El deseo, ese hecho maldito
Por Sofía Guggiari | Ilustración: Gabriela Canteros
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Sobre el deseo está todo dicho. Nada nuevo bajo el sol. Es un monstruo.
Un amigo, con quien siempre los intercambios me dejan dando vueltas, me dijo hace poco, "tratar de domesticar el precipicio".
Pero, ¿se puede domesticar el precipicio?, ¿no es justamente su potencia indomesticable?, ¿no es la sensación de estar a punto de caerse lo que lo vuelve terrorífico?, ¿y no es acaso ese peligro un sinónimo de desear?
Ahí donde no somos ni dueñxs, ni tenemos el poder, ni la voluntad: no somos más que ese hecho maldito.
Todxs cuando hablamos de deseo hablamos siempre de diferentes cosas. Hablar del deseo es hablar de algo, imposible de nombrar, imposible de reducirlo, mucho menos en una palabra. “Eso”, que llamamos deseo, pero “eso” al fin. “Eso”, cosa, rabia, demencia. Ansia de vivir o de morir, pero ansía. Que carcome. Velocidad sin rumbo.
Es ese detenimiento en el punto en el que algo amanece: suspensión del acontecimiento. La cualidad del instante, la de mantenerse inatrapable. Presentimiento que asoma.
La antesala de la duda, la pregunta, la intriga. Esa exasperación que produce desvelo. Sin sueño y sin velo. Una presencia como incógnita, endemoniada, desesperante, atávica, loca, hambrienta.
El deseo, si se encarna en un sentido, apenas puede balbucear. Apenas intentarlo. Hacer hablar al deseo es convertirlo en lanza. Sacarlo, lanzarlo, es un modo de hacer del deseo algo temporal, es hacerle una geografía y calmar las aguas. En los mejores casos. Porque escucharlo puede también producir un desgarro.
Hay una imagen que siempre me convoca: esos ojos en las palmas de las manos de la bestia que persigue a la niña en la película El laberinto del Fauno (dirigida por Guillermo del Toro, 2006). Esta niña, en los finales de los últimos levantamientos guerrilleros de la guerra civil española; cumple los mandatos de un monstruo mitológico, un Fauno. Quien le dice que ella es una legendaria princesa perdida y debe completar tres peligrosas tareas para obtener la inmortalidad.
En esta escena, la niña huye de esta bestia que ella misma despierta, después de que toma uno de los manjares prohibidos. El ansia fue más fuerte que la única restricción tramposa que el Fauno le había enunciado para esa prueba: "no comas nada".
El deseo despierta esa sensación de pesadilla, de espanto, de sin-salida, de ominosidad. Persigue, atosiga, toma, toca, te hace rogar. Es el filo del cuchillo sobre un cuerpo que no sabe qué hacer, ni sabe dónde está. Así, el cuerpo es despertado, alertado sin aviso. Y lo que desea, grita desesperado. Es una bestia con ojos en las manos. Es un llamado. Aullido. Animal voraz.
Es cuerpo porque sangra. Raja las investiduras. Abre los poros de la piel. Se anuncia como alarma: está ahí. Es presencia en presencia. Porque claro, el deseo recuerda que lo que está vivo a veces es abismal.
¿Cómo vivir el ardor sin marcas? ¿Cómo quedarse en la punta del precipicio sin temer? ¿Cómo desear sin enloquecer? ¿Por qué no enloquecer entonces? ¿Por qué no atreverse a lo que desquicia? ¿A lo demencial?