¿Descubriremos el acertijo? Horacio González presentó Crónicas de posguerra
Karina Bonifatti*
Eran casi a las 20 del miércoles pasado y, con altavoces, frente al stand de la editorial Octubre en la Feria del Libro, estruendosamente reanimaban a una persona proyectando el simulacro en pantalla gigante: terminaba el taller en el stand del Ministerio de Educación de la Nación y, al otro lado, empezaba la presentación de Crónicas de posguerra. La vida secreta de los que hicieron el trabajo sucio.
El ex Director de la Biblioteca Nacional, pulóver verde, campera crema, pelo más largo, ya filiaba el libro del periodista Daniel Otero en la tradición de Recuerdos de la Muerte de Miguel Bonasso, Almirante Cero de Claudio Uriarte, o Ezeiza y El Vuelo de Horacio Verbitsky, cuando advertí que tendría que haber encendido el grabador. Sabrán disculpar lo perdido y agradecer lo registrado, que sobrepasa el marco de la presentación de un libro y que por ello transcribo.
De las cuatro crónicas prologadas con el título “Confesión sobre las ruinas”, González comenzó por la última, sobre Armando Víctor Luchina, escrita a partir de testimonios ofrecidos por el propio Luchina y por su hija, Stefanía Medina, quien en abril integró el panel de la presentación del libro en el Centro Cultural Haroldo Conti. Luchina, quien custodiaba a los futuros desaparecidos en Coordinación Federal y como Jefe de Bedelía en la Facultad de Psicología entre 1975 y 1977 señalaba estudiantes, hoy preside lo más campante la Sociedad de Fomento Villa Higueritas de Lanús. “Es un hombre de la vida cotidiana de los suburbios de Buenos Aires, querido en el barrio ―comentó González―, que se confiesa ante un testigo. Algo ha hecho que no alcanza la protección del Estado; algo hay que lo impele a declararse sujeto y autor del horror”.
González situó Crónicas de posguerra entre los estudios morales de la tragedia argentina y halló en este libro la figura del escritor testigo y narrador ante el cual acude el que siente la necesidad de contar su drama personal. Entonces, como pensando en voz alta, dijo: “es el libro de un oído muy fino que narra hechos a la manera de cómo narró Walsh o como narraba Borges los hechos. Es decir, los hechos son apariencias de un orden ocurrido que, en cuanto se los desmadeja, dejan ver en seguida una tragedia. Tienen toda la apariencia de la normalidad y son contados con apacibilidad, franqueza y lealtad hacia el que escucha, y sin embargo albergan el punto crucial de la historia de un país”. Y lo declaró “un libro fundamental para completar la vastísima saga de libros sobre el horror en la Argentina, porque no hay ningún tribunal aquí. Se dirige toda la responsabilidad al lector”.
Interesantísima fue la posición observada ante estos personajes grises que Otero hizo hablar: “Hay una confianza no traicionada. Porque ¿quién sería el escritor de este libro para traicionar esa confianza del personaje, que sería muy fácil condenar en el diálogo? Sin embargo, al hablar no diríamos que la condena ya está escrita en la propia conversación. Pero tampoco está escrita en forma explícita por el escritor que aquí escribe. Entonces nos deja una nueva libertad para juzgar los hechos que ocurrieron del horror”. Y hablando sobre “esos pequeños personajes que tenían responsabilidades apenas de cerrar una llave, de abrirla, de hacer muchas veces de policía bueno”, mencionó el libro anterior de Otero, Maten a Gutiérrez: “También allí hay un hecho menor, conocido porque trata del hermano de un dirigente sindical, que se empeñó mucho en descubrir algo imposible: el asesinato a las 3 de la mañana en un vagón de tren del Roca”. El subcomisario Jorge Gutiérrez “evidentemente era alguien que estaba denunciando una especie de criminalidad dentro de la institución policial a la que pertenecía”.
Pero será a raíz de la narración de Otero, “que no es fácil describirla”, cuando se acerque al acertijo: “tiene mucho del policial negro, mucho de la tradición walshiana, Borges está presente… Con todo eso se compone una austeridad engañosa del narrador, porque nos hace creer que es austero y sucinto cuando cuenta y son como latigazos de escritura. Y al mismo tiempo todo el enjuiciamiento está ahí. No precisa producir ninguna palabra evangélica. Es una narración que yo llamaría de las duras. Periodismo duro encadenado por frases muy elaboradas que resuenan muy fuerte. Dan una literatura magnífica que hace a la escuela de la narración del horror en la Argentina, que la podemos denominar así porque no hay muchas en el mundo”. Y aclaró: “no es simplificadora esta escuela: trata de entender esas criaturas muy menores, trágicas”.
Sobre Luchina, comentó que “habla con una especie de tranquilidad imbécil sobre lo que hizo tratando de disculparse, como que él era el que llevaba la mejor relación con los detenidos, pero casi todos después fueron asesinados. Le muestra y le da en su casa, a Daniel, y esa escena es la que más me impresionó de las crónicas, un libro de Silvio Frondizi [La realidad argentina, restituido a la familia Frondizi en el Conti]. Ese policía tenía un trofeo. Sabía y no sabía lo que había hecho. Hay una ambigüedad moral en esas personas. Y hay algo que nos llevaría fácilmente a condenarlas, pero el escritor que es Daniel Otero hace de esta condena algo que no es fácil hacer. Porque traduce lo que la sociedad argentina hizo en todos estos años”. Destacó después la tarea del narrador, “que no es la del que ya está condenando; es comprender estas conciencias viles y oscuras. Comprender el mal, y el mal se compone en momentos de contrición también”. Y concluyó: “es un libro que tiene el sabor de la teología negra, como tienen los grandes libros de la escuela argentina de la narración del horror”.
Al mencionar la primera crónica sobre Herbert Bittner, agente nazi en la Argentina, González lo observó “pintado como una acuarela simpática, digamos. Es el tema conocido de los hombres que creen que hacen una tarea beneficiosa y están encuadrados en una gran maquinaria del mal que no comprenden. Entonces ¿el escritor qué tiene que hacer? ¿Rápidamente pegarle un bofetón y decir: eras un agente del mal? Lo hace pero lentamente, ficha por ficha, relamiendo cada cosa que va elaborando. ¿Cómo tratar a un personaje así? Dejarlo hablar en términos de los hechos, que son esas piezas formidables que encierran como joyas toda la narración”. Y sobre ese hombre que en los años 60 ayudó a nazis refugiados en nuestro país, remató: “O sea, ¡un asunto serio de la historia mundial en la Argentina! Pero a diferencia de otros libros que tratan el asunto y que ponen el nazismo en tal gobierno… Es decir, no digo que eso no esté, ¡pero no está acá! No está acá porque no necesita estar acá. Lo que precisa es descubrir qué papel tienen las ínfimas personas que creen no estar haciendo nada reprobable y sin embargo pertenecen a la gran maquinaria. Los deja hablar por la vía de retraducir sus frases. Por eso es un libro de una maravillosa ficción si no fuera un libro de hechos”.
Y acá empieza a surgir el anunciado acertijo (yo estoy segura de que Horacio González piensa espontáneamente mientras habla): “Entonces, lo que hace Daniel es ubicar a estas personas en una vida cotidiana, familiar y vecinal, y así los hace personajes con los cuales podríamos convivir perfectamente. Y sin embargo la vida cotidiana, como el gran escritor que es Daniel, aparece tal cual es y totalmente destrozada por la historia. Eso es lo que consigue este libro casi sin que nos demos cuenta. Nos coloca frente a la teoría del Estado actual. Estamos desesperados para saber qué hacemos en una situación de agarrotamiento de la sociedad argentina en la justificación de actos de gobierno sumamente indignos. Falta algo para que surja el descubrimiento masivo de que estamos ante una profunda indignidad, hija de alguna manera de estos pequeños personajes. Si descubrimos ese acertijo, por qué se produce, por qué la vida cotidiana parece tan normal entre nosotros y está tan destrozada por dentro… Este libro es una vía fundamental para adentrarnos a este tema. Si no descubrimos de qué se trata ese acertijo, no vamos a poder actuar con la debida fuerza contra este gobierno indigno que tenemos en el país. Muchas gracias”.
Entrevisté al autor para saber qué pensaba del acertijo. Respondió: “Así como cuando uno por conocer mucho un tema advierte si alguien habla sin saber, con la lectura de Horacio González fue exactamente al revés: entendió todo, va más lejos que uno. Ese acertijo es la motivación por la cual yo escribí este libro. Eso es algo que está fuera de plano, porque eso no está explicitado, ¡pero él lo leyó!”. También dijo en la Feria sobre su libro: “de manera más directa de lo que puede parecer a simple vista, estas historias también hablan de los modos que tiene el sistema para captar hombres en sectores populares y convertirlos en engranaje de una maquinaria productora de exterminio masivo”.
Por mi parte, yo me alegré de haber captado a estos hombres y no a otros en la Feria. Y entonces advertí que Daniel Otero, como una pista para develar el acertijo que Horacio González (a quien acababa de conocer personalmente) había enunciado un minuto antes, estaba asociando lo indigno con el lenguaje, del que dijo al cerrar el acto: “Todos los gobiernos liberales, neoliberales, capitalistas, pro mercado, hayan llegado al poder con votos o sin ellos, tienen una característica: lo primero que saquean es el lenguaje. Se pueden autodefinir como liberadores o revolucionarios, reorganizadores o encarnadores del cambio. Liberadores para fusilar opositores, reorganizadores para dividir el país en zonas y sub-zonas de exterminio, o cambistas para llevar las relaciones laborales lo más cerca posible de la esclavitud. Así saquean el lenguaje. Y es por eso que a mí me alegra que estas crónicas hayan sido publicadas por una editorial de trabajadores. Me alegra que la voz de los trabajadores tenga un lugar y que desde allí se le ponga un límite al saqueo del lenguaje”.
¿Develaremos el acertijo?
* Licenciada en Letras, docente UBA y UNLP.