Masculinidades: el juego de las diferencias
Por Christian Dodaro
"Belgrano es el barrio más cheto que hay,
excursio y defensores que risa me dan,
unos dicen que villeros son y los otros se la dan de stone.
Yo soy del bajo Munro que loco que soy.
Tengo un trapo del verde y otro del dragón.
Nunca nadie nos pudo correr.
Colegiales capo de la B.
Así, en base a la música de “Loco tu forma de ser” de Los Auténticos decadentes, definía parte de su identidad la hinchada de Colegiales por fines de los 90. Aquí podía observarse una clara diferenciación territorial, de posesión de masculinidad en relación a la capacidad de plantarse y dar pelea y de “locura” relacionada con el consumo de alcohol.
Por esos tiempos, en barrios desangelados, baldíos de sueños de emancipación, la estética y la épica del enfrentamiento con “los chetos” era una de las formas de resistencias, de potencias plebeyas impugnadoras al neoliberalismo que se imponía con los ropajes del menemismo. Había algo más en esa ética y estética que en esos tiempos definimos como “aguante”. Era machista, violenta, fuertemente conservadora en lo sexual y opresora en cuanto a la posibilidad de asumir identidades de género. La mujer era un significante negado, que sólo intervenía en las cadenas de sentido en tanto ausencia. Las posibilidades de ser en la hinchada se establecían en una escala que iba de machos a putos.
Esas fueron mis primeras experiencias respecto a la relación entre masculinidad, violencia y acciones que impugnaban a la vez que reproducían los órdenes de dominación. Allí advertí que esos órdenes nada tienen de irracionales, sino que por el contrario permitían a los integrantes de la hinchada insertarse en tramas de reciprocidad e intercambio de favores que permitían obtener empleos en sindicatos como custodias o en otros espacios. Ello permitió entender que la violencia machista que se encarnaba en el aguante, al mismo tiempo que impugnaba desde sus componentes plebeyos los modos de existencia de los poderosos, a los que identificaba y antagonizaba como chetos, reproducía formas de la dominación en las tareas de cuidado y en la subalternización de la mujer a la que se le negaba toda posibilidad de visibilidad y participación en el espacio de lo público.
Fue necesario entender los cruces y articulaciones entre diferentes perspectivas y dimensiones del fenómeno. Construir una versión crítica y autocrítica de aquello sobre lo que pensaba e intervenía. Lo genérico, lo clasista y lo étnico se entrelazaban. Además eran retramados por una lógica ligada a las formas de la política en la que punteros de distintos partido intervenían (un ejemplo de ello es Ritondo, el ex ministro de seguridad bonaerense, en su relación con la hinchada de Chicago). La violencia era propuesta y articulada desde arriba.
Allí fue la primera vez en la que advertí la necesidad de una constante revisión metodológica. Una versión mutilante y apresuradamente unidimensional de los fenómenos puede beneficiar a quienes analizamos lo social. Puede servirnos para elaborar posicionamientos estratégicos como enunciadores privilegiados ante un sector de la sociedad que está dispuesto a escuchar un discurso que es consonante con sus creencias. Pero no ayuda a resolver problemas.
Es muy difícil no caer en la tentación del pensamiento reduccionista y olvidar que cada componente forma parte de un todo más grande, que las relaciones y las interconexiones de esos elementos también son importantes, y que los contextos nos hablan de la existencia de realidades diferentes.
A veces puede suceder que nuestros sesgos se deban a la repetición de los mismos marcos ordenadores de lo social cuasi mecánicamente, otras a que nuestras propias posiciones de enunciación son posiciones de poder y prestigio y revisarlas y darle paso a miradas más complejas o diferentes de las nuestras implica una herida narcisista e incluso ceder espacios.
Lo sucedido con el asesinato de Fernando Baez Sosa a manos de diez rugbiers es un modo de manifestación de la violencia relacionado con valores de virilidad y valentía. Pero ceñir la interpretación del fenómeno meramente a lo patriarcal y allí acotar toda posibilidad de debate es en principio irresponsable.
Juan Branz señala en sus trabajos sobre Rugbiers la articulación de las formas de la masculinidad con ciertos ritos ligados a la pertenencia a elites. Es masculinizante y se expresa con cierta idea de cofradía que tiene que certificar que son “machos” desde la exaltación y exhibición de potencias físicas, resistencias al consumo de alcohol y el ignorar el dolor.
Pero también señala a este deporte como una oportunidad para visibilizar a los grupos que administran las diferencias socioeconómicas y culturales/simbólicas, dando cuenta así de las desigualdades materiales donde las identidades se expresan y concretizan. Ello nos permite entender que no importa de cuál deporte se trate sino de estudiar el modo en el que la hegemonía masculina y su violencia están inscriptas en todas las disciplinas e intervienen en nuestros procesos de socialización.
Por ello es necesario insistir en estudiar las diferencias culturales y sociales y resistir los esfuerzos teóricos y políticos por borrarlas o subordinarlas, tal como señala Spivak.
Butler nos advierte de la necesidad de tomar distancia de los relatos epistemológicos sustantivos que operan en y a través de una oposición reificada (Yo/Otro) que, al devenir necesaria, oculta el aparato discursivo que constituye la binariedad en que se basa esa oposición.
Tanto en las hinchadas, como en el Rugby operan principios violentos. Pero atender a las diferencias en el modo en que se expresa la masculinidad en las elites respecto de los modos de masculinidad de los sectores populares puede ser una forma de aproximarnos a entender las maneras en las que la dominación despliega su eficacia y se reproduce en la amplitud de expresiones de lo social.