"¿Qué pasa hoy acá?": happening teatral de Érica Rivas y Martín Rechimuzzi
Por Soledad Guarnaccia y Matías Farías
Por decisión de los autores, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Estamos a punto de ser lanzados desde una nave con toques de futurismo retro a una nueva normalidad. Se supone que dejaremos atrás la pandemia, pero no está claro: la lógica irreprochablemente coherente del delirio y el impacto, demasiado brutal del hiperrealismo, dominan la pantalla. Vemos entonces cómo saludan lxs que son lanzados-arrojados desde Australia, Indonesia, Alemania, Portugal. Se respetan los husos horarios, así que la Argentina viene después en este tándem globalizado. Pero previsiblemente, la operación falla: unx tripulante abandonó su asiento y ese motivo banal, pero relevante para comprender lo que pasa (no puede haber vacío, porque sería evidenciar la epocalidad de una época signada, justamente, por el vacío) nos coloca en la única y decepcionante normalidad que ya todxs conocemos, como sobremurientes que esperan una nueva chance para convertirse en otra cosa.
Antes de que inicie el segundo acto, lxs actores cambian de ropa y de piel y con ello no sólo exhiben la puesta en escena en clave vanguardista sino que también ofrecen un tiempo para pensar. Lxs asistentes, el público, o estos seres distanciados entre las prolijas sillas del Konex, pueden llegar a imaginar que están en una situación no muy distinta al Titanic: un viaje directo a la tragedia pero dentro de un plan de entretenimientos. Pero como no hay lugar para la metafísica del individuo y menos aún para la trascendencia, ni siquiera cabe la pregunta sobre quién debe salvarse o, en clave del capital, cuántos tienen que morir para que algunos se salven. Como no hay salvación, no hay catarsis, de modo que la nueva normalidad es una tragedia sin Sófocles ni Shakespeare, pero con algo de Aristófanes en las torsiones bufonescas, exageradas, y rutilantes de dos artistas que descollan.
Aristófanes invocado desde la cultura popular del conurbano. De allí salen esas dos mujeres de nuevo sobrecargadas de realidad del segundo acto, con nalgas más abundantes que las personas con nalgas abundantes, con el repiqueteo del «boluda, boluda» en boca de Martín Rechimuzzi, con sus contrapuntos groseramente subrayados: una empedernidamente fóbica, otra abiertamente deshinibida. La pregunta es la misma que en la primera escena: ¿vamos a salir? Toda la conversación gira en torno a la espera de un remis para irse de fiesta, de modo tal que el acto segundo es una miniatura del primero, con la diferencia sustancial de que en éste se verifica la sospecha con que se cerraba aquél: que todes, excepto la fóbica -que es justamente la que menos chances tiene de salir, aunque parece que al final lo logra- están/estamos muertas/muertos/muertxs.
A esta altura el público puede darse cuenta de que el convite por el que probablemente se sintió convocado (un poco de humor en tiempos de pandemia) es una llave para explorar el trasfondo mortuorio del tiempo presente. Hay algo del orden de la comedia, ya no en el sentido denostado por Marx en el XVIII Brumario (como representación disminuida de la realidad frente a la tragedia), sino como la única forma de reflexionar sobre la tragedia en un tiempo que luce sin trascendencia y, por ende, sin pensamiento trágico.
¿En qué consiste esta reflexión? Como en cierto trabajo del sueño según Freud, parece tratarse de camuflar aquello que, si se presenta de manera directa, resultaría insoportable. Transvestir lo real para poder lidiar con ello. Es la inversión del realismo, que como vemos en cada parte diario sanitario de este largo año, conduce a la naturalización de las muertes, lxs enfermxs e infectadxs. De ahí esa extraña percepción que se tiene al estar en la obra: la experiencia de que cada frase improvisada difiere al menos un instante la resolución catastrófica de la historia.
No hay un plan de obra, sino algo más potente, un espacio donde acontece el arte a fuerza del despliegue de lxs actores en un doble terreno, entre el enmascaramiento y el desplazamiento. Lxs actorxs de la «nueva normalidad» camuflan sus ropas, se transforman con breves y largos trayectos sobre la rampa, operan giros repentinos con sus discursos. Invitan al público, permanentemente, a mutar. Comediantes en medio de un drama colectivo, sus cuerpos sostienen las preguntas del momento: ¿vamos a salir? ¿hay desplazamiento? ¿hay alternativa a la nueva normalidad? Por eso aunque no haya obra (orgánica), en este «happening teatral» sí hay actorxs: en lo que pueden sus cuerpos, en el punto máximo al que alcancen desplazarse, el sentido juega sus últimas fichas.
Con todas estas preguntas llegamos entonces al tercer acto. Lo esperable en una época posmoderna sería que todos estos interrogantes quedaran sin respuesta. Pero no es lo que ocurre en la obra, que en este punto se atreve a intentar sacarnos del lugar de encierro en donde nos había(mos) metido, aún al precio de que exploten las contradicciones exhibidas con honestidad brutal. De este modo, en el tercer acto la obra que parecía consagrarse a camuflar una negatividad mortuoria, se vuelve graciosa. El enmascaramiento, como procedimiento artístico, se pone también en cuestión, al señalar al lenguaje como último ardid del abracadabra colectivo que ingenuamente cree que con solo decir «amor deconstruido» ha sentenciado el final del «amor romántico». La ideología vitalista de la vanguardia se explicita (en una obra que apela al hiperreal pero que no es explícita) con la crítica a las formas que vienen a encorsetar la posibilidad de convertirnos en un sanador «volumen» colectivo. Se vuelven manifiestas las deudas con el under de los ochenta y los homenajes a Urdapilleta, Tortonese y Gasalla, como si fuera necesario subrayar lo que estaba a la vista (probablemente porque se teme que tales referencias, valoradas como un tesoro, resulten desconocidas para las nuevas generaciones que se espera como público de la obra).
De esta manera se arma, en medio de la deriva, una deriva. Lo hace posible, por un lado, un logrado paralelismo implícito: a su modo ese under de los años ochenta también le hablaba a una sociedad que a la vez sabía y no sabía, en el decir de Perlongher, que había cadáveres. Pero, por otro lado, la cita con esos nombres (Urdapilleta, Tortonese, Gasalla) también es posible porque hay un resto de vibración política, lo suficientemente potente como para conmover las cosas que parecían fijadas. Así ocurre, en ese tercer acto, con el funcionamiento de las redes: mientras al inicio de la obra la pantalla está entregada a la lógica del capital, en el último acto la misma pantalla se transforma en la condición de posibilidad de una conversación donde los deslices en la lengua (en forma de equívocos) se transforman en deseo, y el deseo así precipitado, en el máximo acercamiento posible en tiempos de distanciamiento.
La obra se termina en este punto, sin telón (no puede haberlo porque no hay representación) pero con la posibilidad cierta de un posible acercamiento. ¿Hay entonces alternativa a la nueva normalidad? Del delirio hiperreal de una vida colectiva de muertos, al saludo final de los actores, algo ha cambiado: si al comienzo veíamos cómo Indonesia, Australia, Alemania y Portugal se lanzaban a la nueva normalidad, ahora la pantalla muestra una consigna: Liberen a Milagro Sala. De modo que había que pasar por la comedia para que podamos comprender lo que está a la vista: que la política sigue siendo una alternativa a la vida de zombies. La vanguardia sacude, grita, putea, pero también enmascara, como el under de los ochenta. Terminada la obra, queda una misión. Habrá que hacer como el pasajerx que abandonó la nave o la farsa hiperreal en el primer acto. A menos que estemos verdaderamente muertxs, y simplemente dejemos titilar esa misión allí donde ahora aparece, en la pantalla.
La obra ¿Qué pasa hoy acá?, se puede disfrutar los días 10, 12, 17 y 31 de marzo; 7 y 14 de abril a las 20:30h en el Konex.