Gauchito Gil, protector de los humildes
Por Luciana Sousa
Como cada 8 de enero, más de 200.000 peregrinos llegan a las cercanías de Mercedes, Provincia de Corrientes, a venerar al gaucho milagroso. La ceremonia comienza el día anterior con la vigilia en el santuario, sobre la ruta 123 (a unos 250 kilómetros de la capital provincial) y se extiende durante una calurosa jornada en la que cientos de miles de caminantes deambulan entre la ruta y los campings donde se arrinconan los micros que acercan creyentes de todo el país. Los mismos micros que aguardan al final de la jornada para volver a sus hogares a los peregrinos que pagaron una suma similar a la que invierte el fan del Indio Solari para ir a verlo tocar al interior.
Hoy no llueve y ese parece constituir el primer deseo concedido del gaucho al pueblo correntino, que sufre desde hace semanas la peor inundación en su historia.
La procesión marcha bajo un sol africano, a contramano de una corriente de autos que vuelve a paso de hombre y que viva con bocinazos a los caminantes. Se trata de una marea roja, algo desprolija, donde desfilan grupos identificados con banderas e incluso chalecos con inscripciones del tipo “Agrupación Payubre” o “Los Románticos promeseros del Gauchito Antonio Gil”. Una tercera fila la conforman los gauchos a caballo, que serpentean a mano izquierda de la ruta, entre vendedores ambulantes y coches parados con baúles abiertos, sombrillas y reposeras.
La caminata es larga, a pesar de tratarse de una decena de cuadras. Se avanza lento hasta el tinglado que protege al santuario, una suerte de galpón improvisado del que nacen dos brazos de hombres y mujeres que esperan su turno para acercarse a la tumba del Gaucho Gil. Entre los ríos de creyentes, protegidos del sol por banderas y sombreros, se repiten los vivas, al tiempo que se comparten velas encendidas provenientes del santuario que se pasan de mano en mano.
El paso es rápido, ordenado por dos gendarmes que desde el santuario obligan a circular a los creyentes, dando apenas unos minutos a cada grupo para presentarse ante la tumba. "Oh, Gauchito Gil, te pido humildemente que se cumpla por tu intermedio ante Dios, el milagro que te pido", predican las paredes una oración que se repite en cientos de santuarios improvisados en los márgenes de las rutas, donde cuelgan trapos rojos en homenaje a Antonio Gil.
Lo que sucede una vez adentro se parece mucho al silencio, un silencio compartido entre varios, una corona de pensamientos íntimos que comulgan en ese amontonamiento y que se agigantan a medida que se acerca a la tumba. Hay lágrimas, abrazos, miradas de angustia muy reprimidas, bocas que se pegan a todo tipo de imágenes. Pero también hay poderosos gritos de viva el gaucho que rompen el hielo, hacia atrás y adelante.
Dos figuras de yeso custodian el santuario, que está cubierto de placas doradas y plateadas, en las que hay mensajes de todo tipo, aunque abundan los agradecimientos de tal o cual familia por deseos concedidos. También hay gestos de promesas cumplidas, sintagma que se repite en las cientos de calcomanías que un peregrino de no más de 30 años reparte a los creyentes en la fila. Las figuras, en tanto, están regadas de vino; cuelgan de ellas rosarios y pañuelos, mayoría en esa romería de ofrendas que siembran los creyentes a los pies del Gaucho y que evidencian una tradición sincrética de este santo pagano. Manos desesperantes se aferran a las figuras, e incluso algunas personas besan su rostro y sus pies. Un fotógrafo improvisado ofrece a los peregrinos una foto con la figura, pero el gendarme lo apura, porque tiene que seguir rotando la gente. Parace que este año el gaucho tendrá mucho trabajo.
La leyenda
La leyenda del Gaucho Antonio Gil se inscribe en una zona del universo popular no consagrado en las páginas oficiales. Más aún; a diferencia de la vida de otros gauchos famosos, retratados en folletines de época y posteriormente editados en libro o representados en teatro, la historia del Gauchito sobrevive gracias al relato oral del pueblo correntino, en donde circulan varias versiones. La más recurrente es la del gaucho desertor. Antonio Mamerto Gil Núñez, Antonio Gil o, como dicen otros, Curuzú Cruz Gil, nació alrededor de 1840 en la ciudad de Mercedes, fundada en 1932 con ese nombre, y anteriormente conocida como Payubre (así llamado el arroyo más cercano).
Se dice que la desgracia del Gauchito comienza al enamorarse de doña Estrella Díaz de Miraflores, belleza correntina que también desvelaba al comisario del pueblo. En aquellos años, bien lo retrata la literatura de época, enfrentarse a la ley implicaba solo dos destinos: el calabozo o el destierro. El Gauchito se alejó entonces enrolándose en la guerra del Paraguay (1864-1868).
En tanto, los federales litoraleños, después de la caída de Rosas, se dividieron en Rojos (autonomistas) y Celestes (liberales), llegando incluso a enfrentarse en batallas como las de Cañada del tabaco (1872) e Ifran (1878). El coronel celeste Juan de la Cruz Salazar decide reclutar el gaucho Gil para incorporarlo a esta última. El Gauchito, ferviente defensor de la causa federal, rechaza esta decisión, argumentando que no había que pelear entre hermanos. Antonio Gil es entonces considerado desertor, cargo que en aquel momento se paga siendo degollado o fusilado. Decide entonces darse a la fuga con dos compañeros que el derrotero convirtió en famosos cuatreros en la zona, y que fueron capturados y muertos a tiros antes que él: un mestizo de nombre Ramiro Pardo, y el criollo Francisco Gonçalvez.
Salazar decide trasladar al Gauchito a Goya, donde se prepara una nota firmada por 20 “notables” que piden clemencia por Gil. Para evitarla, y a pesar de que el documento se hallaba en viaje, el 8 de enero de 1878 decide colgar al Gauchito cabeza abajo en un algarrobo del camino y degollarlo. Aquí es donde ocurre el primer milagro. El gaucho replica a su verdugo (un sargento del que no trasciende el nombre) que la nota está en camino. El sargento lo ignora. Entonces el gaucho le advierte que al volver a su casa, junto a la orden de su perdón, encontrará el verdugo a su pequeño hijo muy enfermo, moribundo, “por derramar sangre de un inocente. Invoque mi nombre y lo salvará”, le dijo Gil. Una vez decapitado, el Salazar llevó la cabeza en sus alforjas a Goya, y el verdugo sepultó el resto del cuerpo.
A la vuelta, el sargento comprueba lo que dijo el Gauchito; lo invoca y el chico sana. El sargento volvió al lugar de la ejecución y puso una cruz de espinillo (algunos dicen que de ñandubay); al poco tiempo la gente comenzó a visitar el algarrobo y la tumba, dejando ex-votos y velas encendidas y dando inicio a un ritual que se ha conservado por casi dos siglos.
La pena del Gaucho
Es notable la similitud de la historia de Antonio Gil con la de otras historias de gauchos, provistas por la cultura popular y apropiadas en las entrañas del pueblo, como la del gaucho Juan Moreira e, incluso, la de Martín Fierro, entre otras. En ellas se reitera el “motivo” de la famosa pena del gaucho, lamento por tener que someterse a un aparato administrativo-judicial que lo estatiza; lo condena a la errancia y a la frontera, donde se vuelve soldado (una suerte de uso económico y político de su cuerpo, como postula Josefina Ludmer en su libro El género gauchesco, un tratado sobre la Patria).
El siglo XIX consolida al gaucho como engranaje de la maquinaria de un Estado que aún dirime valores, y que empieza a cerrar un programa político con la sanción de la Constitución de 1853, la unificación territorial de 1862 y la federalización de 1880. El gaucho es parte de ese programa político; a través de sus historias se cuenta la historia de la organización nacional.
Sobre su figura hay, además, toda una teoría promovida por una elite de intelectuales, con Sarmiento a la cabeza, que cuestiona la “productividad” del gaucho -su función dentro de este nuevo Estado-, y que propone su eliminación o su “reconversión” a otro tipo de gaucho, como el gaucho alemán, tal como lo menciona Sarmiento en su célebre Facundo.
En este marco, ser gaucho es delito, porque el gaucho no es dueño de su destino. Su distinción es su coraje. Por eso la instancia de la muerte, tanto en el caso del Gauchito Gil, como en el de Moreira, son redentoras. Y es por eso también la enorme adhesión de este tipo de personajes para todos aquellos que luchan contra un destino injusto (y, sobre todo, contra un Estado injusto). El gauchito Gil es admirado tanto por sus milagros como por el sistema de valores que despliega. Es un héroe excepcional y a la vez colectivo, porque es la historia de miles que se acercan a su figura a renovar fuerzas y fe.
El proceso de desmarginalización de su figura es muy posterior (sobreviene con el fin de la Campaña al desierto que libra el ejército argentino comandado por su mentor, Julio Argentino Roca, entre 1878 y 1895) y se corona con la construcción del gaucho como paradigma a partir de la propuesta de Leopoldo Lugones que hacia 1913 considera al Martín Fierro como epopeya o gesta nacional. A partir de ese momento cambia su signo social; los gauchos, casi extinguidos, se vuelven héroes literarios, se amansa su rebeldía y su coraje, se exalta su pena y su sabiduría, y se constituyen simpáticos tipos sociales que se replican en souvenirs, remeras y folletos para ilustrar la venta de la fértil la pampa argentina.