Haroldo Conti: cazador americano
Por Marta Scavac (en ocasión del 30 aniversario de la desaparición de Haroldo Conti)*
“Disculpen, estoy un poco emocionada. Este ha sido un momento muy fuerte para todos los que queremos a Haroldo. Un beso para Alejandra Conti, la hija mayor de Haroldo que no pude llegar hasta ella. Un beso para Miriam, mi hija mayor. Un beso para la señora Dora Campos, la primera esposa de Haroldo.
Quiero agradecer profundamente a la Secretaría de Derechos Humanos. Realmente nunca me imaginé que iba a llegar este día, que desde el estado, desde el gobierno, se rindiera un homenaje a Haroldo y sé que se hace desde el corazón. Muchas Gracias, muchas gracias.
En la madrugada del 5 de mayo de 1976 llegamos a nuestra casa, veníamos del cine de ver El Padrino II. En casa había quedado mi hija Miriam de siete años y mi bebé de tres meses… Ambos chicos habían quedado con un compañero, con un amigo: Juan Carlos Fabián. Aprovecho la oportunidad como lo hice otras veces, y como no fue recogido mi pedido, quiero aclarar que hubo una confusión medio extraña cuando se habló de uno de los represores, de los asesinos que estaba en mi casa era Juan Carlos Fabián. Y no era para nada así, yo reivindico a Juan Carlos Fabián como un compañero más, era un compañero de lucha y como a todos mis compañeros yo los reivindico.
Llegamos a casa. Recuerdo que eran las doce y cinco cuándo bajé del coche y le dije a Haroldo:
‘Ernesto debe estar muerto de hambre, ya se pasó la hora de la mamadera’. Voy a abrir la puerta de casa, estaba trabada. Baja Haroldo y dice: ‘Yo puedo, yo puedo’. Y cuando él intenta abrir, se abre la puerta de golpe. Había un grupo esperándonos inmediatamente yo lo único que alcancé a ver fue un grupo de seis u ocho personas –por llamarlos de alguna manera- que me ponen un arma en la cabeza con silenciador, recuerdo que me tiran al piso, inmediatamente me encapuchan y me atan.
Cuando me tiran al piso alcanzo a ver a Juan Carlos que ya estaba tirado en el piso sin capucha, pero sí atado. Me dejan en el living donde se encontraba él, escucho que lo llevan a Haroldo, que forcejean, escucho varios movimientos como de cuatro o cinco personas, ahí me di cuenta que Haroldo se resistía a ser atado y llevado. A nuestro cuarto fue después.
Fue el comienzo de una noche muy espantosa donde por momentos me confundía porque era tal la desesperación de estos tipo por robar lo que había en la casa, desde ropa, muebles, todo lo que se podían llevar, buscaban plata, rompían floreros, preguntaban ‘¿Dónde está la plata?’, ‘¿Dónde está la plata?’.
Este grupo se dividía en dos: estaba el bueno, intelectual. Debo reconocer que por sus intereses – no por bueno - me salvó de unos cuantos golpes, me llevó al escritorio y me preguntó sobre Mascaró, por qué había colaborado con Mascaró, por qué había viajado a Cuba. Trataba de mantener su serenidad esta persona pero en un momento no pueden ocultar lo que son y dicen: ‘Estamos en guerra, son ustedes o nosotros, no podemos dejar ni siquiera las semillas de ustedes’.
Una noche muy larga, unas cuantas horas, yo escucho que van a llevárselo a Haroldo, escucho que le dicen: ‘Haroldo, qué caro que vas a pagar por todo esto’.
Ahí pregunto qué van a hacer con él. Me dicen que tienen unas cuantas preguntas para hacerle. Les respondí que habían estado toda la noche haciéndole preguntas. Que yo podía ayudar a contestar las preguntas pero que no tenían por qué llevárselo a ningún lado.
En ese momento recibí una flor de patada en los riñones. De todas maneras sigo pidiendo, porque el dolor físico no se siente en esos momentos, ¡es tan grande el otro dolor!
Cuando me doy cuenta de que es inútil, que por supuesto que no me van hacer caso, les pido que me quiero despedir de Haroldo, que quería saludarlo.
Y este buen señor me dijo: ‘Yo la llevo, señora’. Y me va llevando, yo estaba encapuchada, estaba atada así que me llevaba él por mí casa. Mi aspecto no era muy elegante, porque estaba sin ropa, estaba golpeada, como le pasó prácticamente a todos los que vivieron una situación similar, ¿no? Y en el trayecto desde el living hasta mi dormitorio, uno de ellos todavía se burla, dice: ‘Vas a bailar el vals con la señora que está tan elegante’.
En un momento me detiene este hombre y yo siento el aliento, la presencia, el calor de Haroldo, y quiero extender mis manos y no puedo porque estoy atada, lo empiezo a llamar y me dice: ‘Acá estoy, acá estoy querida, quédate tranquila, estoy bien’. Y yo le digo: quiero verte, necesito verte.
Él se acerca y me da un beso acá en la barbilla que era el único lugar que yo tenía descubierto.
Hasta aquí llegaba la capucha que eran dos camisas que me habían puesto. Cuando Haroldo me da un beso en esa parte de la cara que yo tenía descubierta me doy cuenta que Haroldo no estaba encapuchado porque sino hubieran sido otros sus movimientos, cuando me doy cuenta que no estaba encapuchado, ahí sí perdí el control que más o menos pude contener en las horas anteriores. Empecé a gritar desesperadamente que no me lo llevaran.
Me tiran sobre nuestra cama, uno de los tipos se tira sobre mi cuerpo, me pone un arma en la cabeza pidiéndome que me calle y al mismo tiempo escucho los ruidos de cadenas que se van llevando a Haroldo, que evidentemente arrastraba con sus pies y sus piernas una cadena, todavía me parece escuchar esos ruidos y yo gritando y él diciéndome, y esas fueron sus últimas palabras: ‘¡Cuídame el nene!, ¡Cuídame el nene!’.
Fueron las últimas palabras que escuche de Haroldo. Simultáneamente el compañero que estaba en casa era duramente golpeado, pedía: ‘Dejen a la señora y a los chicos que no tienen nada que ver! ¡No sean cobardes!’. Se los llevaron a los dos…
Yo quedo tirada en el cuarto. Escucho los coches que parten, entre ellos el nuestro - que por supuesto no se recupera más, eso no importa - tiene que saberse que además de asesinos eran ladrones, que de pronto me merecen más respeto los que están en Devoto
De repente se abre la puerta y siento dos voces. Me levantan del piso para cargarme, para meterme en el coche evidentemente.
Uno de ellos grita: ‘No, no, no pará, pará, está el televisor ahí y el tocadiscos’ (en esa época los televisores eran grandes). Estaba el tocadiscos Winco y justo allí mismo había un canasto grande que habíamos comprado en Ecuador con los discos de las nenas… ¿Te acordás hija?
Eso me salvó porque me volvieron a tirar al piso y decían que ‘no hay lugar en el coche para todos; primero llevemos todo esto’. Yo escuchaba, las voces eran dos, en esos momentos ya se habían ido los otros y escuchaba como hacían fuerza porque eso era muy pesado. Le dan un golpe a la puerta y se van. Y yo había calculado más o menos el tiempo que demoraban porque teníamos la comisaría 29 a tres cuadras yo estaba calculando lo que demoraban entre viaje y viaje y digo: estos están llevando las cosas a la comisaría.
Me di cuenta que no tenía mucho tiempo, me di cuenta que mi vida y la de mis hijos estaban realmente en peligro. Un rato antes, dos de los tipos se peleaban entre ellos refiriéndose a Ernesto, mi hijo de tres meses (yo estaba allí a los píes, encapuchada y atada). Decían: ‘Este lo quiero para mí, por este pibe vamos a conseguir buena guita porque es rubio y blanco’.
Yo no sé de donde saque fuerzas porque me fui arrastrando por el piso de la casa hasta que llego al cuarto de los chicos, comienzo a llamar a Miriam, mi hija que tenía siete años en ese momento, ella me ayuda a sacar la capucha, desatarme, fue tremendo ver el desastre que habían hecho en la casa. Rompieron todo, habían tirado todo, habían cenado, habían preparado milanesas (estaban los restos) había seis platos me acuerdo, seis platos en el comedor diario.
Cuando pudimos fuimos tratando de salir. Cuando llegamos a la puerta se habían llevado la llave, se habían llevado el teléfono, lo único que quedaba era salir por la ventana. Mi hija me ayudó porque yo estaba muy mal, muy debilitada físicamente. Entonces me subo al sillón, que se quedó porque era muy grande, y ahí rompo la ventana, mis dos hijos quedan, mi bebé en brazos de su hermana, de Miriam. Y yo le digo a la nena: ‘Déjame que voy a saltar yo a ver si realmente están afuera’, porque esa era la amenaza, que no intentara nada, que ‘si llega a pasar algo, quédate quieta, no salgas, cuídate a vos y a tu hermano’.
Salté a la vereda, ya eran alrededor de las siete de la mañana, mucho frío, muy nublado, mi casa era una ochava, no veo nada. Recorro para un lado, recorro para el otro, y digo: ‘si están que me maten a mí pero por lo menos los chicos que estén adentro’. No vi nada, volví a la ventana y digo: ‘¡Vamos, Miriam, rápido, no nos queda mucho tiempo!’.
Ella me alcanza el bebé, después yo la ayudo a saltar a ella y caminamos unas dos cuadras como se podía y aparece un taxi. Cuando yo veo que aparece un taxi, digo: ‘o esto es un milagro o es uno de ellos’. No tenía alternativa, tenía que salir de ahí. Y no, resultó un hombre del pueblo.
Cuando me ve dice: ‘¿Señora, que le pasó?’, le digo (¿Qué le iba a decir?). ‘Entraron unos ladrones a mi casa, se llevaron todo, tengo que ir a casa de mis padres que están a diez cuadras de acá y no tengo ni una moneda’.
‘Señora, no se preocupe, yo trabajo de noche y estoy viendo todos los días situaciones como estas’, dijo. Se bajó del coche, me ayudó a subir, se sacó su saco y me cubrió con su saco porque yo estaba sin ropa y me llevó a la casa de mis viejos. No sé su nombre, no recuerdo su cara y le estoy profundamente agradecida.
A partir de ahí comenzó una búsqueda entre todos, empezando por nuestro refugio que era la revista Crisis donde estaba el compañero tan querido Federico Vogelius. Acá está Rita, esta gran mujer que fue su compañera. Comenzamos a hacer denuncias a nivel internacional, de todo tipo. Yo recorría los lugares de prensa llevando el comunicado a todas las agencias, golpeé las puertas de todas las redacciones, reboté en todos lados porque decían que la orden del gobierno nacional era no mencionar a Haroldo Conti. A los tres días Radio Colonia hace la denuncia del secuestro.
Hicimos diferentes trámites para tratar de saber dónde estaba. Federico Vogelius tiene un contacto con un hombre de prensa, de la Secretaría de Prensa de Videla, a cambio de una pintura que costaba unos cinco mil dólares. Este hombre nos da la información de que Haroldo estaba en el Vesubio y que no lo íbamos a volver a ver y que la misma suerte iba a correr yo. Sí, efectivamente así fue, no lo volvimos a ver.
Pero Haroldo no está desaparecido, Haroldo está vivo, Haroldo está en su obra, Haroldo está en la familia que lo sigue queriendo, Haroldo está en sus amigos, Haroldo está en su grandeza, en ser solidario, en darle una mano sin importarle qué, Haroldo está en todas partes, no pueden desaparecerlo y yo lo sigo amando como hace treinta años. Gracias.
*Romano, Eduardo, “Haroldo Conti alias Mascaró, alias la vida”, Buenos Aires, Colihue-Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, 2008. Pág. 66-70.