El pibe
10 Marzo 2018
Por Branco Troiano
Iustración: Leo Sudaka
El primer puntazo cortó superficial el pecho y el segundo entró de lleno en el estómago.
Lo metieron en la celda de un empujón y trabaron la cerradura. Sintió cosquilleo y luego fuego, ardor.
Se echó sobre la pared tomándose la panza; las rodillas apuntaban al piso y la cabeza rozaba el cemento resquebrajado. La sangre brotaba dando pequeños saltos y bajaba cubriendo todo el vientre. Antes de llegar a los talones, la sangre ya estaba seca y oscura y pegada a la piel.
Pensó en su madre. Por un momento la sintió allí, abrigándole el cuerpo con los brazos. La imaginó sonriendo con el mentón pegado al pecho, y él debajo, a la altura del corazón.
Pero el pensamiento se fue diluyendo. Los pinchazos que nacían en el estómago hacían a la imagen cada vez más incierta. Unos minutos después, el rostro de la madre era sólo una mancha, y su presencia, otra cosa sin forma en medio de la oscuridad.
Mientras volvía del patio, uno de los que dormía en la celda más cercana a la suya pasó por el pasillo y lo vio. De manera espontánea se acercó a los barrotes para intentar ayudarlo. Le preguntó qué le había pasado.
No llegó a responder.
Cayó contraído al suelo, cerca del vértice de la celda, y el cuerpo pasó a ser un bulto negro que iba y venía entre latigazos pequeños. Entonces el hombre tomó un encendedor del bolsillo. Con el resplandor de la llama le iluminó el rostro, y en ese momento le pareció más tibio e indefenso. Los ojos permanecían abiertos, firmes, como si estuvieran mirando hacia adentro.
Era un pibe, hijos de puta, era un pibe, murmuró el hombre, que agachaba la cabeza y envolvía el encendedor caliente una de las palmas.