Ficciones numeradas
Ilustración: Leo Olivera
Por Branco Troiano
Cacho y Martita se encuentran en el almacén del barrio. Ambos esperan en la fila. Hace algunos instantes se saludaron chocando los codos. A Martita le parece algo ridículo, pero no tuvo opción: Cacho casi que lo venía levantando ni bien habían cruzado miradas, cuando todavía estaban a un par de metros de distancia.
Ahora esperan en la fila. En rigor de verdad fue Cacho quien llegó primero, pero le cedió sonriente el lugar. Martita pensó que el gesto era igual o más patético que saludarse con los codos, pero aceptó. Martita tiene una hija de veintiséis años que estudia diseño.
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El programa vuelve a estar al aire y el conductor, recto a la cámara, da la bienvenida al movilero con una sonrisa que no llega a ser. El conductor, a quien llamaremos 1, está en el estudio del canal, en Argentina. El movilero, quien será 2, en una esquina cualquiera de Nueva York. 1 da la bienvenida a 2 e inicia la charla. Pregunta cómo están las cosas, cómo están las cosas ahí. El delay obliga a 2 a aguardar unos segundos expectantes. 2 no sonríe porque piensa que la cosa, como la llamó 1, aunque todavía no lo sabe, no está como para sonreír, pero tampoco quiere mostrar preocupación, entonces la cara es una conjunción de pliegues que inconclusos y hasta cómicos. 2 por fin escucha y responde. Buenos días a todos por ahí, acá el clima sigue siendo de temor e incertidumbre, dice 2. Y sigue. Sólo en el día de ayer se registraron, en Estados Unidos, 579 muertos por efectos del coronavirus. Ahí frena. Es consciente de que en lugar de cosa eligió clima y que el número que dio es el exacto. Está satisfecho con su primera intervención.
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Un número, en ciencia, es una abstracción que representa una cantidad o una magnitud.
Un número está para representar algo todavía no narrado. Si no hay narración que subyace o envuelve al número, el número se siente en soledad. La soledad, a veces, deviene en frivolidad. La frivolidad, a veces, deviene en cinismo. El cinismo, a veces, deviene en tragedia.
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El colectivo va más lento que de costumbre y transporta a tres pasajeros. Uno de ellos, un señor de unos cincuenta años, lleva puesto un barbijo. El conductor se llama Diego. Diego no lleva un barbijo pero está cubierto por una suerte de cápsula de plástico. Los que la ven por primera vez tienen reacciones dispares. Algunos endurecen aun más la cara que ya traían y otros ríen y hasta largan alguna carcajada. Diego responde a tono con cada reacción: cuando denotan abatimiento, él pega los labios, cierra leve los ojos y baja el mentón; caso contrario, sonríe y encoge los hombros. Los pasajeros de siempre consideran que Diego es buena gente.
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Martita y Cacho siguen esperando su turno en la fila, que avanza, a juicio de ambos, si bien no es algo que hayan puesto en común, lenta. En eso Cacho hace dos pasos y le pregunta cómo va todo. Martita se sobresalta, tenía la mirada perdida en un punto cualquiera del fondo del almacén. Bien, responde, todo bien. ¿La nena bien? Bien, todo bien, ahí, en casa. Bueno me alegro viste hay que cuidarnos no queda otra no sé si te enteraste lo de Mario el de la otra esquina que dicen que se infectó pero todavía no lo quieren andar contando por ahí porque qué sé yo hay cada cosa que se está diciendo yo con Susana tratamos de no escuchar mucho ni leer mucho porque se dice cada cosa que mama mía. Martita recibe la batería de enunciados de Cacho con la misma quietud atónita con la que contempló el destrozo de su auto por la caída del último gran granizo. Logró retener poco de todo eso, una suerte de pequeños flashes: me alegro, Mario y mama mía. De todo lo demás, nada. Sin embargo no sabe por qué -y en verdad ni se lo pregunta- pero hubo algo que se desprendió de todo lo que Cacho dijo, no sabe, no sabe, quizás el tono, quizás el énfasis en el alguna palabra en particular que la atemorizó. Entonces se da vuelta y lo mira fijo a los ojos. Cacho no está preparado para recibir esa mirada. Ambos se quedan callados por unos segundos. Cacho siente un calor que le sube fugaz de la panza al pecho.
Hace varios días que Martita entiende poco y se aflige mucho. Hace varios días que Cacho habla sin parar.
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1 escucha atento la intervención de 2 y luego consulta si el presidente Donald Trump se ha pronunciado en estas últimas horas. 2 responde que el mandatario escribió un tuit en el que critica el accionar de la Organización Mundial de la Salud. 1, con la euforia de un nene que recibe regalo esperado, le comenta a 2 que es normal que Trump se manifieste por esa red social, y que suele generar mucho revuelo. 2, envalentonado por 1, se permite relajar la cara y, con tono que oscila entre sorpresa fingida y fascinación, dice que sí, que Donald es un gran personaje del mundo tuitero. En ese momento, 1 y 2 están sonriendo. 2, un poco más relajado, desvía la mirada de la cámara por primera vez y rápido vuelve hacia ella.
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Normalmente se da que al 1 lo sigue el 2, pero en ocasiones aparece, por ejemplo, el 1,5, es decir el uno y medio, de manera que el 2, que a priori no dudaba de su distancia con el 1, pierde referencia, y después de entender que deberá reconstruir el camino hacia 1, nota, afligido, que también deberá reconstruirse él mismo.
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Que Diego es buena gente lo considera la mayoría. Sin embargo hay dos problemas, uno a raíz del otro: que ahora ser buena gente no alcanza y que eso es algo que la mayoría no considera.
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Martita ya dejó de mirar a Cacho. Cacho se quiere ir. Martita siente la respiración agitada de Cacho. Cacho sabe que Martita la siente y, aunque lo intenta con las dos maneras que le propuso el médico, no logra controlarla. Martita sabe, a su vez, que en este momento no hay nada que Cacho desee más que controlar su respiración, pero igual la fastidia. Cacho inhala y exhala cada vez con mayor dificultad y se angustia. Martita piensa cosas, a su juicio, feas, y siente culpa. Después de unos segundos, se da vuelta de manera brusca y lo estruja en un abrazo. Ambos tienen lágrimas en los ojos.
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1 manda a un corte. La pantalla muestra una publicidad de una reconocida marca de gaseosas. Un hombre de unos cuarenta años, de pelo castaño lacio, boca amplia y cejas tullidas, busca no se sabe qué en una góndola. Intuimos, una de las gaseosas de la marca.
En efecto, era así. Cuando la agarra y la deja en el carrito, otro hombre que parece trabajar en el lugar le carga, sirviéndose de un guiño cómplice de ojos, dos gaseosas más. Ahí la imagen se corta y la pantalla se llena de cifras de colores chillantes.
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Hace algunas décadas, en algunos colegios, algunos maestros enseñaban a sumar y restar con porotos y botones.
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-¿Cuántos muertos son trece coma tres por ciento, papi?
Diego, que para la mayoría de sus pasajeros es buena gente y, claro, para su familia también, tiembla y no sabe qué responder.