Progresar por la memoria
Por Norman Petrich
Dejar la memoria solamente en manos de la frialdad de los datos puede ser contraproducente en tiempos donde, al grito de para qué mirar hacia el pasado, se pide un borrón y cuenta nueva para dejar atrás el curro de los derechos humanos.Tal vez sea por eso que el Colectivo Editorial Último Recurso (Rosario) viene sacando una serie de libros donde, si bien están fuertemente documentados, la narrativa oral se convierte en un componente imprescindible para trazar y recorrer Historias de Exilio, compilación de Marta Ronga y Ángela Beaufays, El viento sigue soplando, el cual narra los orígenes de Madres de Plaza 25 de Mayo de Rosario, trazado magistralmente por Marianela Scocco, e Historias y recuerdos de una Madre de Plaza de Mayo, donde Celina “Queca” Kofman deja sus memorias de lucha y compromiso. Otra referencia que suma a la hora de sacar a la luz estas voces que se hicieron fuertes bajo la sombra del Terrorismo de Estado de los 70: los tres libros descentralizan esa memoria, nos acercan historias desde otros puntos del mapa nacional alejados, en mayor o menor medida, de Buenos Aires.
“Nos trasladamos a Tucumán. Íbamos recomendados ya para uno de los pocos abogados que aún quedaban y que no habían desaparecido por defender presos políticos y desaparecidos, el Doctor Ángel Pisarello. Él nos asesoró hasta el momento en que él también fue secuestrado y lo mataron.
Ahí empieza toda la búsqueda de mi hijo, como todas las madres lo hicimos…no aflojamos en la búsqueda hasta tener datos exactos, gracias al aporte de testigos que se jugaron la vida por darnos algunos datos… En el segundo viaje que hicimos a Tucumán con mi esposo, el Dr. Pisarello nos mandó a Famaillá. A un bar a una cuadra de la Escuela de Famaillá, con una carta especial para el dueño del bar, cuyo nombre no recuerdo. Él salió corriendo hacia la escuelita de Famaillá, entró muy cómodamente ahí, para luego venir a preguntarnos (seguramente por el apellido), si éramos judíos. Entonces yo cuando él me dijo así, salí corriendo con desesperación. Era un momento terrible. Dije: “Mi hijo está ahí”. Esa intuición de madre. Yo no andaba bien de salud, pero salí corriendo hacia la escuelita. Me detuvieron y me encañonaron. Les lloré tanto, les dije: “Déjenme llegar al alambrado” que rodeaba la casa. Llegué hasta el alambrado, de unos dos metros de altura, y grité con toda la fuerza de mi corazón el nombre de Jorge. Nunca sabré si lo oyó o no.”
Este conmovedor relato le pertenece a “la Queca" Kofman una gran referente de Madres de Plaza de Mayo del erróneamente llamado Interior. El libro recorre sus historias y recuerdos, desde los días transcurridos en la ciudad de Concordia, Entre Ríos, entre su trabajo de directora de escuela y quehaceres hogareños hasta este presente de lucha que aún continua, a pesar de la avanzada edad. En el medio, toda una construcción, todo un comprender la bandera que levantaba su hijo. Todo un compromiso, no sólo para mantener viva la memoria sino para que esa memoria fuera la lucha del presente. Así la encontraremos viajando por el mundo, representando a las Madres para contar su verdad colectiva, o participando de las nuevas luchas: en Santa Fe, con los inundados y enfrentándose al entonces gobernador Carlos Reutemann; en Laguna Paiva, acompañando a los trabajadores del pueblo contra la desmantelación ferroviaria llevada a cabo por Menem, o en las marchas por la niñez conocidas por sus consignas de “El hambre es un crimen” y “Ni uno menos”.
De su valor y convicciones da testimonio esta anécdota: “Contábamos con un Grupo de Apoyo, ansioso de militar en la reciente democracia. Democracia en la que aún quedaban muchos resabios de la dictadura genocida, muy especialmente en la policía. Por eso cuando los jóvenes querían salir a pintar nuestras consignas en las calles, no los dejábamos solos. Con Negrita los acompañábamos. Así es que una noche en la que deciden salir a dibujar siluetas de nuestros hijos y consignas, vamos con ellos. Nos ponemos una en cada esquina, mientras ellos realizan las pintadas. Llegó un policía y la increpó a Negrita: “¿Quién les dio permiso para pintar esa pared?”, a lo que ella le contestó más que rápido: “¿Quién les dio permiso a ustedes para llevarse a nuestros hijos?”. El policía no contestó y se fue hasta la esquina en que yo estaba parada, se me acercó y me formuló la misma pregunta, y como si hubiéramos estado de acuerdo, le contesté con las mismas palabras, al fin se fue y los chicos pudieron terminar sus pintadas.”
El viento sigue soplando no sólo viene a narrar y a documentar los orígenes de Madres en la ciudad de Rosario sino a demostrar que las raíces de esta delegación no se puede pensar por separado de la constitución de Familiares. De cómo se inició la resistencia, cómo se fueron sumando a las Madres de Buenos Aires y fueron influenciadas por éstas en la conformación de la delegación rosarina, en la necesidad de diferenciarse de otras posiciones más moderadas.
Norma Vermeulen es una de las voces preponderantes en este libro: "Hay gente que se piensa que uno va a la plaza a llorar, a lamentarse de las cosas… Lo que menos hicimos nosotras fue lamentarnos, porque vos te quedás… había dos opciones: o quedarte enferma a llorar, continuamente, continuamente, pensando, pensando, enfermarte, ¡o salir a luchar! Viste. Yo pienso que uno optó por lo mejor".
Es su voz la que nos acercará a las de Nelma Jalil, Esperanza Labrador, el relato de cómo se fueron juntando, cómo fueron las primeras reuniones, hasta llegar a la primera solicitada publicada por familiares de desaparecidos rosarinos en el diario Clarín, en 1978.
Norma esperó que Osvaldo (su hijo) regresara hasta la democracia. Sólo entonces pudo asumir que ya no iba a volver. Y se enfermó de dolor: "Nosotros hasta el 78 pensábamos que iban a aparecer, que los tenían en cárceles, que iban… ¡Nunca! Ni a nosotros mismos pensamos…por eso, cuando yo digo “mucha gente festejó el mundial 78” ¡me parece que nosotros también! Porque nosotros no pensábamos que no iban a volver… Si en ese momento hubiéramos pensado que íbamos a estar treinta años… yo treinta y un años, viste, treinta y un años buscándolos, hubiera pensado que era mentira, que no podía ser nunca eso, nunca”. Norma tenía 47 años cuando se lo llevaron, por eso afirmaba que se le fue la mitad de la vida en esto. Pero ese esto ha sacado de las sombras para ser juzgadas las figuras de, entre otros, Galtieri y Feced.
Como en todo el país, las Madres salieron a buscar a sus nietos y nietas, es así como aparece la filial de Abuelas en Rosario y la figura de Darwinia Gualiccio. Inés Cozzi la grafica de esta manera: "Darwinia era una dama, se codeaba con gente de clase media acomodada, y de repente su vida dio un vuelco de ciento ochenta grados. El secuestro de su hija, yerno y nieta sacudieron su rutina y cambió su vida para siempre. A partir de ahí no paró un minuto de militar en la búsqueda de sus seres queridos, y siguió haciéndolo aún después de recuperar a Ximena… …se encargó de armar todos los legajos de la gente que, como la familia Ovando, la familia Carlucci Fina, la familia Barra Klotzman y tantos otros que buscaban a sus nietos y nietas, que así lo habían denunciado pero no militaban ni estaban en Abuelas. Inclusive, ella iba a sus casas, les tocaba el timbre y les hablaba de la necesidad de organizarse, de juntarse porque eso facilitaba la tarea”.
Y el espíritu de Darwinia (verán que es de lucha, el que se repite en todas las Madres y Abuelas) queda reflejado en esta frase del 2005: "empecé la búsqueda que me costó lágrimas de sangre, pero felizmente pude recuperarla. Fue de las privilegiadas que tuve mi nieta de las 81, pero tengo hasta 300 para recuperar todavía".
Historias de Exilio está conformado por relatos de quienes se vieron forzados a dejar el país y recalaron en Bélgica. Relatos que recién 30 años después pudieron sacarlos afuera. Un delicado proyecto entre los que volvieron y los que se quedaron, entre belgas y argentinos, entre adultos y jóvenes. Leerlos puede hacer que el suelo que pisamos no nos parezca tan firme.
"Abro la puerta y veo que está todo dado vuelta. Tío Raúl, el Comodoro retirado, murmuraba: los que hicieron esto no pueden ser militares. El departamento estaba prácticamente vacío, los héroes de la patria resultaron ser ladrones vergonzantes, llevaban las cortinas con cosas y decían: “acá llevamos armas”, cuenta Ani Masramón, sobre el momento en que las fuerzas represivas allanan su casa. Ana es de las que todavía vive en Bruselas.
"Yo nunca desempaqué las valijas", cuenta Tato Osorio desde su casa en El Cóndor, Río Negro, "llegué a Bélgica y me instalé, pero no hubo un solo día en que no me levantara pensando en que tenía que estar acá. Permanentemente había recuerdos y nostalgias de las cosas del país, de la gente, de los lugares".
Pepe Bodiño (como tantos otros) tuvo que vivir largo tiempo separado de su compañera y su primogénito antes de reencontrarse en España, los cuales viajaron primero luego de que ella fuera “blanqueada” como detenida y se marchara forzosamente del país. Conciente de que su vida corría peligro, cruzó la frontera en forma clandestina vía Paraguay para luego tomarse un avión que lo llevó a Lisboa y de ahí a España. "Iba al reencuentro y en el trayecto del taxi se me ocurrió pensar “¿Y si no hay nadie? ¿Y si la dirección está mal?, bajé yo y mi bolso, sin angustias de ninguna clase. Era el 7 de mayo de 1978 y llegaba a destino, o al menos eso creía yo". Como el pasaporte de Pepe era falso y la situación en España era angustiante, decidió cruzar a Bélgica en forma clandestina, separándose nuevamente de su familia. La idea era cruzar a través de los Pirineos a Francia, tomar un tren en Montpellier, de allí a París para continuar hasta Bruselas. Luego de un primer intento fallido y a pesar de que su pasaporte le daba miedo, logra cruzar y llegar al punto acordado para la cita con un español que lo ayudaría a asentarse. "Cuando llegué a la cita, en la hora precisa, no había nadie. Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Y si no venía nadie? ¿Qué hacía? No tenía ninguna forma de contactarme, ni teléfono, nada (…) De golpe, en el medio de la oscuridad, apareció una pareja que se detuvo en la vereda de enfrente. Sin más esperanzas, crucé la calle y balbuceando, me dirigí al hombre de unos 45 años y le dije: “¿J?”. El me dijo sí, me presenté y muy seriamente me saludaron y me dijeron que era una macana que los catalanes me hayan enviado así, que era un problema, un riesgo, que no sabían quién era yo, podía ser un policía disfrazado, etc (…) Decidieron llevarme igual. Me preguntaron si tenía hambre. Dije que sí, prepararon algo, no comí mucho y pusieron como música de fondo un disco del Tata Cedrón que jamás había escuchado, cuyas letras me conmovieron y llenaron mis ojos de lágrimas".
Marta Ronga, su compañera, cuenta que cuando volvieron, en aquel pasaporte con el que había salido fueron inscriptos estos dos niños como extranjeros (tienen 4 hijos con Pepe), ellos no eran ni belgas ni argentinos, ellos no tenían nacionalidad ni, por tanto, documentos, ellos no eran de ningún lugar; ellos, más allá de mi deseo, no quedaron indemnes, ellos eran apátridas.
Porque esa es una parte desgarradora de estas historias que muy pocas veces tenemos en cuenta. Esos chicos que se ven obligados a salir del país, en el mejor de los casos junto a sus padres, o aquellos que nacieron en el extranjero, se ven en la situación de regresar abandonando el lugar en que crecieron, los que los convierte en doblemente exiliados. Laura Gaud y Natalia Hernández describen a Bruselas como gris y triste, a pesar de ser el lugar que las cobijó. Es la misma Natalia la que narra que cuando la madre les contó que volverían a la Argentina, ella tenía 8 años y se había adaptado a la rutina en Bruselas. Y así pasaron las semanas, haciendo cajas y valijas, me mandó a separar todos los juguetes explicando que no los podíamos llevar con nosotras por falta de espacio, y que se lo íbamos a dar a nuestros amigos "¡Así aprendí que sólo poseía aquello que podía llevarme conmigo!".
Juliana Osorio cuenta que el exilio fue "como un empujón a la marginalidad, quedé al margen de mi infancia, de mi entorno social, de lo que con 11 años ya era una vida loca, con nombres cambiados. Desde el exilio tuve que entender que estaba perdiendo mi cultura y tuve que hacer el duelo por mi hermano Ernesto, que sólo Dios sabe cómo y quién lo mató, ese asesino jamás pagó por lo que le hizo a mi hermano y esa realidad sí nos dividió".
Como dije al principio, estos tres libros están fuertemente documentados, inclusive los tres cuentan con un anexo que los reúne. Documentos que sostienen la palabra pero son el calor de estas voces las que nos interpelan, no permiten que alguno se refugie en la desidia, las que le ponen nombres a las cosas. Y nos hacen pensar. Y salir a la calle. Mirarnos a los rostros y reconocernos en los otros, y recordar que estas banderas nuevas que levantamos se parecen a aquellas otras. Es para eso que sirve la memoria. Porque, como dice Eckerman que le dijo Goethe, es preciso estar repitiendo constantemente la verdad porque también el error se predica incesantemente en derredor nuestro.