El mate
Por Daniel Mundo
A veces, muy de vez en cuando, no me digan que no se preguntaron cómo puede ser que esta cosa, esto, no importa qué, algo que es cotidiano, algo que se usa todo el tiempo, de pronto se vuelve extraño y parece no tener casi relación con ustedes. Uno se pregunta entonces: pero ¿qué es esto? ¿Por qué no lo tiro o lo cambio? ¿Desde cuándo lo tengo? Me pasó cada tanto con el mate.
El mate es un objeto híper cotidiano —cuando decimos “mate” por lo general nos referimos a un ritual, el ritual de cebar mate, más que a una cosa específica; en esta crónica cuando escribo mate me refiero al objeto mate, no al ritual. Si nos refiriéramos al ritual terminaríamos en un subjetivismo extremo del tipo: a mí me gusta y chau. ¿A vos no te gusta con sacarina? OK. A mí sí. ¿Para vos el mate dulce no es mate? OK. Para mí sí. Etc. La cosa mate, en cambio, es algo más concreto, objetivo, existe o parece existir independientemente de nuestro uso. En el mate como ritual no pasa tal cosa: habrá tantas maneras de tomar mate como cebadores de mate imaginemos. Ustedes entienden a qué me refiero.
Sé que a mucha gente la cosa mate le da lo mismo, y puede tomar entonces en un recipiente de madera o de plástico o de vidrio o de goma. Lo veo todo el tiempo y no puedo creerlo. Obviamente para mí no es así: no puedo tomar mate en cualquier mate o con cualquier bombilla. Uy, la bombilla. Ahora me doy cuenta que al objeto mate es más fácil separarlo del ritual que de la bombilla, como si bombilla y recipiente formaran una extraña unidad dual. Tengo tres bombillas iguales y las cuido como si fueran de oro (son de alpaca o de un material noble como ese) porque sé que no las volveré a conseguir: las hacía un herrero en Pinamar. Antes de fundirse había dejado de hacer las bombillas tal como me gustan a mí, cortas y curvándose cerca de la punta, y fabricaba tan sólo bombillas largas y rectas, cualquiera.
Algo tiene que quedar claro: en una dimensión, el mate es una cosa cualunque e insignificante; pero en otra dimensión es casi la cosa más íntima con la que entramos en relación. No es que uno le hable al mate o lo acaricie o lo bese. Ni siquiera al chupar o succionar nos estamos refiriendo. La intimidad con el mate proviene de todo el tiempo que nuestra vida gira a su alrededor. Son momentos muy precisos. Regulares. Y a veces únicos.
En abstracto el mate es para compartir, armar la ronda y pasar de mano en mano de ida y de vuelta. En concreto a mí me gusta tomar solo. Es una cuestión de tiempo. Lo mismo pasa con la cantidad de yerba que le ponés a la calabacita: no me gustan los mates cortos, esos que se acaban en una chupada (aunque tampoco me gustan los eternos que terminan en un charco de yerba lavada). Otra vez sin darnos cuenta nos deslizamos hacia el ritual, puta madre.
No es que haya tenido tan solo un solo mate en mi vida, tuve muchos, muchísimos; tampoco es que ahora no pueda cambiar de mate y esté condenado para siempre al mismo, tampoco es eso. Tuve una época purista que creía, realmente creía que únicamente se puede tomar mate en lo que se llama una calabaza. Todavía me encantan las calabazas. A veces se complica conseguirlas, como si desaparecieran del mercado. Se consiguen en ferreterías de barrio, tiradas adentro de una caja donde hay que ponerse a seleccionar por el tamaño del recipiente y el tamaño de la boca: un recipiente muy grande, una boca muy chica, etc. no sirven. Cuando me pregunto por qué las venden en las ferreterías, imagino que la tradición arranca cuando la ferretería era un local de ramos generales donde se vendían clavos, yerba y un pedazo de pan, pero no estoy seguro.
Tengo varias calabazas, y un par en excelente funcionamiento (es decir, no transpiran ni están rajadas). Pero estoy tomando mate en uno de metal, medio naranja, medio amarillo mostaza, que me viene acompañando desde hace más de treinta años, cuando me fui de la casa de mis viejos. De alguna manera funciona como un talismán al que vuelvo de tanto en tanto. Me acuerdo que de lo de mis papás me llevé veintipico de libros y el mate. No puedo decir que me resulte indiferente.
Las calabazas sienten y te hacen sentir el tiempo. Primer paso: hay que “curarlas”. ¡Cu-rar-las! No sé si se me entiende. Durante tres días, traspasar la yerba usada al nuevo recipiente y “quemarla” con agua hirviendo, para que desprenda el polvo y el olor. Por otro lado, se desgastan, se resquebrajan y tarde o temprano hay que tirarlas. A mí me duran dos o tres años. Recuerdo la calabaza de la que más me costó desprenderme, y que si busco con esmero todavía debe andar por algún cajón de la casa. Era marrón-marrón oscura y tenía una constelación de manchas claras no muy grandes que me hacían pensar en las farolas de un puerto vistas desde un bote. A veces me colgaba y miraba las manchas que se convertían en lucecitas moribundas y me imaginaba caminando por la calle empedrada de algún puerto del mundo. Y así seguía todo lo que me diera la imaginación. En un momento tuvo tres rajaduras que no se arreglaban con poxipol, perdía agua por todos lados, en fin, tuve que dejar de usarla. Oh, la nobleza de los materiales.
Hace unos meses pensé: basta de invocar la nobleza de los materiales. Basta de dividir el mundo entre lo auténtico (la calabaza) y lo inauténtico (la chapa). ¡Basta! Ahí me di cuenta que la chapa o la goma o el plástico más berreta también tienen su grado de autenticidad. No es por los golpes o la deformación de la boca o que se haya saltado la pintura, no, es que hay muchos tipos de autenticidades, algunos de los cuales no concuerdan con otros tipos de autenticidades, sin dejar ninguno de ser auténtico por ello. Tampoco estoy diciendo que depende del uso, de lo que el cebador o el tomador haga con el mate, no. No depende de nada, simplemente es así. Es un mundo más democrático ese.