El carnaval íntimo: de la pizzería al aula (y al revés)

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El carnaval íntimo: de la pizzería al aula (y al revés)

07 Febrero 2021

Por Dani Mundo | Fotos: Víctor Taricco

“Y de repente, todo se pudrió”

L.A.D.

El carnaval es una fiesta popular milenaria en la que históricamente se invertían los roles sociales y se revelaban secretos palaciegos. La “locura” se apoderaba de la población. El historiador ruso Mijaíl Bajtin investigó, hace un siglo, este ritual pagano que primero la Iglesia, luego el Estado y finalmente el Mercado terminaron por apropiarse. La pandemia lo diezmó, lógicamente. Acá, en Valeria del Mar, es una celebración y un feriado que los comerciantes esperamos con anhelo. Se suele organizar la fiesta con compañías locales y nacionales, con suerte diversa —alguna vez supo terminar como cantan los Auténticos Decadentes, con el intendente vestido de bebé en pañales y con chupete. Este año pandémico, obviamente, ni se habla del carnaval.

Si tuviera que pensar un icono del carnaval, pensaría en las máscaras. Tengo en mi casa un par de máscaras que traje de Venecia —y una umbanda, intimidante. Tal vez puedo aprovechar el silencio atronador de este año para sacarme las máscaras que camuflan mi personalidad, y revelar un poco el personaje esquiso que se esconde debajo de ellas —esto que yo vivo como algo personal y único, puede ser también social y compartido. En este sentido, este relato está escrito a cuatro manos: dos izquierdas y dos derechas. Las 2 derechas escriben en nombre de mi yo empresario, comerciante, pizzero, socio gerente y explotador, que tiene a cargo dieciocho empleados, algunos de los cuales trabajan conmigo desde hace más de veinte años. Las dos izquierdas responden a mi yo filósofo, docente universitario, pornólogo y doctor en ciencias sociales. No se me ocurren dos seres más enfrentados que estos dos yos que acabo de presentar (tal vez lo único que lo supere sea Mr. Hyde y Dr. Jeckyll, una persona integrada por un yo que tiene razón y otro yo que es irrazonable y asesino como el héroe de American Psycho, de Bret Easton Ellis, por ejemplo). Por mi parte, no sé bien cómo hago para que haya coherencia entre estos dos mundos, hasta armonía hay. Pensador y explotador (es el capitalismo, brodel), con rasgos del antiguo “patrón de estancia”, un poco paternalista, pero siempre pensando al otro como un igual, con los mismos derechos y las mismas obligaciones que yo (cualquiera de los muchos yos).

Hay algunos rasgos del yo filósofo que el empresario asume (nadie grita en la pizzería, por ejemplo, ni siquiera se dan órdenes ((la amiga íntima de mi hija mayor, que viene con nosotros a Valeria desde que es chiquita, me decía: Dani, vos nunca parecés un jefe)), pero esto no significa que no haya autoridad: es que cada uno y cada una simplemente sabe lo que tiene que hacer; para algo fuimos especialistas en Hannah Arendt), y rasgos del empresario que el filósofo se hace el boludo y disimula: a veces hay que negociar 1000 p de un sueldo, o facturar en negro —un año la AFIP hizo punto fijo en el local, lo que significa que un empleado de la AFIP se queda toda la noche parado al lado de la caja controlando que factures todo lo que vendés; no sé cómo ocurrió, pero terminamos con la inspectora charlando de la vida mientras que por la puerta de atrás mandábamos a las mesas la facturación en negro, qué sé yo. Estos yos que soy aprendieron a convivir y dejaron de reprocharse cosas uno al otro, pues al final, lo deseemos o no, vivimos una sola forma de vida.

Hay que tener en cuenta que el material humano con el que trabaja alguien que está al frente de una pizzería es muy variado: psicólogas recibidas, gente que no terminó la escuela primaria, gente que la está terminando mientras trabaja, pintores de brocha gorda, borrachos, gente a la que le gusta el rock, gente que no sabe que el rock existe, golpeadores, gente egoísta, gente generosa y muy buena, etc. Voy a decir algo que para el pensamiento progresista es difícil de escuchar: en el fondo, no todos y todas tienen capacidad de escuchar lo que se les dice. Escuchar es entender algo. No importa que se entienda exactamente lo que uno dice, importa que se entienda que hay otras formas de vida diferentes a las que uno vive. Algunos entienden esto al toque y hasta pueden imaginar la próxima jugada, a otros les lleva años entenderlo —algunos no lo entienden nunca porque para ellos los silencios son insignificantes. Suena terrible, pero es así: no somos iguales. Ni siquiera mis 2 yos son iguales o siquiera parecidos: uno es vicioso, despilfarrador y medio alcohólico; el otro es híper puntual y llega antes que sus empleados al local, aunque no tiene la llave para abrir (hace años que no me dan la llave porque se creó el mito de que sistemáticamente las pierdo o se rompe la puerta, como ocurrió más de una vez). Uno parece disperso, muchas veces está fumado, pero sin embargo las cosas giran a su alrededor y le da racionalidad a lo que ocurre: siempre hay que resolver dos o tres problemas al mismo tiempo. No todos los problemas tienen el mismo valor. Hay que aprender a valorar. ¿Cuál es el problema urgente? Tus socios, además, tienen sus estados de ánimo cambiantes, como todos (ese yo también). El filósofo mira. Se queda callado. Nadie sabe lo que hace, muchas veces él tampoco.

En los trabajos en la costa, por lo menos en gastronomía, no hay feriados ni sábados ni domingos, lo que provoca que todos los empleados nos veamos todos los días. Hay que aprender a convivir y a limar diferencias. Como hace muchos años que pasamos el verano juntos, ya conocemos los vicios del otro y prevemos lo que va a ocurrir. Por la pizzería, además, pasan a saludar todo tipo de gente, tanto ex alumnos/as o colegas de la facultad como clientes que luego de dos décadas regresan con su propia familia y quieren comer en la misma mesa que comían cuando ellos eran chicos y venían con sus padres (estamos viejos, lo sé). Recuerdo la tarde que descubrimos un cambio tecnológico que nos iba a hacer ganar una fortuna. Había venido a visitarme mi amigo y reputado sociólogo Gaby Kessler, y yo estaba tan contento que me la pasé hablando del tamaño de los agujeritos por los que picamos la mozzarella. A veces los principios de realidad se entremezclan.

Cuando viene algún emprendedor y me ofrece abrir una sucursal en CABA o en Cariló, el filósofo lo mira y lo escucha, asiente con la cabeza y piensa que si ocurriera eso, la calidad de lo que produce se le escaparía de su control, porque nosotros controlamos mucho la calidad de la pizza (no es como una vez me dijo un editor conocido: yo hago libros como vos hacés pizzas; no es así: hacer pizzas es un trabajo muy serio y demoledor, pues todos los días hay que volver a empezar de cero; cualquier libro, en cambio, es una carta arrojada al futuro). La pizza es un alimento muy saludable. No lleva conservantes. La salsa de tomate con la que “pintamos” la masa se hace con tomates peritas naturales que se cocinan en la misma cocción de la pizza. Nuestra pizza, en contra de lo recomendado por todos los maestros pizzeros, se hace con palo de amasar. Es por metro, es decir, rectangular en lugar de redonda. La producción es artesanal. Hace muchos años atrás se amasaba a mano, luego compramos una amasadora. Creíamos que pasar de un tipo de amasado a otro iba a afectar al producto. Lo hizo: lo mejoró. Como también lo mejoró cuando pusimos gas en el horno de barro, luego de luchar denodadamente contra el yo conservador que no quería innovar y abandonar la leña. Hasta no hace mucho tiempo se cocinaba solamente con leña. Hoy le ponemos leña (que cuesta una fortuna y casi no se consigue más; usamos tala y coronillo), pero el gas facilita la cocción, que antes estaba sometida a los vaivenes de la llama y los troncos que se prendían. Otro mito urbano que debemos ayudar a demoler —en CABA, las pizzerías que publicitan “horno a leña”, mienten descaradamente.

No voy a hacer publicidad de mi pizzería, no voy a nombrarla. Solo les digo que está en Valeria del Mar y que en mi modesta (e interesada) opinión ofrece una pizza que supera a todas las otras de la zona, y de mucho más allá de la costa atlántica también. Ni les cuento de nuestro fainá (¿fainá es femenino o masculino?), inigualable en el mundo entero.