Consumos culturales: el “dembow” de nuestra época
Por Rodrigo Lugones | Foto: Dale Play Records
Coches raros, chicas, caño y que el mundo te diga que sí.
“Los días pasan”, Don Lunfardo y el Sr. Otario
En el lapso de vida que lleva este nuevo siglo varios paradigmas han caído. Sucedieron hechos capitales que vale la pena consignar: una pandemia que en términos de muertes y cracks económicos puede parangonarse con una guerra mundial, la muerte de Diego Armando Maradona, la de un Rolling Stone (Charlie Watts), el retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán (en lo que significó una derrota catastrófica para el imperialismo yankee, similar a Vietnam) y el ascenso económico sostenido chino, sólo por mencionar algunos de los momentos más significativos de la nueva década que se abre en el marco temporal del siglo XXI.
En términos de consumos culturales, el retorno del formato single (aunque ahora digital, favorecido por las plataformas musicales de streaming), la hegemonía de Instagram como la red social predilecta para comunicarse entre los jóvenes, así como también el crecimiento de nuevos comunicadores que se abren paso gracias a YouTube o Twitch (plataformas que permiten realizar vivos y luego revisitarlos, incluso también manejar una plantilla de suscriptores con aportes fijos que monetizan ganancias en dólares) creó toda una subcultura joven contemporánea que tiene como música de fondo el trap o el dembow, como un ritmo previo que luego se desenvolvería como el soundtrack del espíritu de nuestra época.
Cantantes latinoamericanos de géneros urbanos herederos del dance hall , el dub y el raggamuffin de los años 90, maridado con el merengue, el hip hop, la música boricua e incluso la cumbia, que resplandecen en gigantes pantallas led suspendidas en la fachada de Time Square nos dan la bienvenida a una época donde el dembow (el patrón rítmico que originó las bases sobre las cuales Daddy Yankee, y antes El Roockie, o Vico C o El General construyeron lo que más tarde daría en llamarse “reggaetón”) parece haber llegado al cénit de su apogeo.
Jimmy Fallon, el presentador de TV estadounidense da cuenta de ello, haciendo que Bad Bunny y Residente, así como la cantante rosarina Nicky Nicole lleguen a su late nigth show de la NBC de Nueva York (logros que ni Soda Stéreo, Miguel Mateos, Spinetta o Charly García pueden ostentar).
Así, de unos cassettes “playeros” en los que sonaban beats programados por DJs con escaso presupuesto (la precuela boricua del hoy mega productor argentino Bizarrap), sobre los que MC´s rapeaban, inspirados en el reggae jamaiquino y la música popular centroamericana de los 80 y 90, surgió el reggaetón, nombrado por primera vez como tal por Ramón Luis Ayala Rodríguez (más conocido como Daddy Yankee). Género que sería combatido por el gobierno puertorriqueño, que tendría que lidiar con la censura y más adelante se vería en el podio de la popularidad absoluta cuando la colaboración entre Luis Fonsi y Dady Yankee en la canción “Despacito” alcanzó la mayor cantidad de reproducciones jamás obtenida por ninguna canción de ningún estilo nunca en la historia al día de la fecha.
El maridaje entre los sonidos jamaiquinos, la música de Puerto Rico, el flow del rap panameño y el gangsta rap de la Costa Oeste, parieron en un extraño sincretismo musical, una variedad de subgéneros que hoy viaja en los parlantes y auriculares de una generación de jóvenes que eligen bailar y olvidar, antes que detenerse a contemplar y reflexionar (y tal vez actuar) como ocurría antes con el rock and roll. El trap ha sabido mezclarse con la realidad latinoamericana para dar vida al “maleanteo”, la Cumbia 420, o a sus versiones argentinas más claras como las que expresan Duki, Trueno, Neo Pistea, u otro puñado de artistas que en sus liricas reviven las querellas clásicas del hip hop negro yankee de los años 90, pero con un ritmo mucho menos real en términos de violencia explícita y pasaje a la acción que aquel que llevaron adelante 2Pac y Notorious B.I.G en la última década del fin del milenio.
La presencia de la jerga del barrio (lunfardo o argot centroamericano), temáticas que bordean el éxtasis tribal de fiestas y noches interminables, marcas, lujos y ostentación, así como una caracterización de la mujer como objeto de consumo (que cuando es la mujer quien asume el rol protagónico revierte el sentido de su mensaje, pero no el contenido del mismo) se repiten sistemáticamente. Desde luego que todas las temáticas que tocan los géneros y subgéneros descriptos están sumidas en la lógica neoliberal dominante. No existe (en líneas generales) una auto-conciencia de parte de los y las artistas al respecto. Las cosas, tal cual son, simplemente son, y sólo son, y de hecho, se provee a quien escucha, a través de estos mensajes, de un imaginario ideal para que se desarrolle con más facilidad el frenesí del espiral del consumo. Pareciera no haber ocaso para las fantasías de este alimentado mercado de cuerpos y conciencias neo-colonizadas, donde los negros y las negras ya no buscan su libertad, sino ser incluidos en la fiesta millonaria del espectáculo contemporáneo. La parábola epocal puede describirse así: del deber ser Pantera Negra, al deber ser gánster millonario (o Mara, o Narco).
Imposible no pensar en los pasajes de Los condenados de la tierra de Frantz Fanon donde se refiere al baile como elemento neocolonial por su poder de “exorcizar demonios presentes en la realidad de los colonizados”. En el baile cuasi tribal, el cuerpo se disuelve en una marea de beats que lo arrastran hacia la compulsión de una danza irreflexiva (una forma de pseudo psicotización alegre). Allí el colonizado se desprende de todas las ataduras con las que lidia constantemente, al menos por un rato. Ese potencial catártico del baile, viene asociado a la descarga de tensiones libidinales de índole explícitamente sexual que son permanentemente remitidas en las líricas de las canciones. Fanon dirá que ante la dificultad de ser libre las 24 horas del día, entre las 21 y las 6 de la mañana el colonizado se libera en el sueño. Pareciera que en la Latinoamérica del siglo XXI, los colonizados nos liberamos en danzas tribales de ensueños húmedos, entre las 21 y las 6 de la mañana.
Sin embargo, existen algunos poetas que, en medio de toda la vorágine de la música urbana más adicta a las condiciones que propone el sistema para medir la efectividad del “arte” (cantidad de reproducciones, likes, compartidas, etc.), saltan la barrera de las convenciones y devuelven las pinceladas de la real contradicción en la que nuestra época sumerge a nuestra conciencia y nuestros cuerpos. Aún en el interior de músicas que no fueron pensadas, ni planeadas para dar lugar a expresiones de estas características, terminan surgiendo, como una especie de retorno de lo reprimido que siempre, de alguna u otra forma, se las ingenia para encontrar las vías de su inscripción.
La caja de ritmos, los sintetizadores, los ritmos latinos, el hip hop, las derivas de los soundsystem jamaiquinos, y la improvisación trazaron no sólo una etapa de democratización de la producción musical (con un consiguiente tsunami de nuevos artistas urbanos), sino que también encontraron la manera de vehiculizar un lenguaje a medio camino entre la lógica de las pandillas de Nueva York o Centroamérica, el diagnóstico y la denuncia típicos de la canción de protesta latina, así como también las formas en que la ansiedad, la depresión y la neurosis son síntomas que se experimentan aún en la cima de la fama y el éxito más abrasivo. La frustración emocional de cantantes multimillonarios, que ven el éxito en 10 minutos, y no está claro si van a poder sostenerlo, también se hace presente en canciones como “Goteo” de Duki.
El rock and roll parece quedar relegado en términos de agenda de redes y comunicación virtual. Pero en Argentina, el género urbano aún no puede cortar tickets como lo ha conseguido el rock que se hizo de los grandes estadios de la mano de Soda Stéreo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, La Renga, o Los Piojos, sólo por nombrar algunos ejemplos.
Pareciera que el gusto social de las juventudes se ha modificado, aunque ciertos parámetros siguen intactos. Incluso el cantante argentino de maleanteo, Zaramay, declaró en una nota para Filo.News que “Pato” Fontanet era una referencia ineludible para él. En la misma línea el joven rapero Wos, confesó una profunda admiración por el Indio Solari. Admiración que lo llevó a samplear una de sus canciones (“Luzbelito y las Sirenas”) para su canción “Luz delito”, a modo de cita musical.
No está claro aún qué rol jugará el rock and roll en los próximos años. Si se consolidará como una pieza de museo, que al decir de Michael Moorcock, nos confirmará que sólo fue una gran estafa. O si logrará sortear su ocaso para renacer en un nuevo giro terráqueo. Está claro que, al menos como música de fondo para transformaciones políticas sociales y culturales, por el momento no parece tener una presencia viva en Argentina. Nos queda como referencia aquella sentencia de Godard en su película sobre los Rolling Stones, One plus one (Sympathy For the Devil: “Seguimos esperando el Submarino Amarillo de Mao”.
Somos muchos y muchas quienes aún miramos el reloj y esperamos ver emerger de las profundidades del océano de la música, aquella maravillosa transformación que lo de vuelta todo.