Crónica de viaje: La vuelta al mundo en rojo y blanco
Por Adrian Camerano
Fito Páez, estás avisado: tus canciones también se cantan a 43.100 pies de altura. Lo hacen ahora mismo 300 tipos que coparon este avión de Emirates y gritan con ganas la clásica “Y dale alegría a mi corazón”. No son fanáticos del rosarino, ni mucho menos: viajan al otro lado del mundo para alentar a River en Japón.
“¡Y siiii señoooor, de la mano del Muñeco vamo´ a Japón!” retumba en el vuelo EK-248, con destino Dubai y posterior embarque a Osaka. La tripulación de la –quizás- mejor aerolínea del mundo no entiende nada: el canto la descoloca, y los modélicos rostros de las azafatas directamente se desfiguran cuando todos empiezan a saltar, juntos y al mismo tiempo, como en el tablón.
El Boeing 777-300 tiene un largo de 74 metros y es una verdadera nave. También va a los saltos. “¡El que no salta, abandonó!” grita la hinchada, justo cuando un azafato argentino se aventura en el caracú de la clase turista, para intentar mediar. Enseguida recula, transpirado, y el piloto manda decir que o la cortan o nos deporta a todos apenas aterrice. Si logra hacerlo, claro: la aeronave oscila cada vez más fuerte, y allá al fondo no importa nada: ya saquearon el barcito y un hincha de Caraza reparte tragos a dos manos.
El fervor sólo cede cuando por los altavoces anuncian que está próximo el aterrizaje. El trayecto en ómnibus del avión al sector de pasajeros en tránsito dura más de 30 minutos, y varios ya nos vemos compareciendo ante la policía árabe. Afuera se alcanza a ver a un hombre de turbante; un hincha tira “Cagamos, este es del ISIS”, y las risas disimulan los nervios. Pero el chofer del bus se saca el problema de encima y nos deja en las monumentales salas donde se espera el próximo vuelo.
Tras 18 horas de viaje, miro alrededor y respiro aliviado: me encuentro a salvo, en el aeropuerto más grande del globo: Dubai. Japón ya está más cerca.
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Osaka está en el centro-sur de Japón y tiene dos aeropuertos: Kansai y Haneda. En un vuelo más tranquilo que el anterior, Emirates nos deja en Kansai, una maravilla de la ingeniería construida sobre una isla artificial. El dato es comprensible cuando se cae en la cuenta de que los japoneses son muchos y tienen poco espacio: 127 millones de habitantes para apenas 378.000 km2; Argentina, por caso, es 7.3 veces más grande y cuenta con un tercio de esa población. Por eso, a los nipones no les queda otra que aprovechar cada metro cuadrado de terreno; si no lo tienen, lo inventan. Por caso, en Yokohama hay autopistas construidas sobre los trayectos de los ríos, y en el interior, es común ver huertas en apenas unos metritos de tierra.
De Kansai se sale en tren rumbo al centro de Osaka, una ciudad más razonable que la futurista Tokyo. Plano en mano, consultas en inglés elemental, ubicación del hotel de media estrella y a dormir, si se puede: mañana juega River.
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El invierno se hace sentir este 16 de diciembre de 2015, el debut “millonario” en el Mundial de Clubes. Será en el Nagai Stadium, a unas diez cuadras del hotel. Aprovecho para arrancar temprano y hacer “reconocimiento del terreno” antes del partido de semifinales, que será a la tarde-noche. En la calle, lo primero que impresiona son las guarderías para bicis instaladas en las veredas, todas al cuidado de veteranos empleados, que así tienen trabajo. Los peatones tenemos que andar con cuidado, porque los ciclistas van al palo y aunque se esmeran en esquivarlo a uno, un movimiento imprevisto puede ser fatal. También llaman la atención las máquinas expendedoras de bebidas, a razón de una por cuadra.
En el estadio obtengo la acreditación de prensa y salgo nuevamente a caminar, a hacer tiempo. El día, que había amanecido gris, de a poco se solea, y aprovecho para adentrarme en la compleja red de subtes hasta llegar al Osaka Castle, una construcción de madera, piedra y yeso de más de cinco siglos. En Japón todo es distinto, particular, raro a los ojos occidentales. Como los de las centenas de hinchas que con banderas y redoblantes convierten a este tradicional paseo en una filial millonaria más, a 19.000 kilómetros en línea recta del Monumental.
Me cruzo con un viejo amigo de la cancha, nos ponemos al día con data de nuestras vidas en los 17 años que no nos vemos, nos prometemos encontrarnos cuando el partido. Regreso al estadio, y el Nagai Park se va llenando de rojo y blanco, gorro, bandera y vincha, abrazo y emoción. Jugamos contra el ignoto Sanfrecce Hiroshima –nadie-, pero esto es una Copa del Mundo y los 15 mil argentinos presentes estamos más tensos que en un choque de Copa Libertadores ante el clásico rival.
Entro al sector de prensa y no puedo creer lo que veo: a tres butacas está el Enzo. Me saco una foto, de fana nomás, y le cuento que ya nos habían tomado una en 1996 en Tokio, cuando jugamos con la Juventus, él en la cancha, yo en la tribuna. “Pasaron 19 años Enzo, los dos teníamos unos cuantos kilos menos, eh” le digo, y se ríe, el botija.
Empieza el partido y el Sanfrecce hace todo más complicado. Lo que en los papeles era un paseo se pone feo, y sólo un par de grandes atajadas del inexpresivo Barovero nos salvan del escarnio. Alario encuentra un gol y nos deposita en la final. En la conferencia de prensa Gallardo está exultante, yo estoy más preocupado que cuando mi jefe me retiene el salario. River jugó mal, y el domingo ya no enfrentaremos a los sobrevivientes de la bomba atómica: nos espera el tridente Messi, Suárez y Neymar. El Barcelona.
La semifinal ya es historia, y los argentinos se quedan dando vueltas por Osaka o aprovechan para visitar las cercanas Kioto o Hiroshima. Unos lúmpenes saquean un bar y le ponen al torneo la cuota de presos y prófugos que le faltaba. Los japoneses son amables y educados, pero también estrictos al máximo: con seguridad esos hinchas serán detenidos y deportados. El alerta máxima en el transporte público dura lo que la copa.
Decido aprovechar la acreditación de prensa y tomo el tren bala rumbo a Yokohama, con un plan: ver jugar al mejor equipo de fútbol de todos los tiempos. En poco más de tres horas, el Shinkansen cubre los 500 kilómetros que hay entre Osaka y Yokohama, la otra sede de la copa. El tren es de lujo: los asientos, numerados, son más cómodos que los de un avión; hay servicio de bar, azafata, y la estabilidad es tanta que no se cae una botella plástica apoyada en la ventanilla, a pesar de que por momentos la formación de 8 vagones va a 300 kilómetros por hora.
Quedo maravillado. No imaginaba que apenas unos días más tarde odiaría a ese tren con toda mi alma.
Aunque no jueguen Messi ni Neymar, el Barsa es un equipo de otro planeta. Al menos en este partido, la fórmula es sencilla: Iniesta maneja los hilos en el mediocampo, Suárez factura arriba. Tranquilo, casi sin transpirar, el blaugrana le hace tres goles a los chinos del Guangzhou Evergrande, que dirige el brasilero Scolari con Robinho como estrella principal. Hinchas catalanes hay pocos, pero son miles los nipones que se cuelgan la bufanda azul y roja y alientan, por supuesto a la japonesa. Los otros asiáticos son un par de centenas de chinos que de seguro echaron llave al supermercado para juntarse en la cabecera y animar algo parecido a una hinchada de fútbol.
Muchos riverplatenses vinimos a ver con qué nos tenemos que enfrentar el domingo. Comprobamos la contundencia del 3-0, admitimos que Suárez es una bestia, no lo decimos pero íntimamente sabemos que no tenemos chance.
Cada hincha vive a su modo los días previos al partido más importante de la historia del club. Los más elegimos viajar, conocer el interior de Japón. Aprovecho el tiempo libre para conocer Yokohama: el centro, el puerto y un barrio chino donde no logro comer carne de perro; o de verdad no hay, o -bocato di cardinale- se la guardan para ellos. Subo a una torre monumental que permite ver a lo lejos al monte Fuji, que se me negó desde el tren bala, y dejo mis cosas en un hotel de mala muerte que ofrece frío glacial y habitaciones diminutas, a la medida de la talla japonesa promedio. “Hostel Zen” se llama el hospedaje, y más vale un ejercicio de introspección y meditación antes que volverse loco y salir corriendo; de veras que por momentos asusta. Encima está en un barrio algo denso, nada -sin embargo- comparado con una periferia del Conurbano Bonaerense, o mismo de Córdoba capital.
Por error de cálculo contrato por Internet tres hoteles distintos para cada día de estadía en Yokohama. El domingo de la final amanezco en un hostel atendido por un nipón, simpático como todos, que dice River a cada rato. Al fondo hay otro que duerme en el piso, y de ladero tiene a un brasilero enigmático, que habla cuatro idiomas y nos hace de intérprete con el encargado. Somos media docena los argentinos que compartimos desayuno y nos contamos de dónde venimos: Australia, Villa Madero, Córdoba, Catamarca. Comemos algo, apurados, y nos vamos por separado a la cancha, que afuera ya es una fiesta roja y blanca.
El día está bien soleado, y pierdo horas tratando de vender una entrada categoría 3, que pagué una fortuna y ahora me sobra. Esquivo a los muchachos de la mafia china que viven de la reventa, la coloco a exiguos 200 dólares y ahora sí, a vivir desde adentro el partido más importante del fútbol mundial.
En la sala de prensa cuatro periodistas argentinos hacemos la previa. Todos de River, todos impacientes: queremos que la pelota ruede ya. Leo Farinella (Olé), Pablo Perantuono (DPA), Abel Escudero (colado) y yo (colado) somos gallinas hasta la médula y, sobre todo, somos conscientes de que la parada es difícil. Muy.
Imposible.
Quince mil almas argentinas convierten al Nissan Stadium en el querido Monumental. Banderas de todos lados, rojo y blanco por doquier. A un metro de mi pupitre se sienta Arda Turan, el turco que es la nueva estrella del Barcelona y que no puede jugar por una traba burocrática. Casi 80 mil espectadores palpitan el encuentro y el momento es de sueño, más allá de cuál sea el resultado. Los de Gallardo arrancan el partido como deben, “raspando” y tratando de cortar los circuitos de juego del Barcelona. La tarea es difícil pero el trámite es más o menos parejo, hasta que Messi acomoda una pelota con el brazo y convierte el primero. El árbitro iraní convalida el gol, y todos lo puteamos por bombero; después googleo y descubro que en su país, el deporte nacional es la lucha libre.
En el entretiempo los cuatro argentinos nos volvemos a juntar y compartimos algunas impresiones; no estamos conformes ni mucho menos, pero somos muy conscientes de la superioridad del rival, y lo de River nos ha parecido digno. Hasta que un quinto colega argentino suelta un comentario profético: “Me parece que es ´la gran Barcelona´: te mete un solo gol en el primer tiempo, y al final termina 3-0, regulando”.
Dicho y hecho. Igual fue una fiesta, igual nadie nos quita la alegría de haber cruzado el mundo para alentar a nuestro equipo.
La Copa ya quedó atrás, y disfruto los últimos días recorriendo parte de la isla. Cruzo nuevamente al sur en el tren bala y hago una primera parada en Kioto, donde cada 21 se monta el mercadillo Kobo-San, en el palacio Toji. Viajar por Japón es conocer un sinfín de palacios y templos, a cual más grande y espectacular. Toji es el más alto, con cinco pisos, y alrededor tiene otros edificios pródigos en detalles en oro y Budas monumentales.
Los pasillos entre los puestos del mercado son angostos, y como llueve a mares, hago ejercicios de contorsión para proteger los ojos de decenas de puntiagudos paraguas. En el mercadillo hay de todo: artesanías, mucho pescado, algas, antigüedades, muebles, comidas preparadas. Almuerzo unas batatas fritas recubiertas de azúcar y compro dos monos que mueven la cabeza y serán souvenirs de escritorio. Antes de seguir viaje, empapado, dejo la valija en el hotel donde dormiré la noche siguiente, y parto liviano en el tren bala, rumbo a Hiroshima.
Exactamente 70 años atrás, en este preciso lugar donde estoy ahora parado el avión Enola Gay dejó caer a Little Boy, la bomba atómica, lo que marcó el principio del fin de la segunda guerra mundial.
Caminar en el lugar donde se inició la devastación, un solar de varias manzanas cercano al río, es simplemente sobrecogedor. Allí están las ruinas de lo que era la sede de Promoción Industrial de la Prefectura de Hiroshima, tal cual quedó desde aquel día, y a su alrededor, todo reconstruido, moderno, orgullosamente moderno. Un memorial, un reloj con la hora en que cayó la bomba y un museo contundente completan el marco de un paseo ineludible, e indispensable para no olvidar.
Otra disyuntiva de hierro cuando uno visita Japón es elegir entre el shopping o la curiosidad antropológica. Por lo acotado del tiempo y del dinero, al menos en el caso argentino, suele ser imposible hacer a fondo ambas cosas. Partidario de la segunda opción, compro sin embargo un par de regalos para los cercanos y parto a Miyagima, una isla ubicada a hora y media de Hiroshima que está catalogada como uno de los tres paisajes más bellos del país.
La bienvenida a la isla la ofrece un gran Otorii, construcción naranja y negra que oficia de puerta de entrada a los templos sintoístas japoneses. Se trata de un arco que marca la transición entre lo profano y lo sagrado, que en Miyagima recibe a todo aquel visitante apenas se baja del ferry.
Un templo construido sobre las aguas y decenas de ciervos salvajes configuran la primera impresión de esta bella isla. Los cornudos son simpáticos pero viven con hambre, y gustan aprovecharse de los turistas y birlarles de las manos todo papel que puedan masticar, como planos y pasaportes.
Miyagima es pequeña pero tiene acuario, parque, tiendas de negocios y un pequeño pueblo, con estación de policía, banco y estafeta postal. Un teleférico permite ascender al Monte Misen, el más alto de la isla, que regala vistas inolvidables de Hiroshima y alrededores.
Los japoneses son sorprendentes: en el sendero de trekking instalaron un contador de caminantes, que funciona a energía solar. También resulta llamativa la proliferación de templos, aún en plena montaña, y en las sendas es posible hallar, casi a cada paso, pequeños budas de piedra o cerámica artesanal.
Ingreso a uno de esos templos y distraigo unos muñequitos que vienen bárbaro como souvenir. Cuando bajo del monte, empieza “la maldición del Buda”: en la estación de ferry me doy con que había perdido el Japan Rail Pass, el boleto semanal de 270 dólares que te permite viajar cuantas veces quieras en el tren bala, el subte y ese ferry. Desesperado, consulto al guardia, y mientras trato de hacerme entender, una señora de la oficina de turismo me avisa que en la estación de policía ya me espera mi pase de transporte.
Increíble, porque lo había extraviado 15 minutos antes, al bajar del teleférico. Vuelvo a respirar, perderlo hubiera sido una tragedia, entre otras cosas porque aún me restan dos viajes en el veloz pero caro tren bala. Lo recupero, almuerzo algo tarde -17 horas- unos fideos picantes en la calle y tomo el tren a Kioto, la antigua capital imperial.
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Digresión: Cuando uno cruza el mundo en avión, el denominado jet lag recién se esfuma a la semana. Las primeras jornadas en el destino uno no sabe ni qué día es, o si tiene una idea, es al menos difusa. El sueño y las comidas son totalmente irregulares, y a veces todo eso atenta contra el disfrute. En aquel viaje de 1996 para ver River-Juventus, una seguidilla de visitas a Mc Donald´s causó estragos “gastroentorocolíticos” en la delegación argentina. Esta vez, curado de espanto, busqué alternativas, y la solución apareció en unos drugstores 24 horas que venden platos a buen precio: fideos especialmente, con (poquitos) mariscos o cerdo. Los palitos con que los nipones comen también sirven, por supuesto, de souvenir.
La maldición del Buda no había culminado; es más: lo peor estaba por venir. En Hiroshima subo al primer tren bala que encuentro rumbo a Osaka, donde se hace el trasbordo rumbo a Kioto, y ya en camino un guardia me explica que mi pase no me servía para ese convoy y que debía bajarme en la próxima estación. Así lo hice –nunca hay que hacerse el vivo en Japón- y tomé otro tren, que sí me estaba permitido. Pero resulta que los fideos picantes hicieron lo suyo y en Kobe, una estación antes del destino Osaka, la pantalla anunciaba una breve parada, ideal para asaltar la máquina de gaseosas. Pero ya en el andén me di cuenta de que la parada efectivamente iba a ser breve, muy breve: sonó una alarma, el tren se cerró y simplemente se fue, pese a que volví rápido y golpeé la puerta varias veces.
Con la formación se iban mi campera, mi pasaporte, el pase de tren, las tarjetas, la cámara fotográfica –prestada-, la plata y una valija llena.
Las situaciones límites a veces son difíciles de explicar. Eso fue lo que me pasó esa noche en Kobe, cuando en el andén señalaba a los guardias que me había quedado con lo puesto y que no iba a poder comer, abrigarme o -ni siquiera- regresar a mi país. Pero si algo les sobre a los japoneses es paciencia, y con delicadeza me condujeron a la oficina del jefe de estación, que traducía en su tablet mi deficiente inglés y trataba de cumplir con mis desesperados pedidos. “Talk to Osaka chief station, to leave my things, please” le decía. Por suerte en el vagón no había casi nadie, y el tren finalizaba su ruta en la próxima estación, lo que alimentaba mi esperanza de encontrar mis cosas. Pero la desesperación era total y agradecí al destino cuando, a la hora de la pérdida, pude recuperar todo.
Moraleja: nunca le distraigas souvenires al Buda.
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En Kioto pude una vez más visualizar las diferencias entre ambas culturas. Decidido a conocer el Museo Nacional, salgo bien temprano a la mañana y comienzo a preguntar por su ubicación. Le consulto a un peatón de unos 50 años, que me indica una dirección; camino unas 5 cuadras para ese lado y sigo sin encontrarlo, hasta que se aparece el peatón, ahora en bicicleta, y se disculpa informándome que era para otro lado. Más atento, imposible. Cuando llego al museo, 9 a.m., me encuentro con una cola de más de cien metros para poder ingresar. Dos situaciones bastante improbables en nuestro país.
Tokio es una ciudad increíble y llena de contrastes. Los rascacielos más impresionantes, con gente debajo, viviendo en la calle. La mayor cantidad de cemento por metro cuadrado, y en su urbe delicados parques llenos de pájaros y flora local, una burbuja de bienestar dentro de la misma ciudad.
Tras una extenuante caminata con las dos valijas a la rastra, pude encontrar el Centurion Hotel, en Akasaka, un barrio de la metrópoli. Cuando entro, sorpresa: se trata de un hotel cápsula, algo que no advertí cuando lo contraté vía web.
Las “habitaciones” tiene unos dos metros cuadrados y están insertan en una suerte de placard gigante de dos pisos. Con esfuerzo, uno puede doblar las piernas, contorsionarse un poco y dormir plácidamente; como si estuviera acampando, pero con wifi y música funcional. Por supuesto, jugadores de básquet y claustrofóbicos, abstenerse.
Viajar a Japón es una experiencia inolvidable; poder hacerlo dos veces, un regalo del destino. Ojalá haya chance de volver, aunque me desconsuela saber que probablemente nunca lo haré en verano: la Copa del Mundo se juega, siempre, a fin de año.