Ricardo Piglia (1941-2017)
Por Miguel Vitagliano*
Hay escritores que van al encuentro de los lectores que ya saben que están allí porque son el público probado por otros libros, conforman el “lector estándar” de lo que “se publica”. Otros deciden correr el riesgo y buscan que sus propios libros construyan a sus lectores. Entre ellos están los pocos que llegan a definir a los lectores de una sociedad en una época determinada. Ricardo Piglia es, sin duda, uno de esos escritores. Desde la publicación de Respiración artificial (1980) definió el foco de lectura que marcaría a una generación de lectores y escritores, la de aquellos que habían crecido mientras el “boom” de la literatura latinoamericana se apagaba a mediados de los 70. ¿En qué consistía ese foco de lectura? Sin duda que no puede reducírselo a temas y tópicos –las imbricadas relaciones de la tradición literaria argentina y la historia política–, ni a los encuentros inesperados entre autores y literaturas dispares, ni a los cruces de registros entre ensayo y narración, era todo eso, sí, pero cargado de una intensidad que invitaba a descubrir que ni la realidad terminaba en lo que se nos imponía delante ni la inventiva de ficción se restringía a los libros. Quizás esa intensidad podría condensarse en un gesto de lectura del propio Piglia. Poco después del golpe del 76 pasó unos meses enseñando en una universidad extranjera y, al regresar a Buenos Aires, notó extrañado que los postes de las paradas de colectivos habían sido reemplazados por carteles que decían Zona de Detención. La represión era tan ostensiva que se mostraba hasta en los mínimos detalles. “Tuve la impresión de que todo se había vuelto explícito, que esos carteles decían la verdad”, recordaría Piglia años más tarde en una entrevista: “La amenaza aparecía insinuada y dispersa por la ciudad”.
La primera edición de Respiración artificial tardó varios años en agotarse, a pesar del fervor de sus lectores. Piglia había publicado ya dos libros –La invasión (1967) y Nombre Falso (1975), pero su novela circuló como un tratado para resistir a ese tiempo aciago que nadie sabía cuándo terminaba. Como un saber con contraseñas. Como una enciclopedia de lecturas. Aunque su siguiente novela, La ciudad ausente, se publicaría doce años después, Piglia continuó convocando a la nueva generación de lectores a través de relatos, críticas y entrevistas. Un escritor que parecía comportarse como un escritor secreto mientras se lo leía cada vez más a lo largo de los 80. Todos sabían, por ejemplo, que escribía un diario desde los 16 años y que en esos cuadernos negros estaba cifrada, como él mismo sugería, el núcleo de su obra. El escritor se parecía a los personajes de las ficciones de las que hablaba. Pero por sobre todo, Piglia seguía un comportamiento similar a la trama de sus narraciones. En vez de sumar, elegía sustraerse, nunca estar del todo, restarse del lugar en que se lo esperaba o en que podían estar esperándolo.
Era una decisión intelectual y concernía por igual, desde luego, a su posicionamiento frente a la verdad como a la ficción. En definitiva, una se construía con la otra. ¿Qué hacer con la verdad? ¿Cómo transmitirla? En un ensayo de 2001, Piglia abordó el problema comentando las cinco tesis de Brecht sobre la verdad: “Hay que tener, decía Brecht, el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de saber elegir a los destinatarios. Y sobre todo la astucia de saber difundirla”. Por supuesto que en eso también se ponía en juego el arte de la ficción.
Estar en el lugar inesperado era, por ejemplo, escribir ensayos sobre literatura para acompañar las adaptaciones en historietas de relatos argentinos que publicaba la revista Fierro en los 80. Como también, veinte años después, dar clases de literatura en la TV Pública, sin modificar el rigor ni el registro de sus seminarios en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) durante los 90. En esas últimas intervenciones, además, al igual que en sus conferencias, podía reconocerse otro rasgo de esa sustracción de la que hablamos. Se trataba de un modo particular de evitar “el yo”. Como si decir “yo” fuese una ostentación que dejaba a otros. Como si el pudor reclamara cambiar “yo” por “nosotros”. Lo que no dejaba de ser, a veces, ambiguo en la escucha. Porque ese “nosotros” podía referirse a “nosotros los escritores en general”, “nosotros los escritores de mi generación”, “nosotros los lectores”, “nosotros la izquierda”, “nosotros los argentinos”, “nosotros todos los que estamos presentes”. Y por supuesto, también ese “nosotros” podía ser simplemente “yo”, como cuando decía “entonces fuimos a ver a Borges….”, o “Nosotros fuimos un poco injustos con Sábato…”
Habría, sin embargo, otro modo de interpretarlo, y no invalida ninguno de los anteriores. Reconocer en ese rasgo la voluntad de que el plural funcionara de contraseña para una sociedad sin Estado, es decir, lo que para Piglia era la literatura.
A todos se nos ha muerto Piglia.
*Miguel Vitagliano escritor, docente.