El grado cero de la democracia
Por Lucas Paulinovich
Si algo quedó expuesto con el escándalo del falso abogado y agente encubierto Marcelo D’Alessio y el fiscal Carlos Stornelli, es la infraestructura de informaciones que hacen al fondo del sistema democrático en la Argentina. Stornelli, fiscal en la causa de las fotocopias de los cuadernos de Centeno, antiguo servidor del espionaje en tiempos de democracia, cuyo proceso quedó en manos del juez Claudio Bonadío, uno de los integrantes de la lista en la servilleta de Carlos Corach, ministro del Interior de Carlos Menem. La nata de Comodoro Py cayendo en la purga mediante la cual ellos mismos creían encabezar el saneamiento de la política. Lo que emerge ahora es esa red viciada de poder oculto que cogobernó los asuntos públicos y privados durante los 35 años de democracia. De lo que nadie dudaba, pero ninguno podía comprobar: la espectralidad eterna de la política.
D’Alessio bien podría ser un personaje lateral, mediocre y soberbio, de Partes de inteligencia, la novela en la que Jorge Asís narra el reciclaje de servicios que pasaron de rendir obediencia clandestina a la Junta Militar a aprenderse la jerga y las manías del Providencial en plena euforia democrática. Como si se tratara de una expresión degradada de esos obradores de submundo que se mezclaron con la mano de obra desocupada de la maquinaria clandestina de represión y desaparición. Eso que nutrió al Terror de Estado después de lo que Ricardo Ragendorfer llama «la mudanza desde el Edificio Libertador a la Casa Rosada del 24 de marzo de 1976» en Los doblados, donde, a partir de Jesús “el Oso” Ranier -un infiltrado del Batallón 601 de Inteligencia en el ERP que actuaba como chofer y cantó la operación de Monte Chingolo, ejecutada como una masacre militar para asaltar el poder político y tomar el control de toda la cadena del terror de Estado-, narra la quebradura como fórmula para adaptarse a las nuevas condiciones bajo dictadura y más tarde en la postdictadura. El galimbertismo liviano como un modo de sobrevivencia en la democracia de mercado y las formalidades institucionales. Los efectos de la tortura no sólo como ablande y sustracción de información, sino como «reeducación» y puesta al servicio como mano de obra esclava.
«El SIN -Servicio de Inteligencia Naval- y los diarios constituían solamente peldaños de la aproximación de Massera hacia sus objetivos de poder. El escalón decisivo era el universo político, para acceder al cual estaba eminentemente capacitado a partir de sus responsabilidades de inteligencia y de sus relaciones con los periodistas. Los periodistas, los servicios de inteligencia y los políticos constituían una tautología perfecta», escribe Claudio Uriarte en Almirante Cero, la biografía de Massera, donde puntualiza la estrategia que el jefe de la Armada implementó al conformar con secuestrados y personal heredado del lopezrreguizmo un cuerpo de operadores que le sirviera para transformarse en el líder político que subsanara las divisiones entre antiperonistas y peronistas en una futura nación unificada por su Democracia Social. Massera, que tuvo preso al entonces exgobernador Carlos Menem y le prohibió viajar a despedir los restos de la madre. Uno de los Comandantes indultados cuando el caudillo riojano se hizo presidente, secundado por toda una ristra de dirigentes que provenían del riñón masserista y las patotas paraestatales puestas a actuar bajo la dirección del secretario astrólogo. La Renovación rápidamente carcomida.
El masserismo fue un método de infiltración en la institucionalidad democrática. Tenía afán fundador de orden legal. Capaz de indultar y reconocer, y de ser habilitador del desarrollo de esa forma de poder que combina el secreto con el arte de la conciliación entre las partes. Crear una democracia de «vencedores vencidos», cuerpos horrorizados que se disculpan por los excesos cometidos para dejarle lugar a una inocencia capaz de repudiar con asco moral la corrupción naciente de la política argentina. Y, a su vez, extendido por debajo como una serie de actividades que retuercen lo legal hasta permitirse operaciones a la vista de todos que aplican los viejos métodos. Lo paraestatal absorbido por el mismo Estado y vomitado en la tercerización del negocio del crimen y las disputas por la gestión de la violencia urbana. Del verdugueo policial y las torturas en las comisarías hasta la desaparición de Julio López y el encubrimiento del asesinato de Santiago Maldonado o las incógnitas alrededor del hundimiento del ARA San Juan.
«La ocupación real del Estado que pueda lograr una fuerza política, a partir de 1984, se medirá por el grado de autarquía de las fuerzas armadas, las fuerzas policiales, los servicios secretos, y el servicio penitenciario», dice Silvia Schwarzböck en Los espantos. Estética y política en la postdictadura. Y en ese momento de tensión entre la superficie del poder institucional y el entramado subterráneo de la justicia y las fuerzas de seguridad -y su contraparte, la delincuencia-, es cuando la muerte del fiscal Nisman, mediada por el desfinanciamiento y posterior reforma de la SIDE y la elección de Milani para jugar una fuerte en la guerra de secretos, cobra una significación que trasciende los límites judiciales en los que se la intenta circunscribir. Esas «cloacas» que conectan el poder judicial, los medios, sectores políticos, fuerzas policiales y servicios de inteligencia, son las que van extendiéndose por todo el territorio social a lo largo de la década del noventa y que Schwarzböck analiza desde Ricardo Zevi, el protagonista de El traductor, de Salvador Benesdra, y la socialdemocracia del Retorno, su pasado trotskista y la situación de la editorial Turba en la que trabaja y se encuentra en pleno proceso de vaciamiento, o en los conversos, quebrados y rendidos, los supervivientes cínicos y criminalizados, que pueblan las páginas de Vivir afuera, de Fogwill, mientras el siglo llega a su fin y las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad se distorsionaron al máximo porque todo se volvió explícito.
«Un diario -pensó Massera- es como un gran servicio de informaciones civil. Se tomaba al pie de la letra la idea del periodismo como el ‘cuarto poder’», escribe Uriarte. Y detalla la relación que Massera traba con el poeta y escritor Hugo Ezequiel Lezama, a quien le cedió la dirección del diario Convicción y fue un engranaje clave en la creación de un nuevo tipo de poder para el horizonte democrático que se avecinaría tras la realización del «trabajo sucio». Dice Uriarte que Massera veía a Lezama con cierta admiración porque le resultaba una especie de «hombre del renacimiento» afecto a la música clásica, la literatura europea y las artes. El gesto del redactor ilustrado sobre la redacción clandestina de la ESMA. Y una precipitación vertiginosa hasta el papel alicaído de simple buchón escolar que adquirió Daniel Santoro, el triste operador en cuya figura se concentró el rol articulador que el periodismo corporativo cumple como distribuidor de informaciones para el buen clima de negocios. Tanto como las trayectorias políticas de dirigentes como Elisa Carrió, forjadas al amparo de «la corrupción», ese eufemismo para presentar en sociedad las astucias de los asalariados de embajadas y organismos yanquis e israelíes.
Los servicios son eso, reconocido públicamente como órgano del Estado, pero cuyo funcionamiento es semicladestino. Todos saben que están, pero nadie sabe qué hacen. Aparecen como noticias sobre muertos cruzados cada tanto en algún noticiero, acompañado de una explicación más parecida al chimento que a una apreciación política. Son un aparato que sólo parece poder ser vulnerado por una filtración que surja como un efecto indirecto de su propio accionar. El reflujo de la ola de culpables que lanzó el gobierno como política judicial y pacto de gobernabilidad con Comodoro Py. La patria de los arrepentidos genera listas en la que se ponen y sacan nombres diariamente.
«Sin embargo, los planes de la P-2 iban mucho más allá que la mera apertura de filiales de empresas italianas; aspiraban, nada menos, a la creación de una burguesía propia y fiel. Se hicieron fortunas de la nada; se inflaron financieramente empresas por las que nadie hubiera dado un centavo, y apellidos escasamente patricios como Bulgheroni y Macri empezaron a poblar los almanaques de Gotha de las clases dominantes argentinas», escribe Uriarte en el libro publicado en 1992. Y son visibles los síntomas de sorpresa en el mundo empresarial por algo que salió rotundamente mal. El macrismo no deja de ser la expresión de un vástago de la vieja guardia que llegó a presidente para romper con su padre como si resolviera su Edipo con la historia colectiva.
Hay cuerdas sensibles, estructurales y operativas que ligan las mazmorras de la ESMA -con sus delirios de escuela internacional en el Centro Piloto de París-, con el balbuceo presidencial bajo estricto asesoramiento del management y la tecnología maquinal e intelectual israelí incorporada a merced de las prestaciones de personajes como Mario Montoto, exMontonero devenido socio-asesor de la ministra Patricia Bullrich, también cercana a la escolástica del Almirante Cero. Lo paradojal hace al núcleo de una democracia que admite lo peor: asistido por las nuevas tecnologías de la información, por primera vez se expone de forma brutal su grado cero, la clandestinidad del secreto tal y como la podría anhelar el almirante Massera, aunque con las gamas obvias del paso del tiempo. Ese rejunte de servicios, policías, periodistas, patotas desocupadas, sindicalistas burocratizados y dirigentes políticos doblados con torturas, chequeras o favores sociales, que devino personal civil, ocupó sus puestos durante el menemismo y desencadenó los ataques a la Embajada de Israel y a la AMIA. Causas que llevan -simplificando y acelerando- a la marcha de los fiscales y la desgraciada tilinguería del «je suis Nisman», tomado del atentado contra Charlie Hebdo ocurrido unas semanas antes en París y tras el cual se multiplicaron los recuadros con la bandera de Francia en las fotos de perfil de las redes sociales alentado por el occidentalismo fanático de los medios corporativos.
«La inteligencia, en el nuevo contexto de una humanidad sin comunismo, queda equiparada con la tortura: los servicios secretos informan al Estado lo que el Estado quiere escuchar, es decir, producen al enemigo con las reglas de la ficción», se especifica en Los espantos. Porque en una guerra que se declara infinita como la que abrió el siglo, la conquista de la voluntad de la población civil no necesita censurar imágenes. Guantánamo está a la vista de todos, dice Schwarzböck. La tortura y la extorsión se pueden volver un espectáculo del orden y hasta una promesa de campaña. «Si el campo de concentración puede ser denunciado a través de las imágenes, la denuncia, por el sólo hecho de que no desaparezca quien la hace, revela no sólo que la institucionalidad de la que forma parte la desaparición de personas se considera a sí misma una institucionalidad democrática (como sucede en Estado Unidos), sino que el funcionamiento de la democracia misma, para su propio espanto, es compatible con la desaparición de personas», se lee en el mismo libro. Por eso es necesario escaparle a la parálisis del asombro. A fin de cuentas, es algo de lo que todos sabían. Y es precisamente ese saber velado -se sabe que no se sabe- y lo inesperado de su irrupción lo que vuelve tétrica la pregunta: y ahora, ¿quién podrá juzgarnos?