La sorpresa, cuento de Fermín Vilela
Por Fermín Vilela
Largo rato estuvo haciendo sombra hasta escuchar el sonido de la cerradura. El vendedor era un hombre escuálido y se movía con poca gana y distracción. Miente hasta por los codos, pensó Alberto.
–El tema de la cerradura lo solucionamos enseguida. Pase nomás.
Atravesaron el pasillo. Por las paredes se extendía una enredadera que terminaba en la puerta con número tres pintado en medio.
–¿Ya conocía la propiedad, me dijo?
–Me hablaron de ella pero no, jamás vine.
–Las cosas fueron mejorando por acá. Hasta hace poco había muy poca gente. Empezaron a llegar cuando abrieron los talleres. Si hay trabajo, hay casa.
Apareció un cuarto enorme y, tirado en el suelo, un viejo reloj cucú. Hacia fondo se abría un largo pasillo que terminaba en patio.
–Bueno, le cuento entonces. Está en venta. Alquilar no lo alquilamos. Oferta única, fíjese en el precio. Cuatro ambientes luminosos con patio al fondo. Tres dormitorios, una cocina, hall de entrada, living comedor y sótano.
–¿Sótano dijo? –Alberto miraba, atento, cada rincón. Había mucho por hacer. Las paredes, descascaradas, mostraban los otros colores que habían decorado la casa. Quiso fumar. Se acordó que había dejado hacía tiempo y empezó a comerse el bigote.
–Claro. Tiene los mismos metros cuadrados que la propiedad. –Sacó el manojo de llaves–. Le muestro.
De repente Alberto giró, urgente, la cabeza. El vendedor chistaba mientras agarraba su carpeta del suelo; se le había caído igual que cae una bofetada. Se acomodó la corbata y caminó hasta la última puerta del pasillo.
–Deme un segundo. Le aviso cuando prenda la luz así baja tranquilo.
Era cierto, la casa era muy luminosa. Alberto se la imaginó amueblada, llena de vida y cosas que desde siempre había imaginado para un proyecto así. Las cosas, esta vez, iban a salir bien. Tenían que salir bien.
–¿Ya puedo bajar?
Por detrás de la puerta no se escuchaba nada. Un sótano grande como la casa, pensó.
–Puede bajar. Atento, por favor.
Los escalones eran largos y hacían mucho ruido al pisarlos. Alberto, poco a poco, bajó. El vendedor lo estaba esperando debajo del único foquito iluminando el centro del lugar. Una mugre terrosa avanzaba por todos lados y Alberto permaneció cerca de la única compañía que tenía. Sin luz, la oscuridad hubiese sido absoluta.
–Como verá, es un espacio amplio y fresco. ¿Siente la temperatura? Lo tiene todo el año así. Se puede usar como depósito, como estudio, lo que a usted se le ocurra.
–Mirá hasta dónde llega. Es enorme.
El vendedor sostenía su carpeta contra el pecho mientras avanzaba, sin apuro.
–Los dueños anteriores tenían un taller acá mismo. Cosían ropa, indumentaria, esas cosas. Gente de trabajo.
–¿Alguna idea de hace cuánto está vacía la casa?
–Unos años. Si no me equivoco, vivía una pareja. El señor falleció y su mujer vendió enseguida la propiedad.
Alberto dijo ah, después pateó una caja llena de cosas que no había visto. Los dos se sobresaltaron.
–Eran mis suegros.
–¿Sus…?
–Sí. Verá que comprar esta casa, para nosotros, no es una pavada.
–Bien. Es una buena oportunidad. Ni más ni menos–. Sin pensarlo, Alberto palmeó el hombro al vendedor, que sonrió y extendió su mano. Ambas se enredaron en un fuerte apretón. –Si quiere programamos una segunda visita.
–Me das confianza. Vos… Vos vendés bien. Pero es importante que ella esté acá, sabe. Me tiene que dar el último empujoncito.
Salieron al pasillo. Alberto quería conocer el patio. Toda buena casa tiene su pulmón, su círculo que lo distingue de otros espacios. Llegó a la puerta corrediza. Probó moverla y empujó con fuerza, estaba completamente oxidada. El vendedor dejó su carpeta en el suelo para darle una mano.
–¿Vio? Dos cabezas funcionan mejor que una.
Lograron abrirla. Se venía cómo en el centro decoraban una mesa antigua de chapa y dos sillas oxidadas. Sobre la pared subían más enredaderas hasta llegar a la ventana vecina. El sol iluminaba todos los objetos y Alberto vio a un gato negro mirándolo desde el borde de uno de los tapiales. Lo llamo con un silbido, pero el animal desapareció enseguida. Después caminó hacia una de las sillas, se sentó y miró sus manos. Supo que se estaba poniendo viejo. En ese momento un avión atravesó el cielo.
Cruzó los brazos y miró hacia arriba, acordándose cuando de chico imaginaba que los aviones eran Espíritus Santos.
–Si necesita más tiempo puede seguir recorriendo como si fuese su casa.
–Pero no, hombre, no hace falta. Mañana a la mañana venimos con mi mujer.
–Los espero alrededor de las diez. ¿Le parece? Traigo algunos papeles de la inmobiliaria así revisan tranquilos.
*
Llegó, en silencio, a su monoambiente en la calle Paso. La única ventana estaba abierta y la cerró antes de tirar su campera al suelo.
–¿Estás dormida?
La mujer se dio vuelta. Los ojos, todavía soñando, miraron al esposo. Lentamente se fue incorporando hasta apoyarse contra la pared.
–No. Corto cebolla.
–Tengo una sorpresa para vos. Ya vas a ver. Mañana desayunamos, nos tomamos el tren y la vamos a conocer.
–Vení, acostate. Contame la sorpresa. De qué te reís, bobo. Si sabés que desembuchás rápido.
–Me río todo lo que quiero. Lo merezco. Soy un buen tipo con la chica más linda del país.
–Dejá de decir pavadas y vamos a dormir. Abrazame.
–Negrita.
–Qué.
Sentía latir su corazón y el de ella. Probó susurrarle algo más al oído. La abrazó. El silencio ayudaba a relajarse, a bajar un poco la ansiedad. Afuera no pasaba nada. La calle estaba tranquila. Y antes de quedarse dormido pudo distinguir, a través de la ventana mugrosa, una estrella que brillaba fuerte y por sobre todas las demás.
*
Mantenía los dedos bien firmes, sea cosa que no dejen ver nada. Venían caminando así hacía ya una cuadra. El aire se sentía limpio. Todo se sentía así, a decir verdad. Este era el barrio con el que Alberto había soñado. Desde la esquina apareció el vendedor, que lo saludó agitando la mano y guiñándole un ojo con exageración
–¿Dónde me estás llevando?
–Amor. Vos confiá en mí. Estoy acá. Un poquito más.
Esta vez la puerta con el número tres parecía sonreírles. Entraron a la casa y el vendedor se puso al costado del reloj cucú, ahora colgado en la pared. Alberto siguió guiando hasta retirar los dedos. Estaba convencido. Y ambos hombres miraron a la mujer, que permaneció quieta enfrente del reloj.
Se había tapado la boca mientras daba un grito ahogado y desesperante.