La rabia

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La rabia

05 Abril 2020

Por Demián Konfino

 

Nació como el contorno de un rumor. Fue tomando forma y se convirtió en noticia. Primero de color. Indefinido, el color. Después, amarilla. La radio empezó a hablar de escándalo. En la cola de Despensa Luana o en la del Banco Provincia. Los cajetillas del restorán Venados o los pescadores del río Ajó. El pueblo se empezó a exaltar. Era cierto.

Un tano en General Lavalle. En plena pandemia.

La hija del jefe de guardaparques, Agustina, se casaba con Ernesto, el heredero de un extenso campo en General Madariaga. Hacendado el pibe, buen partido. Pero nieto de tanos. Y si antes esto no era un problema, ahora sí. En nuestro país recién aparecían los primeros casos. Pero las noticias que llegaban desde el primer mundo eran poco alentadoras.

El primo del pretendiente, Francesco, llegó para la boda que se iba a celebrar en La Merced y, claro, para el fiestón que se esperaba en la Sociedad Rural de Tordillo, en el vecino pueblo de General Conesa. Sin embargo, inexplicablemente, fue alojado en la casa de don Echeverry, el jefe de guardaparques de Lavalle, sobre avenida Mitre.

En la radio la polémica se instaló. ¿Por qué el tano no se quedaba en Madariaga si Ernesto era de allá? ¿O en Conesa, si allí sería la fiesta? Había que minimizar riesgos y los tanos, por definición, eran riesgosos. A nadie le importaba si eran de la Lombardía, donde picaba fuerte el bicho, o si eran de Calabria, como Francesco, donde la cosa estaba más tranquila. La información, en estos casos, solía ser una de las primeras víctimas.

El Dr. Arizmendi, intendente de Lavalle cortó por lo sano. Citó a conferencia de prensa. En la sala, los dos movileros de las dos radios y la cronista del semanario local con estricta separación de un metro. Quiso llevar calma a la población. Y en buena medida lo logró. Comunicó que el tano sería conducido en una finca familiar en General Guido. No iría al servicio religioso en La Merced y solo iría a la fiesta. En un auto particular, se sentaría solo y tendría un mozo propio, con guantes y barbijo. El tano también, por supuesto, vestiría todas las medidas de higiene necesarias.

La tranquilidad volvió por unas horas a los bancos de la plaza del pueblo. La cuestión pasó a ser abordada en los últimos quince minutos de la programación radial. Y el alcohol en gel volvió a tener stock en la única farmacia lavallense.

La paz no podía durar demasiado mientras transcurriera la peste. La prensa volvió a abordar el tema como una cuestión política, casi judicial. La intendencia de General Guido había enviado una carta documento al municipio de General Lavalle, con el fin de retractar la medida. El problema era de Lavalle. Guido no tenía por qué hacerse cargo del muerto.

¿Muerto? Si nadie estaba muerto. Ni siquiera infectado. Pero el drama ya había ascendido a estaturas escalofriantes. Se hablaba que el sistema sanitario local no cubriría la demanda y la farmacia, ya había quedado demostrado, no lograría un adecuado abastecimiento.

El sentimiento guidense empezó a aflorar como en viejas epopeyas años ha. No lo iban a permitir. Qué se creían. El gerente del correo sucursal General Guido, don Achával,  visitó a don Velázquez, el viejo dueño del polirrubro Buena nueva. Le comió el coco. A Guido nadie lo iba a llevar de la rastra. Armaron una reunión en el correo. Invitaron a don Ricardo, dueño de la Panadería Don Ricardo y a Sergio, dueño de Gomería Sergio.

La propuesta fue de Achával pero no hubo desacuerdos. Había que cortar por lo sano. Crearon el Comité de Autodefensa de Guido contra la Epidemia. Las siglas daban para CAGE pero resolvieron ponerle CAGUE. La primera misión estaba clara. Hacer respetar a Guido. Los cuatro presentes lo entendieron perfectamente sin siquiera decirlo. Había que deshacerse del tano.

Quedaron en encontrarse el viernes por la mañana en el correo, justo el día anterior al casamiento. Sergio llegó con su rifle 22 Browning de palanca, colgado del hombro por la correa. Tal como habían quedado. Ricardo llevaría su Fiorino y, juntos, le harían la visita al tano.

Llegaron como pudieron, por el par de surcos de huella de tractor sobre el camino embarrado. Un viejo casco rosa pálido se divisaba a lo lejos, una vez atravesada la tranquera. Cuando la Fiorino se acercaba un hombre fornido y de cabello ensortijado salió al encuentro. Estaba envuelto en un mameluco blanco, llevaba guantes de látex azules como manos y el rostro, se escondía detrás de un barbijo blanco.

Ricardo clavó el freno y bajó. El resto hizo lo propio. De la caja del utilitario saltó Sergio y cargó el Browning al hombro. El hombre, al ver el caño apuntándole, quiso correr. Ni bien giró, se escuchó la estampida. El hombre cayó. Seco. Como el eco, detrás del humo del 22. Corrieron hasta el cuerpo sangrante que ya no respiraba. Sergio no lo dijo pero sacó pecho como un barco. Su notable puntería había ganado fama en los torneos de caza de la costa.

Al llegar, otro hombre de bermuda de lino beige, remera de algodón blanca y franciscanas de cuero marrón, de barba recortada a la moda y cabeza rasurada a cero salió portando unos Ray Ban indesmentibles, legítimos.

Dijo algo ligeramente inentendible. Sergio solo entendió catzo. O sea, algo en tano. Había ocurrido un gran equívoco. El hombre que yacía de cara al sol y al cielo diáfano no era el blanco acordado. Se miraron y hubo gestos de reproche indisimulados hacia Sergio.

Hubo un momento de silencio. La duda llegó a instalarse. ¿Habían matado a un médico? Y ¿ahora? Limpiar a un tano de mierda en el culo del mundo era una cosa. ¿A quién carajo le iba a importar? Pero asesinar a un doctor. La pucha.

-En qué quilombo nos metimos. –Dijo Sergio.

-No. -Le contestó Achával a Sergio.- Te metiste.

Sergio revisó los bolsillos del hombre caído. Ahí estaba su pasaporte bordó. Venezolano. Uno menos, pensó Sergio.

Se volvieron a mirar. Se estudiaron. Sergio levantó el rifle y apuntó hacia Achával.

-¿Sabés qué les pasa a los tibios? –Le preguntó mientras Achával levantaba las dos palmas y empezaba a sudar mares.

- …

-Ya lo sabés. No es tiempo para dudas. –Giró el caño hacia a la derecha hasta encontrar al tano. Un segundo habrá demorado. A lo sumo dos. Descargó.

La bala entró limpia en el centro exacto de la frente.

- Muerto el perro se acabó la rabia. –Sentenció Sergio ante la mirada aterrada de los demás. –Vamos.

Enfilaron hacia la Fiorino y volvieron al pueblo. Cuando llegaron a la plaza y la paz parecía volver a instalarse en cada uno de ellos y en los pueblos de los generales, don Velázquez, notablemente cansado exclamó:

-¡No!

-¿No qué? –Interrogó Achával, extenuado, con un pie afuera del utilitario.

-Lo escuché anoche en el noticiero. Qué mala pata.

-¿Qué cosa dice, don Velázquez? –Inquirió Ricardo.

-El muerto sigue contagiando. Después de muerto. La peste sigue en el fiambre. –Los miró a todos. Uno por uno. Sergio volvió a empuñar el 22.

 -La rabia nunca murió cuando mataron al perro -alcanzó a decir don Velázquez, mirando hacia los plátanos de la plaza vacía, antes de escuchar el tiro del final. De su final.