Boicot al éxito como mandato
Por Sofía Guggiari | Ilustración: Leo Olivera
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Me desveló en la mitad de la noche un pensamiento intenso y voraz. El reproche, se agazapa y espera escondido para atacar en el momento menos pensado: ¡Fracasé! Me quedé mirando al techo con una sensación insoportable, quería sacarme de encima a mí misma, esa mismidad que te enceguece. La sensación de fracaso me arrojó hacia el afuera de donde supuestamente debía estar. Y una vez vencida por la voz imperante y desde el margen de las cosas, percibí un cierto alivio, un estado de tranquilidad.
Escribo este texto desde el exilio del ideal. Desde ese estado que le continúa, el que le viene después de esa sensación de desesperación y martirio. Porque es desde este lugar, que quizás algo puedo decir.
¿Qué es el éxito? ¿Qué es el fracaso? ¿Por qué no podemos parar?
El éxito pareciera ser ese lugar del tiro al blanco, de puro blanco. Ese lugar al que nunca se le escapa el ojo de la bala: puro reconocimiento de lxs otrxs.
Nos enteramos de él también por los afectos e imaginarios que convoca. El éxito es un valor, un ideal. Funciona como objeto feliz, en el sentido en el que la filósofa feminista Sara Ahmed se refirió a todo aquello que imaginamos que nos podría conducir a la felicidad. Pueden ser objetos pero también valores, prácticas, aspiraciones. Si obtenemos “x” vamos a ser finalmente felices. Así, entonces, el fracaso podemos pensarlo como su opuesto. Nadie quiere ser el paria de la fiesta. Nadie quiere no poder pertenecer: el supuesto sufrimiento por no obtener ese objeto, el éxito, puede ser letal.
Entonces: ¿A qué o a quién fallamos si no tenemos éxito? ¿Es el fracaso una desilusión? ¿La desilusión no abriría entonces el camino a lo posible? ¿Es el amor, la dedicación, o la pasión por algo, realmente tener éxito? ¿Es un mandato de época? ¿Es incuestionable? ¿Podemos fallarle al éxito?
El éxito es el nuevo dios
Somos testigxs y parte de una época que vino a poner en jaque la creencia y la fe en las instituciones religiosas, como así también en muchas otras instituciones representativas de la modernidad. Lo que ocurre entonces con el imperativo de ser exitosxs, es que nos convierte en nuevos creyentes: el éxito es el nuevo dios, y a cambio de su don, nos exige sumisión.
Es la era en donde cada quien es una marca a vender, y la motivación para hacerlo exige cierto rendimiento permanente. Una y otra vez en discontinuidad, no se va, no se viene, se es. Cada quien, su propia empresa. Y claro, como toda empresa, si no se tiene éxito, adviene la quiebra, y pareciera, se nos está prohibido quebrar. ¡Que cansador! El sujeto del estrés permanente.
El fracaso entonces se presenta como esa caída del ideal/mandato exitoso. Ese lugar de no reconocimiento, de no pertenencia, de no felicidad.
Jugar a las escondidas
Siempre pienso en el juego de las escondidas. En la adrenalina y el placer que da esconderse de esa mirada hecha para buscar y encontrarnos. Ese lugar caído de la geografía del otrx que nos convoca. Ahí unx hace lo que puede, lo que no se debe, lo que no se anima, lo imprevisto, lo inesperado. Siempre espiando y esperando que todavía alguien nos siga buscando, porque eso sí, sin el otrx no se puede jugar. El escondite es esa frontera entre ser objeto de la mirada del otrx, a modo de mandato, pero pudiendo evadirse detrás de alguna puerta, debajo de algún armario, o incluso inventando un otro lugar.
¿No será desde ese posible escondite, desde donde se puede desplegar la singularidad de cada quien?
Quizás el alivio advenga en la posibilidad de correrse un poco de ese ojo imperante, de buscar ese otro lugar donde no seamos vistos por el mandato que todo lo pide, y siempre exige un poco más. Producir nuestro propio escondite, producir desde ahí, usarlo de vez en cuando, para hacerle burla a ese relato que dice que hay que ser exitoso para ser feliz, que nos deja en la rueda del hámster. Y jugar, claro, también, ¿por qué no?, como estrategia para una vida más vivible.