La huida

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La huida

29 Octubre 2017

Por Betina Payaslian

Es la tercera vez que sale al balcón mientras espera el taxi. Prende un cigarrillo y se queda apoyada en la baranda mirando fijo hacia la segunda puerta lateral del Congreso. Hace ya 30 años que llegó de Italia luego de conocer a su marido y desde entonces vivió con él en el mismo departamento de la calle Rivadavia.

Habían elegido ese piso señorial para instalarse en Buenos Aires. Aún recuerda cuando entró por primera vez a recorrerlo con el vendedor de la inmobiliaria. Se quedó obnubilada y no quiso seguir mirando los otros departamentos de la lista de los clasificados. Enseguida le dijo a Mario: “Es este mi amor, me quedo acá”. Mario no la contradijo y cerró en el momento la reserva. 

A partir de entonces ese lugar fue el testigo de la violencia que con el tiempo se volvería irrefrenable, el escenario de una vida marcada por el amor, la pasión y la ira.

La furia soportada durante tanto tiempo llevaría a Sandra a estar ahora ahí, esperando el taxi, despidiéndose para siempre de ese lugar.

Volvió a entrar para ultimar los detalles pendientes. Estaba obsesionada con dejar todo como si ella estuviera por llegar como cada día, nunca mucho después que él. Debería dejar todo en su lugar. Su ropa, sus cosméticos, los percheros con sus abrigos, la heladera llena. Llevaría con ella sólo un pequeño bolso con la billetera, una muda de ropa y un par de libros. Cuanto más tardara Mario en entender que ella nuevamente se había ido sería tiempo ganado.

Recorrió por última vez su casa, entró a cada cuarto y los miró sin sentir absolutamente nada, ni dolor, ni melancolía, ni ganas de llorar. Sólo pensaba en irse. Al abrir la puerta del escritorio observó la colección de fotos colgadas sobre la pared, eran láminas que habían traído en su último viaje a Europa. Se trataba de varias fotos de una muestra que visitaron con Mario en Barcelona. Sandra las había elegido una por una y colocado en pequeños portarretratos en la pared detrás del escritorio. Recordó los comentarios de sus amigas al verlas, ¿cómo se le había ocurrido colgar esas fotos tan tétricas? y sin embargo a ella le resultaban atrapantes. Allí se quedó observando la foto que siempre le había llamado la atención, la de la mujer agarrada al banco. Más de una vez había pensado en esa foto, en la pose de la mujer y sobre todo en esa mirada que le resultaba vacía, tan vacía como ella se había sentido todos estos años.

Sacó el portarretratos y guardó la foto en el bolso dejando un hueco en la pared, un rastro de su ausencia, un aviso quizás.

Tenía organizada su huida desde hacía más de dos meses. Se iría directo al aeropuerto de Ezeiza donde su amiga Ana la estaría esperando para darle el pasaporte, el pasaje y despedirla. Ana la había acompañado a Sandra en toda la planificación, sin ella hubiera sido imposible. No confiaba en nadie, o mejor dicho, había aprendido a respetar el poder de su marido. Entendió luego de varios intentos de abandono que él sería capaz de todo con tal de encontrarla.

Sandra había conocido a Ana en el centro de ayuda a las víctimas de violencia, lugar al que asistía desde hacía seis meses. Allí se había presentado luego de una de las últimas golpizas donde Mario le abrió la cabeza con una azucarera de acero que le había arrojado. Tenía además dos cotillas fracturadas y el dedo anular fisurado cuando la médica que la atendió en la guardia le dedicó una extensa conversación en la que Sandra no emitió sonido pero se llevó apretado en su mano el papel con la dirección del centro de ayuda. Lo memorizó y lo tiró antes de volver a su casa.

Dos semanas después se acercó al centro de la calle Lavalle para tener la primera entrevista y así pasó a formar parte del grupo al que debería asistir dos veces por semana.

Iría rigurosamente durante esos seis meses y también rigurosamente mantendría en cada encuentro la boca cerrada.

Un día a la salida, dos semanas después de empezar los grupos, mientras se resguardaba de la lluvia bajo un techo, se le acercó Ana y le dijo: - Sos dura vos eh.

 Sandra la miró fijo pensando “¿A esta qué le pasa, como se me acerca asi?

 Pero Ana siguió: - Vení, vamos a tomar un café hasta que pare.

Caminaron bajo los marquesinas hasta Corrientes por Callao y se sentaron en el Ópera. Se quedaron hablando durante dos horas, y esta vez Sandra no pudo cerrar la boca, las palabras se le caían mientras sentía que el corazón se le aceleraba. Hablaba sin pensar. Una catarata de frases y oraciones con fechas, guardias de hospital, escenas con policías golpeando la puerta de casa, corridas por la calle, tirones de los brazos, golpes contra las paredes, contra el piso. Cuando pudo detener la lengua se le anudó la garganta, las lágrimas saltaron de sus ojos y buscó poder tomar aire cada tanto para no desmayarse, su cabeza era un remolino. Ana estiró su mano, la apretó fuerte y le dijo: -Tranquila, no vas a estar más sola.

Y fue así.

La vez que se había escapado a Italia fue muy obvia en todo. Se fue con aviso, le dejó una carta llena de reproches y algunas cuantas palabras de amor que le dejaron a Mario la indicación de ir a buscarla. Le escribió datos precisos, como que se iría a lo de su hermana en Roma, donde la esperarían para protegerla de él. En aquella ocasión, Marina, su hermana mayor, le había girado la plata para el pasaje y tenía el cuarto de su casa listo para que Sandra pudiera arrancar junto a ellos una vida nueva. Pero la estadía duró quince días. Mario apareció en la puerta de la casa convenciendo a todos de que lo dejaran entrar porque él estaba dispuesto a pedir todo el perdón que pudiera, demostraría el arrepentimiento con lágrimas, con palabras de amor para repartir a todos. Entonces ese intento de vida nueva resultó en una luna miel más, de esas a las que estaban acostumbrados luego de cada batalla.

Una vez sentada en el taxi yendo hacia Ezeiza al encuentro de su amiga Ana, Sandra se desarmó con un suspiro de alivio sobre el asiento trasero del auto y recién ahí tuvo la certeza de que se trataba de su verdadera huida.