De donde vengo
Por Lucas Gómez Cano | Ilustración: Nora Patrich
Habíamos pasado una tragedia familiar. Y al tiempo dejé la escuela en el cuarto año del secundario. Y empecé a tomar alcohol –cualquiera sea, también etílico- con pastillas. Muchas y desde tempranas horas. A la tarde-noche me juntaba con mis amigos y vagaba hasta el amanecer, en días de semana, incluso. Ellos me decían que aflojara, pero entendían que no iba a parar y ya nunca más iba a ser el mismo. La muerte arrasa con todo. Y yo quise ser arrasado también por lo que fuera.
Como era el más chico del grupo, en las peleas contra otras bandas del barrio, volvía a casa siempre lastimado. Y no me importaba lo que me dijeran al llegar.
Una mañana volví más herido que de costumbre y dado vuelta. Mi viejo me dijo algo y le contesté que se fuera a la mierda. Y reproches. Y me encerré dando un portazo en la pieza –que ya se había vuelto costumbre-. El asunto terminaba siempre ahí, pero ese día mi padre se preocupó mucho y, con lágrimas en los ojos, me dijo:
“Hijo, volvés en estado lamentable, ¡Aprendé de tu viejo que se levanta a las cinco de la mañana, por Dios!”
Después de esas mañanas, solía levantarme derrotado y con la sensación de que había habido un temblor en casa y en mi alma. Pero nunca recordaba qué. Hasta ese día. Mi viejo yéndose triste a laburar mientras yo recién me acostaba.
Nunca nos entendimos bien. Ninguno era bueno en su papel. Lo generacional nos hacía tener diferencias irreconciliables. Pero siempre supe que era un laburante y se desvivía por mí, para que no me faltara absolutamente nada. Fuera de lo que sería ser padre. Supongo que a nadie se lo explican. Y menos a él, con la impronta de vivir para trabajar. Y soy de la última generación que fue educada duramente; si era necesario, un golpe de mano abierta en las mejillas o en la espalda. Aunque eso que me dijo aquella mañana, me ayuda en los días más tristes en los que me cuesta levantarme. Sumado a que una noche rara en la oscuridad de ese comedor en Parque Patricios, prendí la luz y me puse a ver libros. Todos eran estupideces de amor rebuscado y tonto. Y yo tenía una vida dura y había visto la muerte de cerca. Qué me importaba el amor. Pero lo encontré. Una novela llamada Las tumbas, de Enrique Medina. Me llamó la atención el título y la tapa. Pispié unas páginas a ver de qué trataba. Era sobre chicos en institutos de menores en la primera etapa del peronismo. Yo odiaba al peronismo. Lo relacionaba con mis padres y eso de ser obrero y no disfrutar la vida. Pero lo leí en tres días. Era lo que pasaba en mi barrio. A los míos. A los de mi edad. Tan lejano como actual. Aunque con ciertos valores que hicieron que continuara leyendo lo que fuera. Pero todavía faltaba. Primero le pregunté a mi vieja si era suyo. Estaba enloquecido y quería saber más. Aún no había internet en casa. Me dijo que ese libro era de mi padre.
“Pero si papá no lee”, le contesté.
“No”, acotó: “Fue el único que leyó en su vida”.
No le interesaba ni le interesa leer; viene del palo obrero, de la clase trabajadora, que por suerte le fue mucho mejor cuando yo nací. Y es ese libro el que me salvó la vida.
Él no ha leído ninguna de mis novelas o textos en sí. Y no lo reprocho, sonrío. Estoy sonriendo. Sé de donde vengo, de los humildes. Mis padres siempre me hablaban de Evita y, ahora que vivo en Tucumán –que es de donde es casi toda mi familia y donde se criaron ellos- mi tía Pepa me regaló una edición de La razón de mi vida y Habla a las mujeres, de Evita. En mi familia siempre se habló de Eva Duarte de Perón. Pero tardé mucho tiempo en comprenderla. Y no me daba cuenta que teníamos algo en común –con Eva y mi familia-: Las cosas se hacen con la urgencia de tener frente a un moribundo si alguien está en problemas y a solucionar esas cuestiones sin ningún policía ni nada que fuera la ley. Entre personas que tan sólo viven como pueden, lejos del poder y sus alcahueteadas.
Y en estos tiempos, cuando me topo con algún amarrete o escalador social, no hay día que no tenga la frase de la mujer más brillante y fugaz como un milagro que hemos tenido en la Argentina:
"Le tengo más miedo al frío de los corazones de los compañeros que se olvidan de donde vinieron, que al de los oligarcas".
Ya de grande me he enterado que mi madre, en el setenta y cinco, de la mano de La Triple A de López Rega, fue desaparecida en Tucumán durante diez días. Su padre –que se dedicaba a la carne y le decía “Vaquita”- había muerto y, casualmente, en ese antro clandestino de detención, había un cura. Éste dijo:
“La hija de Vaquita jamás puede ser Montonera. Libérenla”.
Sin querer, entre todos, estaban construyendo para mí ciertos principios que hoy sostengo, si es posible, a las puteadas. Y más también. Ellos son para mí como decía el General:
“Mientras yo ponía los ladrillos y construía la casa grande que nos iba a cobijar a todos, ella abrigaba a los que estaban afuera para que no se murieran de frío esperando por entrar”.
Me gusta pensar así a mi interior. Evita abrigándome a mí y a los míos en la fría noche de nuestros espíritus, para por fin llegar a la casa grande. Que es donde hoy vivo y escribo.
Hoy, 26 de julio, brindo por su alma.