Novedad literaria: “Los mundos que perdimos”, de Juan Aiub
Por Inés Busquets
Juan Aiub, es ingeniero químico, poeta y escritor platense. Codirigió la colección de poesía Los detectives salvajes y publicó su poemario, Subcutáneo. Nació en 1977 y es hijo de Carlos César Aiub y Beatriz Angélica Ronco, secuestrados-desaparecidos el día 9 de junio de 1977, en La Plata.
Los mundos que perdimos, editada por EME, es su primera novela.
Es una novela sobre la resignificación de la memoria y la función constitutiva de la identidad en la formación de una persona.
Desde que el mundo es mundo, hombres y mujeres nos preguntamos por el origen: la vida, el tiempo, la forma de lo intangible, la prueba contundente de aquello que no vemos.
Entonces, es cuando ahondamos en lo particular, las preguntas iniciáticas en este mar de incertidumbres: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A quién nos parecemos?
Los mundos que perdimos rescata esa visión primigenia de la vida, da lugar al estado de pregunta, a sentirse incómodo con aquello que nos fue dado, a interrogarnos sobre nosotros/as mismos/as, a disipar las dudas que nos impiden desarrollarnos en libertad.
En la novela hay dos historias paralelas. Manuel, escudriña en los objetos de su padre recién fallecido e indaga sobre la verdadera personalidad de Vicente, las zonas oscuras, los secretos familiares, la historia de su adopción y su propia identidad dentro de un pasado turbio que el mismo intentará esclarecer.
Victoria es hija de padres desaparecidos, criada por sus abuelos en un pueblo. A la distancia y desde un presente donde vive y estudia Física trazará un objetivo: descubrir el paradero de sus padres. Continuar la búsqueda, creyendo encontrar a su padre en los rostros que se cruza, en los lugares que frecuenta y a su madre en los objetos e imágenes que halla.
Ambas historias parecieran funcionar como un sistema que se retroalimenta para sobrevivir. Manuel y Victoria se unen en la necesidad de saberse a sí mismos para continuar, abatidos por un desconocimiento que los atormenta, los margina y los abruma pero los conecta entre sí.
La ausencia y el tiempo como hilos conductores, son tópicos que acompañan a los protagonistas, no solamente en las experiencias sino también en sus mundos interiores.
A dos voces, una en primera persona y otra en tercera la novela va marcando un mapa, un camino de ripios que abre puertas al pasado: “Manuel sabía que la carpeta con su nombre volvería a abrir una gotera del pasado, que una gota caería tras otra con la frecuencia exacta que la volvería insoportable. Era una gotera que ya conocía y que había logrado detener con enmiendas en varias oportunidades antes.”
Los dos registros, el de él y el de ella conforman una red de reconstrucción, un recorrido por los intersticios de la memoria, un complemento; donde la fuerza del cuerpo, lo visceral, lo experimental de Victoria fortalece lo sensorial; por otro lado, la razón, la investigación y lo conceptual de Manuel sostiene una línea recta de pasos a seguir. Allí en esa confluencia está el equilibrio.
“Las evidencias que encontraba eran como pequeñas mostacillas que enhebraba, paciente, sobre un hilo lento y silencioso, elaborando un collar cuya masa, con el tiempo, se hizo insoportable.”
“Su memoria había quedado encerrada en una caja fuerte imposible de abrir.” “Quiero volver atrás y cambiar solo ese punto del tiempo.”
El trayecto de esta exploración también incluye la espera, el paso de los años y subrepticiamente aparecen los momentos áridos y la desilusión: “La alegría de la búsqueda se fue apagando con el paso de los años infecundos. Las expectativas por nuevas pistas dejaron de ser esperanza. Ya no sacudían el suelo con la fuerza de una retroexcavadora.”
En Los mundos que perdimos el paroxismo de emociones nos deja perplejos, nos invita a pertenecer, a buscar esa pieza que falta, la evidencia cercana, esa mostacilla perdida en lo irrecuperable.
Las escenas nos convocan a ser parte, a convertirnos en un personaje más. Las imágenes nos sitúan en tiempo y espacio. Habitamos el universo en el que transcurre.
Victoria, la protagonista mujer de la novela, estudia Física, el autor es ingeniero químico, y Manuel, en su coyuntura, es el detective del que habla Juan en la entrevista. Me pregunto si esta relación es la base alquímica de ese misterio a develar, un por qué infinito que a modo de boomerang aparece uno y otra vez sin rastros, ni respuestas y aun así sin dudar se vuelve a empezar.
Por alguna de esas relaciones del inconsciente me acordé del poeta sanjuanino que buscaba oro entre las piedras, Leónidas Escudero, en su poema “Ante la inmensidad” “Fue alguna de esas noches en que/miraba el cielo/en lejanías sobre campo oscuro y vi/cruzárseme un relámpago lejano fue/ tal/como ver chispear una idea/en el umbral de otro mundo./ Es como si en el fondo del desierto/ hubiera/querido hacerse luz una verdad pero/ pasó fugaz y quedé a oscuras. / Parece que la inmensidad/quiere decirme un secreto y al ver/ que todavía falta mucho en mí/queda muda.”
Tal vez, en la inmensidad existan esos mundos perdidos. Quizá, como dice el narrador en la novela: “El experimento es simplemente ese: volver.”
AGENCIA PACO URONDO: Escuché una entrevista que te hicieron niños y niñas de la Escuela Anexa, me gustó la figura de detective que utilizaste para definir el despertar por la búsqueda de tu identidad a los 10 años: ¿Cómo fue el descubrimiento y la necesidad tan temprana de esta búsqueda? ¿De qué manera la abordaste?
Juan Aiub: Mi familia paterna tenía una expectativa desmedida por la posibilidad de que mi viejo “vuelva”, aún varios años después del fin de la dictadura. Mi familia materna, en cambio, una certeza absoluta del carácter irreversible del destino de mis padres. En ese mundo binario debí hacer equilibrio y tomar los datos que permitieran elaborar un mapa y finalmente nombrar su estado: desaparecidos. De niño, fue ese balance de memorias ajenas y amnesias selectivas; de joven y adulto, hurgando en archivos y entrevistas. De ahí mi identificación con la figura detectivesca, más en términos de Bolaño que de Doyle, que lleva además a que la novela tome algunas formas del policial, o de los policiales: el clásico y el negro.
APU: El arte es una herramienta sanadora y en la novela también le das un lugar importante, ¿Cómo llegó la poesía y la escritura (a la que también se dedicaba tu viejo) a tu vida en esta instancia? ¿Significó un puente hacia a él?
J.A.: Antes que la poesía, había llegado la lectura, un deseo que creía propio, sin saberlo heredado, sin conocer el vínculo que mi viejo había tenido con la poesía. Tras muchos años de preguntármelo con sus manuscritos en mano, finalmente terminé de entender el valor estético y testimonial de sus versos y decidí publicarlos. El libro de mi padre (Versos aparecidos; 2007) funcionó como un destape para mi propia escritura, como si algo la hubiese tenido prisionera, como si hubiese estado esperando una especie de autorización generacional. En la colección Los Detectives Salvajes, publicamos a mi viejo y otros poetas inéditos silenciados y silenciadas por la dictadura, también poetas de nuestra generación, los nacidos en los 70 y finalmente allí publiqué mi poemario Subcutáneo hace diez años. Definitivamente fue una nueva forma encuentro, un nuevo puente y con él la posibilidad de reducir distancias: en alcanzar la edad que tenía cuando lo secuestraron y en la escritura, encontré la posibilidad, al menos por un rato, de ser pares.
APU: ¿Qué rol cumple la palabra en tu historia?
J.A.: Entre otras búsquedas, mi novela intenta separar la “palabra testimonio” de la “palabra ficción”. El testimonio, en tanto sujeto político, continuará siendo un mandato. Cuando Madres y Abuelas terminen de apagarse, será todavía mayor la responsabilidad histórica y continuarla es una definición política que asumo. Pero en términos literarios necesité despegar mi producción de la experiencia y no creo haberlo logrado por completo. Escribir desde la experiencia pero fuera de sus límites, encontrar en la ficción nuevas formas de la palabra y quizá, en futuros trabajos, alejarla todavía más de mi cuerpo.
APU: Mientras leía Los mundos que perdimos y acompañaba las historias de Manuel y Victoria y como se entrelazaban reconfirmaba la idea de que la construcción de la memoria es colectiva: ¿Cómo fue el encuentro con otros hijos/as que atravesaron la misma experiencia? ¿Cómo fue el proceso creativo de la novela? Y sobre todo unir los retazos de algo que se venía gestando desde muchísimo tiempo atrás…
J.A.: Durante años di forma a cuentos que eran demasiado autobiográficos, pura vivencia y nunca terminaban de cerrar. Cuando finalmente entendí mi necesidad de correr esos textos desde la experiencia hacia la biblioteca, nace la posibilidad de una novela. Aquellos cuentos son el origen de la estructura narrativa de Victoria, el recurso de tomar una voz femenina en primera persona, funcionó para romper lo autoreferencial pero significó a la vez un esfuerzo descomunal que me demandó muchos años. Luego incorporé al personaje de Manuel, en una forma más clásica y lineal, siguiendo pistas sobre su identidad y los secretos de su padre recién muerto. Los mundos que perdimos nació sin saberse novela, fue cuentos, fue versos, fue posteos, fue un cúmulo de textos dispersos que, de repente y como por una reacción química violenta, entendí que estaban conectados y que solo funcionarían juntos.
APU:¿Cuánto hay de tu historia personal en Los mundos que perdimos?
J.A.: El día que presenté la novela advertí que quienes buscaran una novela autobiográfica, hicieran el favor de no comprarla. Más allá del juego, mi historia personal está por supuesto presente, pero fragmentada, desordenada y complementada con historias ajenas. Pero lo más confuso para el lector que intente buscar no-ficción o coincidencias con mis capas geológicas, será que los elementos de mi pasado están repartidos entre los dos personajes y le resultará imposible volver a ensamblarlos.
APU: Walter Benjamin escribió que la historia se construye con el tiempo de ahora, ¿Cómo se transmite la memoria en la vida diaria y sobre todo a las nuevas generaciones?
J.A.: Me interesa en esta pregunta diferenciar entre como transmitir la memoria a las nuevas generaciones en general y a “mis” nuevas generaciones, mi hijo e hija, en particular. Hablamos antes del testimonio, que si bien tiene una potencia arrolladora, corre el riesgo de volverse repetitivo y poco efectivo. El desafío, en palabras de Mariana Eva Pérez, pasa ya no por dar a conocer sino por encontrar nuevas formas de hablar de aquello que todavía interpela. Aquella división entre testimonio y ficción como búsqueda estética, no debe ser total sino reformulada. Respecto a mi hijo e hija, la transmisión de la memoria se vuelve una pregunta que me persigue y para la que no tengo una respuesta clara: ¿de qué modo legar identidad y orgullo sin que traigan consigo el peso descomunal y omnipresente que tuvo para mí?
APU: Hay dos tópicos que prevalecen en la novela uno es el tiempo y otro es la ausencia, ¿Qué lugar ocupan en tu cotidianeidad?
J.A.: Me tomo el atrevimiento de responder con un fragmento de la novela en la voz de Victoria:
Hay días a los que nunca vuelvo. Descansan, intrascendentes, en la repisa, cubiertos de tiempo. Y hay otros a los que retorno con frecuencia sin necesidad de abrir su frasco. Recuerdo que el 9 de junio de 1977 olía fuerte a piel materna y lana. De repente aquella atmósfera tibia se rompió y todo olió a ausencia. La ausencia es un estándar, todos saben cómo huele el vacío sin necesidad de describirlo.
APU: De alguna manera como explica en la contratapa Juan Fernández Marauda, nos arrebataron esos mundos ¿Cómo te los imaginas de no haberlos perdido?
J.A.: Los mundos que perdimos tiene, a mi entender, dos interpretaciones. Por un lado puede ser la referencia a mundos que alguna vez tuvimos e inexplicablemente perdimos y con ellos la sensación de pérdida. O bien aquella que me interesa: los mundos potenciales que pudimos haber tenido y nunca ocurrieron, los que nos fueron negados. No es pérdida, son posibilidades inconclusas y el problema de cómo los imagino es que la cantidad de opciones es tan abrumadora que se transforma en una máquina de ucronías con combinaciones infinitas, Elije tu propia aventura sin límites (definición de Julián Axat). El ejercicio constante de esta práctica es extenuante y encuentro en la escritura alguna forma de descanso y alivio.