No abusar de las víctimas

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No abusar de las víctimas

23 Julio 2016

Por Santiago Gómez

Hace ya tres años que no trabajo como psicólogo. En el 2005 fui uno más que se puso a atender recién salido de la facultad. A los 25 años seguía sin saber de qué se trataba la psicosis, pero lo que sí sabía, y lo sabía desde los diez años, es cómo no tenía que atender al que te viene a pedir una mano desesperado, que no viene a pedir tu mano, sino que corre en camisón con los brazos en alto por la calle de su cuadra, pidiendo ayuda mientras del otro lado más de uno apura la milanesa y “seguí comiendo” es lo que le dice al hijo que lo mira por si no escuchó.

Adentro del Estado se producen esos encuentros. Y es necesario ser consciente de que no se trata de leer mucho, sino de saber escuchar y es mejor pecar de lento que de apurado, que quizá no lo podés arreglar. Y por sobre todas las cosas, es necesario saber que a veces es cierto que la vida de una persona está en manos de un profesional, así como los profesionales también las ponen, y por eso nunca tienen que olvidarse que tenemos la obligación de cuidar esas vidas, asegurarnos antes de todo: no hacer más daño.

Comencé en mi Moreno querido. El huracán Kirchner, como recordaba la Barcelona, todavía no había llegado a dos horas de la Capital Federal. Las madres se acercaban al centro de derechos de los niños a pedir alimentos, colchones, chapas, que no eran de chapa sino de cartón y la trabajadora social le preguntaba por su pareja, si la trataba bien, la derivaba al servicio de violencia familiar porque el tipo para encararle al carro, pasarse el día revolviendo entre la basura y depender de un solo tren para volver, necesitaba emborracharse. Y sí, la verdad es que bien no la trataba. A veces con una denuncia consiguen frenarse los golpes sin necesidad de meter preso a nadie. Mi padre paró así.

A lo diez años supe que existía Caseros, la cárcel de Caseros, veía a las familias probando amor a los gritos desde la plaza mirando a los que apretaban su cara contra las rejas, mientras yo iba en el 65 al servicio de violencia familia de Casa Cuna. Pero yo no era pobre. Así que la trabajadora social no nos metió el Estado por la ventana, no fue a mover con la lapicera los papeles que había debajo del teléfono, juzgar el cuidado de los hijos por cuánto podés llenar la heladera, mientras te recita la tabla nutricional. Escribo esto y les veo la cara, a más de una de esas trabajadoras sociales que me odiaban cuando les decía estas cosas o las psicólogas que me decían que yo estaba proyectando, que era por mi historia personal que pensaba eso, hasta que lo encontré a César González, me leyó su poesía sobre los profesionales y los muestra igual. Los profesionales también maltratan. Están ahí nuestros pobres para decir si miento.

Pero también sé que sentarse a escuchar ahí no es fácil. Hay que estar dispuesto a creer que el mundo puede no ser como decimos que es. Hay que estar dispuesto a pasarla mal, muy mal, claro, si no querés hacer daño. Si no te importa eso, no te llevás a ningún lado lo que escuchás. La primera vez que escuché el relato del abuso sexual a una nena de cuatro años, al otro día no pude ir a trabajar, no me pude levantar de la cama.

En algunas de las entrevistas con las familias que se presentaban a la Secretaría de Acción Social a pedir ayuda, a veces el olor llegaba a producirme sensaciones de malestar. Le pregunté a mi compañera trabajadora social si las personas se habrían hecho en los pantalones. No, me dijo, es el olor de la pobreza. La mayoría de todas esas personas quizá vuelvan a pedir otra vez vales alimentarios, chapas si llega a llover con granizo.

La trabajadora social y nuestro compañero abogado habían escuchado a la nena decir que el novio de la madre con el dedo le lastimaba la cola. Quien llevó a la nena fue la abuela. Madre e hija peleaban todo el día, la piba no le daba bola a la nena, la abuela no lo soportaba y era imposible que la hija pudiera escuchar que la madre tenía razón en algo. Lo del abuso para ella era también un cuento de la madre. Estuve cuando la nena le gritó que eso no era cierto, qué ella le decía a él que no la molestara. Con situaciones así de difíciles lidian todos los días las personas que trabajan en hospitales, unidades sanitarias, centros de derechos de los niños, escuelas, secretarías de acción social. Te llega otro sufriendo, te cae con esa historia, y estás en el lugar del Estado, así que tenés cosas que hacer. Pero qué.

Felizmente en Moreno teníamos una buena supervisora, psicoanalista, compañera, que comenzó a supervisar nuestras reuniones. Yo me sulfuraba con lo cerradas que eran las trabajadoras sociales, la supervisora me decía “tranquilo, nosotros pasamos seis años en la facultad pensando al respecto, para ellas algunas cosas es la primera vez que las están escuchando”. Todos estábamos escuchando cosas por primera vez, pero yo no era la primera vez que estaba en un servicio de violencia familiar o donde se toman denuncias de abuso, ya había pasado por eso, así que algo sabía. Pero ya saben cómo es por estos tiempos. Te dicen que es caso por caso, que ese caso sería el tuyo, que no se puede generalizar, pero estudian y repiten categorías generales: neurosis, histeria, psicosis, perversión y así van.

Denunciar. Lo primero que aparece es que hay que hacer la denuncia. ¿Siempre?, preguntó la supervisora. En la mayoría de los abusos no hay penetración, así que la prueba carnal queda descartada, pero si se hace la denuncia judicial precisan descartar que no haya pruebas y a las nenas les hacen revisiones ginecológicas y si sabiendo que con la denuncia se corre el riesgo de que en el juzgado no sean muy sensibles a escuchar lo que los profesionales tienen para decir, sino que más bien se quedan con el libro derechito y dispuesto a cumplir con cada uno de los pasos que dice el reglamento y las revisen, es un problema. Estos son los problemas para los que la facultad hace diez años no nos preparaba.

Los sexuales son algunos de los abusos, no son los únicos, también están los abusos del Estado. Maltratos dados por los profesionales. Porque las cuestiones de clase se llevan a todos lados. Los pobres hacen cola de madrugada en la puerta del hospital porque los médicos se van antes. Se abusan de que no tienen otro lugar donde buscar atención. Y quienes se sientan a atender, es necesario que estén atentos a estas cosas.

Y también sé que desde el periodismo a veces no se trata con el cuidado que se merecen algunos hechos. Toda denuncia se toma como cierta y atrás la condena. Es propio de este tiempo. Esto lo muestra muy bien la película “El lado luminoso de la vida”, en la que Robert De Niro protagoniza el padre de un hijo bipolar interpretado por Bradley Cooper. Ahí, Jennifer Lawrence, co protagonista, grita que el personaje de Cooper la está acosando y quienes pasan se disponen a atacarlo. Ella intercede y dice que no es así, logra evitar que lo golpeen. Sabemos que existen acusaciones falsas. Escuché criaturas decirme que la madre le dijo que lo dijera. Sé que no soy el único profesional que debió lidiar con eso. También sabemos que son una ínfima minoría. Es cuestión de escuchar cómo suena el pibe, la piba, que sabés si está mintiendo o no. Cuando esas cosas pasan, baja el tono de voz, el color de la piel. ¡Por Dios! No hay derecho a hacer eso con una criatura.


Pero hay quienes lo hacen y a esos también hay que escucharlos, si es que estamos dispuestos a ponernos a pensar en serio cómo parar esto. Las fantasías de posesión que este sistema promueve, la convicción diaria de que se trata de tener o no tener, produce personas que están dispuestas a secuestrar a otras para poder también tener derecho carnales sobre esos cuerpos. Es tan solo entrar a Netflix y ver documentales donde mujeres de diecinueve años en Estados Unidos se prostituyen para pagar la universidad, mientras un idiota intenta generarle arcadas, asfixia, que quede registrado que él tiene lo que hay que tener para tener al otro así sometido. Así te tiene un Franco Macri en su empresa, así saben bien los pobres lo que es que te tengan, así nos muestra la sexualidad a donde estamos yendo. Horacio Guaraní dijo que la prostitución es el derecho de los feos. Fíjense a dónde lleva la lógica de ordenar el mundo a partir de la acumulación.

También están los otros, los que fueron víctimas de abuso y repiten activamente lo que vivieron pasivamente, diría Freud. Claro que con esto no estoy buscando desresponsabilizarlos, simplemente compartir lo que aprendí trabajando. Una vez llegó a la sala una mujer que se convirtió en una gran amiga, que la mandaban de la escuela porque la hija quería volver a ver al padre, él también quería ver a los hijos, y ella dudaba. En la escuela le dijeron, vaya al psicólogo y que él decida.


Ella seguía enamorada y anonadada. No podía creer que justo él hiciera eso, él que lo había sufrido con el padre, que se crío con una prima y los hermanos que le iba dando, porque todos en su casa sabían que el padre también abusaba de ella. A mí, encima, me decía, que lo pasé, cómo fue posible que no lo haya detectado, que no me hubiera dado cuenta, se preguntaba ella.

El padre no abusó de la hija. Salió de bañarse, se soltó el toallón, dio un paso al frente, ella dijo ¿Papá? Él reaccionó, se tapó, le pidió que lo perdone y le dijo que no tenía ningún problema en que se lo contara a la madre. Ella se lo contó a una maestra. Hizo la denuncia, él se fue de la casa y la madre de la nena llegó a la unidad sanitaria en la que yo trabajaba.

Mi argumento era la angustia. El tipo se angustió, era claro que no gozó con la angustia de la nena, por lo que no había riesgo que se encontrara con los hijos en una plaza, acompañados por otros adultos. Se vieron así varias veces y nunca pasó nada. Claro, esto fue posible, porque el caso no apareció en ningún diario. Si algún periodista hubiese hecho la denuncia cuando recién la nena cuenta o cuando se enteran que el psicólogo dijo que no habría problema de restablecer el vínculo, te podés comer un ataque innecesario, reacción que por su intensidad muestra la necesidad de hablar de estas cosas.

Efectivamente el padre no la tocó y no tocó más a nadie. Dejó una carta explicando que esos pensamientos lo atormentaban, que no podía dejar de pensar si él sería capaz de hacer con los hijos lo mismos que había hecho el padre con él, se sentía culpable tan solo por pensarlo y no quería vivir más así, tenía miedo de hacerle daño otra vez a alguien. Creo que si tan solo hubiera existido alguien dispuesto a escucharlo, quizá hoy seguiría vivo. Sólo espero que la hija no siga pensando que es la responsable de su muerte, que si no denunciaba nada habría pasado.

No hay recetas, lo que hacemos cuando nos ponemos a trabajar con quienes más lo necesitan no es ciencia. Pero sí tiene que ser hecho con cuidado. Seguros de que a la persona que nos viene a pedir ayuda no la estemos dañando. No estemos metiendo a la fuerza en nuestras intervenciones el fanatismo de la militancia, proponiendo separaciones como únicas soluciones, gestionando exclusiones del hogar, porque sabemos que eso tampoco soluciona.

Y nos vamos a volver a encontrar con eso y mucho más fuerte. Porque volvieron ellos. Ya sabemos cómo es. Ya sabemos lo que son los matrimonios que se sostienen porque él es el que paga la olla y ella hace la vista gorda a lo que él hace con los chicos. Quizá ella también lo pasó.

Me pareció que para poder hablar en serio del abuso sexual tenía que hablar de esto y no como profesional, sino como un compañero militante, que sabe lo que es que te tomen un test en Tribunales, que tu vieja salga en el noticiero más visto de la noche diciendo que tu papá te pega y al otro día ir a la escuela. Sé lo que es que la misma asistente social que le gestionó la entrevista, porque esa no era trabajadora, era asistente, le sugiriera a mi madre que lo denunciara. “Señora ¿su marido no se levanta erecto cuando va al baño a la mañana? Bueno, diga que tiene miedo por las nenas”. Cuando le pedí a mi madre que me explicara por qué mintió me dijo: se tenía que ir. Es cierto, se tenía que ir. Pero esto recién se va ahora que puedo escribirlo. Y la idea salió de la cabeza de una asistente social de la secretaría de la mujer de la entonces capital federal.

Si hubiera sido pobre quizá cuando mi madre denunció los golpes a alguna trabajadora social se le hubiera ocurrido decir que yo debía ir a un hogar, porque ella también era peligrosa para nosotros por tolerar que nos golpee durante once años. Y yo hubiera terminado como algunos de los tantos pibes a los que les escuché contar esas historias en alguno de los hogares para pibes que visité o trabajé. Pero no, no hay lugar para los clases medias por ahí. Para esos, prefieren que sigan viviendo con los padres o esperan que se separen, tiene cada uno para pagar el alquiler.

Entre los pobres estas cosas a veces no pasan. Quizá ella tiene tres del primer marido, más dos con el actual, no labura, recién llegaron a la barriada, están en las casillas que se armaron al fondo, pasando la canchita, y si se separa se va a ir a dónde. ¿A un parador? ¿A que una veinteañera perfumada le diga cómo tiene que criar a sus hijos? ¿A dormir en esos colchones inmundos? No es lo mismo Guatemala que Guatepeor y a veces las opciones no son muchas.

Cuando yo estudié para lidiar con estos conflictos sólo mandaban a los hijos de la clase media a la universidad. Pasaron doce años maravillosos y en el conurbano egresan primera generación de profesionales en familias trabajadoras. En Moreno, lo que fue un instituto de menores fue transformado en una universidad y los jóvenes gobiernan. Y entre los pobres se entienden mucho mejor los problemas de los pobres y entre los marginados se entienden mejor los problemas de los marginales. Y a la mayoría de la clase media, algunos problemas les cuesta mucho entenderlos, porque les cuesta mucho escuchar a los pobres, les cuesta mucho entender que el saber más importante, no está en los libros, está en el cuerpo.