Producir desde el afecto: clínica y feminismos
Por Sofía Guggiari | Ilustración: Gabriela Canteros
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Mi relación con los feminismos implicó no solo revisar la historia de mis afectos, si no que me llevó a politizarlos, sacarlos del clóset de lo secreto, vergonzante, patológico.
El ejercicio de poner a los afectos y los sentires a producir pensamiento, teoría, práctica clínica y política. Entonces pensar, sentir, hacer y sublevarse, empezaron a ser la misma cosa. Pude hacer de mi (ya no tan mía si no colectiva) incorrección e incomodidad una potencia de contestación. Otro modo de producir verdad. Otro modo de producir salud.
La opresión es algo que ante todo se siente, escuché una vez. Y nunca más pude desarmar esa frase que tanto impacto, resonancia y multiplicidad tuvo en mí. Y creo, esa es la ética feminista, no en el sentido identitario, si no en su fuerza de subversión.
Pero, ¿por qué la necesidad de hablar desde el afecto? ¿por qué la urgencia de colectivizarlo? ¿Qué discursos circulan en nombre del silencio y la opresión?
La pandemia nos confrontó con algo de lo que no podemos sacarnos de encima: que somos extremadamente vulnerables y que ahí no hay democracia que aguante; hay una profunda desigualdad en la distribución de la vulnerabilidad: el problema de las vidas precarias. El mundo en el que vivimos nos deja desorientadxs, deprimidxs, ¿de qué estaba hecha la vida que vivíamos? ¿de qué está hecha esta vida?
Pero apuesto (lejos de las lecturas new age) que esta incertidumbre en el estado de las cosas y el desconcierto que nos habita, puede ser también una pregunta. Las preguntas tienen esa cualidad, en los mejores casos, las buenas preguntas, de movilizar, de permitir percibir lo que no se estaba percibiendo. Porque los gérmenes crecen imperceptibles a la luz de las grandes razones, entre los pequeños pliegues, primero sin nombres, solo como algo distinto e inentendible, como una vida que despliega lo suyo, que necesita del tiempo, pero también de la apuesta. Aquello que le otorgue un lugar.
Sara Ahmed, filósofa y escritora feminista en uno de sus libros más hermosos, desde mi opinión claro, Vivir una vida feminista, dice que el feminismo empieza con un cuerpo en contacto con un mundo: un cuerpo que se mueve inquieto, y va de lado a lado. Las cosas no están bien. ¡Qué terapéuticas que pueden ser a veces algunas intervenciones filosóficas! ¡Cuánta política que puede haber en la percepción de un afecto que se intenta enunciar! ¡Qué poca diferencia hay entre lo terapéutico, la política, los feminismos cuando se trata de los cuerpos que sufren!
Pero ¿qué dice mi afecto sobre el estado del mundo? ¿Puedo con ello invitar a la subversión?
La incomodidad grita y entonces se democratiza, incomoda a lxs otrxs cuerpos. Hace saber que hay un problema y no es individual. O en los peores casos hace silencio, nadie sabe de la incomodidad más que ese cuerpo que lo percibe y todo sigue igual. La incomodidad por vivir en condiciones de violencia y abuso, por sentirnos presxs de una moral opresora, de imperativos esclavos, en condiciones indignas de trabajo, la incomodidad porque se vuelve imposible vivir, comer, pagar un alquiler, porque pareciera que nuestra vida no nos pertenece. ¡Permanentemente endeudadxs! Una existencia que cuesta erorizar. Y justamente es el afecto la guía para esa pregunta que creo, nos tenemos que hacer como sociedad ¿Qué vida queremos vivir? ¿Qué territorio queremos habitar, en qué condiciones, con quiénes? ¿Cómo distribuir las fragilidades y vulnerabilidades de una manera más igualitaria?
El cuerpo incómodo, extraño, afectado, raro, anormal, histérico, deprimido, sintomatizado, bipolar, brujo, pobre, loco, el cuerpo que no puede comprar ni vender, es el cuerpo que se sustrae y le responde a la lógica imperante en forma de síntoma o de figura estigmatizada, es el cuerpo brújula político/ético/clínica, no para pensar en términos salud o enfermedad, sino para escuchar lo que necesitamos. Para poner a trabajar el afecto como acto enunciativo, performativo. Para preguntarnos por la causa, lo que nos causa, como pregunta política frente a la falta de asombro, síntoma estrella del mundo en el que vivimos.