La sonrisa de la cámara
Ilustración: Antonella Riso
Por Santiago Haber Ahumada
Voy a escribir esto de un tirón. Hace un tiempo que vengo pensando que Mariana está rara. No quise comentarlo con nadie por miedo a que le hicieran algo. No sé cuánto más voy a poder escribir, quizás me atrapan antes de terminar (si es que tiene un final). Escribir es una forma de decir un poco vetusta, claro: sólo hablo frente a este talktopaper como siempre. De cualquier manera, esto no sirve de nada. Creo que sólo lo hago para quitarme el peso de encima, porque no puedo hablarlo, porque nadie puede acompañarme.
La semana pasada vi a Mariana caminar hacia mí y no pude evitar mirarle las piernas: tenía las medias bajas. Me asusté y antes de preguntarle por qué las llevaba así, me abrazó. Sí, me abrazó. Me quedé pálida. Qué te pasa, me dijo. Qué te pasó con las medias, le pregunté. Me miró cómo si le estuviera preguntando algo insólito. Dejá, Mariana, dejá. A pesar de sus comportamientos, me pareció que lo que haga o deje de hacer Mariana es problema de Mariana
Hoy, dos de mayo de dos mil ciento cuarenta, Mariana no vino a clases. No avisó nada y a nadie pareció importarle… o peor: es como si todos supieran que iba a faltar.
Ayer pasó lo que, creo, se relaciona con su ausencia de hoy. A las diez y media entró el fotógrafo al aula. Preparó su cámara y todas miramos al lente, como siempre. Ayer, la única que no miró a la cámara fue Mariana. Antes del disparo, un sudor frío me paralizó.
No entiendo qué pasa. Mamá me dijo una vez que de chiquitas nos ponen un chip en la nuca. Ese chipcito te va a ayudar en todo, me dijo. Te va a ayudar a concentrarte, a no portarte mal, a hacer lo que tenés que hacer; te va a ayudar a hacer amiguitas; algún día, a conseguir novio. Es fantástico, me dijo. Por eso cuando hay una cámara que te quiera sacar la foto de seguridad, no vas a poder evitar mirarla. Vos no lo sabés, me dijo, pero antes se podía no ver de frente a las cámaras, existía una especie de vergüenza. Eso ya no está más y todos miramos cuando nos sacan la foto, me dijo. Por eso estamos mejor. Todo está mejor así.
Leo lo que escribo y termino de convencerme: Mariana se sacó el chip. No sé cómo lo habrá logrado, porque ni siquiera tengo idea dónde puede llegar a estar.
¿Por eso me abrazó?, ¿por eso las medias bajas? Lo más raro es que ella parecía no darse cuenta de lo que pasaba. Mi amiga me reconoció al abrazarme, pero no lo percibió como algo anormal.
No puedo dejar de pensar en qué es lo que está pasando. ¿Somos conscientes de lo que este chip hace en nosotros?, ¿y si hay otras cosas que nos condicionan?
Recuerdo la fuerte campaña del mes pasado para que dejáramos de comprar agua en botella y tomáramos el agua de la canilla, la que provee el Estado; habían renovado todo el sistema, agua limpia, pura, sana y no sé qué. Y hace tres meses, cuando repartieron frutas, verduras, alimentos gratis durante quince días, diciendo lo importante que era para nuestro cuerpo incorporar esos nutrientes y propiedades, contando la nueva modificación genética que les aplicaron a las semillas, a los animales.
Hoy, antes de salir, nos repartieron una pastilla para cada una. ¿Estará relacionado con lo de Mariana? Si hubiera pensado esto antes de tomarla…
Voy a sacarme el chip. No puede ser tan difícil, está en la nuca. Me tomo un calmante. Agarro la navaja de papá y me la hundo atrás. Siento la sangre caliente en mis dedos, pero no me duele. Busco con la navaja y siento que la punta toca algo duro, algo que se mueve. Lo arrastro. Llego a tocarlo con los dedos. Lo saco. Sí, es un chip. No tiene más de cinco milímetros. El corazón se me escapa del pecho.
¿Qué hago?
¿Qué hago, Mariana?
Lo doblo con fuerza y se rompe. Cuando escucho el sonido del quiebre, un hormigueo me recorre la columna. ¿Será real o estoy sugestionada? Sea como sea, me siento liberada. Pienso que puedo llevar las medias bajas, que puedo soltarme el pelo. ¿Por qué no? ¿Qué más puedo hacer?
Me levanto de la silla. Estoy decidida a salir a buscar a Mariana. En algún lugar la tienen.
Abro la puerta de mi pieza. Sí, voy a salir. Antes de mover el pie, mi cabeza gira hacia la derecha, de golpe. Mis labios se estiran esbozando una sonrisa, mis dientes quedan al descubierto. Mis ojos se mueven solos y encuentran el lente de la cámara que está arriba de la puerta del baño.
Escucho el clic del disparo. Y todo se apaga.