Crónica: Juan, el que eligió leer (y vivir) en la calle

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    Biblioteca de cartón
    Ilustración: Gabriela Canteros
BIBLIOTECA DE CARTÓN

Crónica: Juan, el que eligió leer (y vivir) en la calle

06 Octubre 2024

Lo he visto cientos de veces, muchas más, sentado sobre un balde de pintura de 20 litros, recostado en el colchón, en invierno y en verano; si no estaba durmiendo, era algo raro, ocasional, hallarlo “fuera” de la lectura. Siempre tuve una suerte de admiración por esa criatura quijotesca de mi barrio, un devoto de Dionisio que tiene también como adicción la lectura, ese tipo al que Ricardo Piglia llama “lector puro” en el prólogo de El último lector, para quien la lectura es una forma de vida.

Ascendido o descendido en la nave del libro, este hombre desafía el ritmo asincrónico de la avenida, busca ubicarse de manera que el farol lo favorezca para despuntar su vicio, se dispone a incursionar en las páginas y que el afuera se reduzca a esa porción de la vida que está plagada de problemas irresueltos hace ya tiempo y en lo que del porvenir se puede vislumbrar.

La lectura, actividad tradicionalmente en matrimonio concertado con el silencio y el aislamiento, con la autoreclusión, se desmarca. Ese lector, que “debe estar solo”, en este caso es alguien que habita el espacio público, donde no hay los sillones arrellanados del lector/personaje que se interna a encontrar la muerte “en un puñal de letras”, a lo Cortazar en “La continuidad de los parques”, no está el poder de protegerse detrás de una puerta que resguarde de la amenaza de ser interrumpido.

Aquí, en cualquier momento, una “vieja” que encubre un sermón se acerca a ofrecer un plato de comida a las once y media de la noche. No, pareciera que la señora no ve que estaba leyendo, que la gente normal cena antes de las diez, que no es tan sencillo lograr estar “dentro” de la novela, entre el ruido, las luces azules que retuercen como un ombligo la calle. Parece que “las pibas del movimiento”, que son buenas pibas, no se dan cuenta de que no le van a solucionar los problemas por venir a hacer un rato de psicología, que ya ha nombrado miles de veces sus problemas ante extraños, que después se irán y él se quedará ahí, con su colchón y la cabeza enredada entre historias reales que protagoniza, donde siempre termina así, mal. Su idea es destinarse un paraje en el que las palabras escritas sean un salvoconducto fuera de la realidad. Littau podría tomarlo como un ejemplo de alguien que padece “fiebre lectora”, un perfecto “bibliómano”.

Qué le diría Walter Benjamín a nuestro “Juan, el lector de la calle” si viera su biblioteca. Una caja de cartón que se estrenó en el embalaje de botellas de aceite comestible oficia de tal en el umbral que se eleva como el pico más alto de la vereda, sitio al que más tardará en llegar el agua si llega a inundarse, porque “acá mea un perro y se inunda”. El temporal de marzo le arruinó una caja completa. El agua llegaba al borde, un camión pasó y provocó un oleaje que superó la resistencia que ofrecen los 35 centímetros; no se salvó ninguno de esos libros.

Hace poco me animé a conversar con él y preguntarle qué lee, qué le gusta. La verdad es que lo volví a ver en otro punto del barrio, a unas quince cuadras, después de por lo menos unos seis meses. En ése tiempo, me lamenté no haber procurado una charla entre lectores. Muchas veces mi compañera había mencionado que deberíamos conversar con él. “Es lector, tendríamos que ver qué le gusta. Escuchar qué lee”. Cuando lo vi, inmediatamente decidí estacionar, acercarme a saludarlo y compartirle mi observación hacia él y su condición de lector irrecuperable (dentro de la categoría de “lector adicto”, de Piglia, Juan estaría en un escalafón extremo).

Sí, te ubico, vivís a la vuelta de donde estaba antes… y por qué no me saludaste, no muerdo, si casi no tengo dientes”, dijo abriendo la boca en una risa contagiosa que jugaba a mostrar más encías que piezas dentales. “En el laburo me decían Sarmiento, cada momento que tenía libre agarraba algún libro. Desde toda la vida… Leer es lo que más me gusta. Acá en esta zona la gente no lee nada, por ahí donde estás vos sí, bastante más, la gente lee el diario, acá no, sólo me lo dan en la estación de servicio si los pibes no lo usaron para limpiar los vidrios. En la YPF de allá estaban casi todos los diarios. Acá, a veces también traen el Olé”.

Una caja de cartón que se estrenó en el embalaje de botellas de aceite comestible oficia de biblioteca.

 

Sobre la caja/biblioteca reposa el Clarín de ayer. Muchas veces lo he visto escudriñando algún diario. “Hace poco, una muchacha me trajo una enciclopedia. Yo ya estudié ¿qué querés, que haga la primaria de vuelta? Gracias, mejor dáselo a un pibe”. Ahora, entre los problemas que encuentra en la calle (como el requerimiento de favores sexuales, cuestión que le valió el pleito por el cual debió dejar su anterior paradero a raíz de cortarle tres dedos a alguien que se puso demasiado pretendiente), debe transitar una sequía de intercambio literario, medio principal por el cual obtiene los libros.

Juan es rosarino y vive en Villa Domínico desde que tenía dos años. La casa que supo hacer se la dejó a la hija menor. La mayor está casada con alguien acomodado y se gana sus propios pesos en el negocio de los milagros evangélicos. “Una vez fui… No lo podía creer. Yo no la crié para eso. Andar sacándole plata a la gente… Querían que fuera por el tema de la bebida. Qué tiene que ver Dios, les decía yo. Después me dieron una Biblia que no servía para nada. La letra… imposible de leer; mucho más acá, con el farol éste, te volvés loco”. Y además tampoco le gusta.

A Juan, el lector de la calle, lo que lo convoca es la ficción, aunque cuando vamos desarrollando vemos que la idea de ficción no es tan ortodoxa. Ahí entran los libros de ficción psicológica, autobiografías, entrevistas, diarios de viajes. “No me traigas política, yo soy de la ficción. Poesía, teatro, novela, lo que sea pero ficción. A veces leo las Selecciones porque hay algunos relatos reales que no los podés creer”, dice él, que mientras la charla se sucede comenta que está como maestro pastelero, albañil, herrero, para ir a los centros de rehabilitación a enseñar sus oficios, pero siempre le quieren meter la religión y no está dispuesto a eso.

“Yo no tengo ningún problema con Dios, estoy acá por decisiones propias”. Me parece que no es momento para discutir los márgenes de la ficción/no-ficción. Cuando Juan me habla de “ficción” como una categoría cerrada y de los relatos de Selecciones -Reader's Digest, vienen a mí las ideas de Josefina Ludmer respecto a la postautonomía de la literatura. A él, en verdad no le importa la autoría, ni el género, ni el tema, cuando me comenta sus lecturas están borradas las fronteras entre la realidad y la ficción, lo que Ludmer propone como desdiferenciación, y acaso en este lector podamos apreciarlo más abierta y explícitamente.

Juan, el lector de la calle, dibuja su lectura, no la escribe. Aquel acto que motiva a Barthes en El susurro del lenguaje a destacar los momentos en los que como lectores levantamos la cabeza del libro porque la lectura ha dado nacimiento a un nuevo texto en nosotros, a Juan se le manifiesta a través del dibujo. “No escribo, pero dibujo lo que los libros me hacen imaginar”. En la caja guarda un cuaderno en el que registra así su lectura.

En Historia de la lectura en el mundo occidental, Cavallo y Chartier retoman la idea de Enzensberger, de que "la lectura es un acto anárquico", quien reivindicaba la absoluta libertad del lector. “El lector tiene siempre razón y nadie le puede arrebatar la libertad de hacer de un texto el uso que quiera”. Cuánta de esa libertad podemos pensar que le da a Juan, quien está en una de las condiciones más desamparadas en las que se puede estar, despojado de todos los elementos civilizatorios, la vida a la intemperie, privado de intimidad, a merced de los fenómenos meteorológicos.

En esa condición tan carente y deshumanizante, Juan abre el libro y se conecta con las más altas creaciones de la historia de la literatura. O no, con un texto mundano que igualmente lo comunica con la humanidad, la misma que pasa a su lado y lo desprecia, lo ignora, le teme o no se anima a acercarse.