Victor Hugo, poeta, de nuevo entre nosotros

  • Imagen
    Víctor Hugo
NOVEDAD

Victor Hugo, poeta, de nuevo entre nosotros

23 Febrero 2025

Cuando Esteban Echeverría estampa el primer canto de La cautiva, le clava como epígrafe este verso: “Ils vont. L’espace est grand”. El espacio grande, inmenso, mitificado, remite a la pampa en Echeverría, pero el verso es de Victor Hugo, cuya poesía a la vez desmesurada y delicada hizo las delicias de nuestros románticos, postrománticos y modernistas. En un arco que va de la Generación del 37 a la del Centenario, todos nuestros escritores, no importa si unitarios sui generis como Sarmiento o rosistas como Marcos Sastre, no importa si porteños o provincianos, todos bebieron de su poesía, lírica, épica o dramática. Mitre hasta tradujo en verso su drama Ruy Blas, y con su ego de rigor, aseguró haber mejorado el original. Lugones reconoció su influencia, a la par de la de Paul Verlaine y Albert Samain.

Las vanguardias del XX olvidaron al Victor Hugo poeta, las élites y buena parte de la clase media perdieron la capacidad de leerlo en su original francés, y público y editoriales se decantaron hacia su novelística: Los miserables, Nuestra Señora de París, El hombre que ríe. Novelones gigantescos y memorables, como todo lo de Hugo, que hoy suelen ser conocidos sobre todo por adaptaciones musicales, teatrales o cinematográficas más o menos infelices. Mientras que en Francia, Hugo nunca perdió su estatus de “poeta nacional”, el ámbito rioplatense en particular y el hispánico en general prefirió olvidarlo o trocarlo por poetas contemporáneos suyos, pero en apariencia más afines a los paisajes y las angustias de la modernidad: Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, el conde de Lautréamont. Grandes poetas, quién lo duda, amadores u odiadores del Maestro, pero todos conscientes de haber abrevado en los generosos manantiales hugolianos. Volveremos sobre este cambio de preferencias.

La poesía de Hugo incluye, literalmente, sin exageración alguna, centenares de miles de versos, distribuidos en poemarios y dramas de tamaño gigantesco, publicados in vita sua o póstumos. Una de sus obras poéticas maestras, La leyenda de los siglos, en una edición francesa de las clásicas, con poco aparato de notas y caja tipográfica pequeña, abarca unas mil páginas… y es una obra inconclusa. Este colosalismo invita a un primer acercamiento por la vía de las antologías, y en Argentina acaba de editarse una, excelente desde todo punto de vista. Hablamos de Poesía elegida, en formato bilingüe, con selección, introducción, traducción y notas al pie y epilogales a cargo de Alejandro Bekes, bajo el sello editorial Losada.

La antología corre desde el vamos con ventajas. Primero, viene a ocupar un lugar casi desolado en el campo editorial de nuestra lengua. Segundo, el traductor es un gran poeta él mismo. Tercero, este poeta ya está curtido en la traducción de grandes textos, como la poesía completa de Horacio, las Geórgicas de Virgilio, los versos de Gérard de Nerval. Cuarto, haberse ocupado él mismo de la selección sin depender de una antología francesa de base, y haber trajinado en la lectura de la poesía hugoliana por décadas sin preocuparse por los vaivenes del canon, nos garantizan un acto de amor y de respeto por encima de toda veleidad, de todo mercenarismo improvisado.

Imagen
Tapa poemas elegidos

 

Eso no implica que el juego entre el traductor y el traducido haya sido fácil ni mucho menos. Bekes es uno de los pocos traductores argentinos que ejerce en su propia obra el arte de la métrica, la rima, el equilibrio de las sílabas tónicas, y que cree que es un deber transferir estos saberes a la traducción de la poesía ajena al verso libre: el ornato forma parte del contenido. Ahora bien, en Hugo estos recursos formales se dan con una facilidad y una fluidez tan pasmosas, que, si no conociéramos su también anchurosa prosa, diríamos que no hizo otra cosa en su vida que hablar en verso, que las rimas le brotaban sin esfuerzo alguno, que los metros le salían redondos sin necesidad de andar silabeando con los dedos… y esto a lo largo, como dijimos, de centenares de miles de versos.

En nuestra lengua, esa monstruosa naturalidad, si se nos permite el oxímoron, solo se da en Lope de Vega y pocos más. Lograr traspasarla al castellano, por buen rimador y metrista que sea el traductor, implica una labor ímproba, artesana, fatigosa, en las antípodas de la praxis hugoliana, que podía escribir cinco o seis poemas memorables en un solo día. Salvo excepciones, implica traducir a una métrica que no es de las más habituales en nuestra lengua, a saber, los alejandrinos, versos de catorce sílabas con cesura intermedia, y que corresponden por aproximación al clásico dodecasílabo francés. El alejandrino es un metro de nuestro medioevo. Bekes, que es un lector atento y erudito de la poesía española desde sus orígenes, parece haber recogido las lecciones de los mesteres de juglaría y clerecía, en especial a la hora de verter los textos épicos de Hugo.

Por otra parte, en cuestiones de rima, el traductor argentino se manejó con tres opciones: tradujo en verso blanco, es decir, respetó la métrica, pero obvió la rima, al modo de buena parte de la tradición sajona, no francesa; en otras, se esforzó por hallar rimas consonantes y asonantes, incluso en poemas de considerable extensión; y por último, usó un método mixto. Esta, a nuestro parecer, es la elección menos feliz, porque la rima suena más como una intromisión que como un goce musical. En el caso de los versos blancos, los logros siempre son espléndidos. En el caso de los versos rimados, los resultados también maravillan, aunque aquí y allá se haga a veces evidente el artificio de un recurso que en el original, ya lo dijimos, parece haber brotado sin esfuerzo alguno. Además, Bekes ha prestado especial atención a las gradualidades semánticas y sonoras que Hugo desarrolla en el original: al poeta le gusta crear una suerte de crescendo, de expectativa, de suspenso casi, con un final a toda orquesta e incluso inesperado, un remate que solo una relectura atenta mostrará como sabiamente anticipado. En transparentar tal sabiduría, el traductor se ha superado a sí mismo.

En su poesía personal, Bekes tiende a la mesura, a la aurea mediocritas del ideal horaciano. Hugo, por el contrario, siempre parece estar al borde de los abismos a los que lo arroja su propia desmesura. Hugo ama el macrocosmos, los paisajes salvajes, la naturaleza que va desde la flor ínfima al océano azotado por las tempestades. Hugo también puede ser el cantor de la vida doméstica. En estos ámbitos, no puede estar más lejos de la poesía citadina o de las obsesiones por la esterilidad al modo de Baudelaire. Pero los abismos son peligrosos: nuestro poeta siempre parece estar a un tris de la rimbombancia tanto como del sentimentalismo cursi; siempre parece estar tentado por el silencio definitivo, a lo Rimbaud, pero no calla nunca. Necesita poemas con centenares de versos allí donde Baudelaire o Mallarmé se “conforman” con un soneto.

En otras palabras: siempre bordea el ridículo, pero jamás cae en él. Bekes logra acompañarlo en estas correrías, recatarlo y también rescatarlo para una sensibilidad como la nuestra, no demasiado afín con las estridencias. Ponemos un ejemplo, “gráfico” en sentido estricto: el traductor poda sin misericordia, y para bien, una cantidad ingente de signos de exclamación del original, y que de mantenerlos amenazarían con convertir la versión en la parodia de una mala sesión parlamentaria.

Imagen
Víctor Hugo

Nuestro traductor antologiza casi setenta poesías procedentes de once poemarios diferentes; no incluye muestras de su teatro en verso ni de los textos póstumos. Son poesías que van desde la adolescencia hasta la senectud del poeta. Las divide en tres partes que, grosso modo, podríamos calificar como juventud, madurez y vejez. La cronología es, sin embargo, relativa: en los poemarios más tardíos suelen aparecer versos mucho más tempranos. Con todo, y merecidamente, la parte del león se la llevan dos libros fundamentales, no solo de la poesía de Hugo sino de todo occidente, y que, hasta donde sabemos, siguen careciendo de versiones castellanas íntegras: Las contemplaciones y La leyenda de los siglos.

Siendo muy pero muy reduccionistas, podríamos calificar al primero como una cima de la lírica y de la elegía, y al segundo como el último de los grandes poemas épicos de la tradición europea. El libro Las contemplaciones tiene como pivote la muerte trágica de Léopoldine, la hija del poeta; La leyenda de los siglos, lejos de la épica tradicional centrada en un solo episodio histórico o legendario, abarca en fragmentos toda la historia humana, desde la Creación hasta un futuro que, optimista irredimible, Hugo preveía como fulgurante.

La muerte de un hijo, antes de que los deconstructores ad hoc la viesen como una mera autopercepción del montón, ha sido tradicionalmente caratulada no solo como lo trágico por excelencia, sino también como una experiencia personal irreductible a las palabras. La literatura abunda en cantos maestros a la muerte de amadas, amados, amigos, padres, pero seguramente pocas obras dedicadas a la muerte de un hijo nos vienen a la mente. En castellano, pienso en el Cancionero y romancero de ausencias, de Miguel Hernández: ante la muerte del primogénito, Hernández se desbarroquiza, se vuelve hacia el verso brevísimo, ascético, sin adornos.

Todo lo contrario sucede con Hugo, que necesita ir y volver una y otra vez sobre el episodio trágico en versos caudalosos, y dialogar con la muerta, con la muerte, con la tumba, con el pasado, con el paisaje antaño compartido, y, sobre todo, con el Dios que ha permitido la tragedia. En eso acierta Bekes cuando, en el prólogo, lo compara con Job: Hugo deviene en un creyente insumiso, pero creyente siempre: “En tus cielos, encima de la esfera nublada, / al fondo de ese azul de inmortal firmamento, / acaso estés forjando una cosa ignorada / en que el dolor del hombre cabe como elemento”. Y sin embargo: “Considera, oh Dios mío, que aquel que sufre, duda, / que el ojo que ha llorado demasiado, se ciega, / que a quien lo hunde su duelo en la noche desnuda, / pues no te ve, no puede contemplarte y te niega…”

Se ha dicho, no sin injusticia quizás, que en Hugo no hay un solo verso memorable a la manera que puede haberlo en Nerval o Baudelaire. Quizás porque el verso no es su microunidad, sino el poema, que a su vez necesita de un conjunto de poemas, que a su vez necesita de toda su obra. Como sea, esta antología no solo llena un vacío, sino que creará, en aquel que la desconozca, un amor por la poesía hugoliana que le hará preguntarse cómo pudo tanto tiempo prescindir de ella. Y así volvemos al misterio planteado al principio, el de su olvido en el ámbito de lengua castellana.

Por supuesto, hay cuestiones puramente volumétricas. Rimbaud cabe entero en un pequeño volumen, el Baudelaire poeta está casi todo en Las Flores del mal. Traducir a Hugo es arduo, aunque quizás no tanto como al breve Mallarmé. ¿La moda del malditismo quizás contribuyó a presentárnoslo como anacrónico? En un discurso ante la UNESCO, Borges recordaba viejas discusiones con Victoria Ocampo: “Ella cometía para mí la herejía de preferir Baudelaire a Hugo y yo cometía para ella la herejía de preferir Hugo a Baudelaire”. En términos teológicos y suponiendo una “ortodoxia” de partida, ambos tenían razón. Baudelaire y Hugo son virtualmente heréticos, ya no en el sentido humorístico borgiano; heréticos, aunque militando en sectas contrarias. Nuestro tiempo ha preferido la herejía baudeleriana.

Baudelaire se complacía en jugar al católico ultramontano, y en llevar al extremo el dogma agustiniano del pecado original: el mundo es malo, la naturaleza misma está corrompida; lo artificial, lo urbano, lo asimétrico, al menos nos brindan la ilusión de trastocarla. Pero Baudelaire es un extraño cristiano sin Cristo, a quien Satán le importa más que la Gracia y el tedio más que la posibilidad de la Redención. En el bando opuesto, Hugo se somete a la creencia en una humanidad y un mundo donde hasta el mismo Satán es redimible, donde todos nos salvaremos. Si Hugo discute con Dios por la muerte de su hija, es porque quiere, porque necesita imperiosamente salvarlo a Él también, justificarlo, crear una teodicea que explique la presencia del mal y que proponga, como ya lo hiciera hace siglos Orígenes de Alejandría con la teoría de la apocatástasis, un regreso de todo al Uno, al Bien, a la Bondad originaria. Todo infierno, para Hugo, es necesariamente transitorio.

La historia parece haberle dado la razón a Baudelaire y haber aplastado todas las alegres certezas hugolianas. Somos hijos de la desesperanza y, por ende, de Baudelaire, de Rimbaud y de Lautréamont. Pero regresar a Hugo es poder prescindir de la crueldad por unos instantes, disfrutar de dioses aún no muertos y de bosques aún no carbonizados. Hospitalarias, las páginas de esta antología nos invitan a esa felicidad.