunca estuvo en la Argentina, que nunca escuchó un tango y que ya había muerto hacía mucho tiempo cuando Mi noche triste se tocó por primera vez. A Band se le dio por inventar un instrumento basado en la mecánica del fuelle; de ahí el apodo. Así nació ese hijo natural de la acordeona y el órgano, un cajón articulado amable para las manos, con el que se podía tocar música religiosa en las procesiones, ya que los órganos eran demasiado grandes para sacarlos a la calle, y las acordeonas demasiado mundanas. Ese híbrido pudo llamarse banda, bandeja, bandido, bandeirante, pero fue bandoneón.
Y el bandoneón --un inmigrante más-- fue trasplantado del incienso de las novenas al humo espeso del cabaret; de los velorios europeos a la triste alegría de los arrabales; de la mitra y el capelo a las alegres mascaritas. Una noche tosió en un patio alumbrado a querosén y fue adoquín, farol, Alumni; después madame Ivone, muñeca brava y Mimí como Ninón; de arranque Cumparsita y al final Corrientes, el puerto y otra vez los océanos, viaje a viaje y barco a barco. Gardel lo cantó en París para el asombro; Borges lo llevó en secreto a su Palermo de esquinas y cuchillos.
El tango está poblado de personajes más trascendentes que los hombres y mujeres que lo difundieron por el mundo, en el sentido de que Gardel fue más grande que su voz, que la suma de sus tangos, que sus películas, que su sonrisa y que su pinta. Por eso el plus, el mito.
Pero Antonio fue amigo de la persona y no del mito, de “Pichuco” antes que de Troilo, del polaco antes que de Goyeneche. Muchos lo admiran por los incontables logros de su carrera; otros lo recuerdan como presentador de aquellos bailes de carnaval en los que la gente se apiñaba para escuchar a las orquestas populares, o como adelantado del tango en televisión; en fin, como bonaerense que llegó de Villegas a los 22 años y se quedó a vivir como porteño.
La radio fue testigo del interminable diálogo de Antonio con todos los grandes: directores, poetas, cantores. Fueron célebres sus reportajes, desde los que realizó en radio El Mundo durante las décadas del 40 y el 50 hasta los que difundió por radio Rivadavia desde La vida y el canto. Material de una riqueza extraordinaria que sólo fue emitido una vez y permanece inédito en gráfica, casi virgen.
Su discoteca es parte de una vasta biblioteca en la que conviven incunables, fotografías, cartas, retratos, carátulas, portadas; la innumerable gráfica del tango. Este libro es apenas un índice de esa doble riqueza: la que guarda en su casa y la que lleva en su corazón.
Final
No hay tango sin ciudad. Arisca, imprevisible, víbora o ardilla según te vaya en la conquista, Buenos Aires aprendió a pedir cada vez más por hacerte un favor, a darte todo porque sí, y a quitártelo de un solo manotazo. Le sobra carpeta: va de la farsa al dolor y del llanto a la alegría como quien mueve un caramelo dentro de la boca. Hoy juega el cuatro del desprecio, mañana la sota de la compasión y nunca le adivinás el juego. Sabe aplaudir aunque no corresponda y sobre todo cuando corresponde. El siglo nuevo la hizo pragmática: ama el buen gusto pero negocia con el mamarracho. Buenos Aires es al mismo tiempo lo que hace de vos, lo que hace con vos y lo que te deja hacer.
No nos une el amor sino el espanto. Será por eso, Antonio, que la queremos tanto.