Teatro: "La vida animal" o cuando el Gran Bonete del ser es jugar
¿Qué nos hace humanos? ¿La razón? ¿El lenguaje? ¿El miedo a morir? ¿La capacidad de amar? En La vida animal, la pregunta no se responde: se representa. O mejor, se encarna. Porque lo que sucede en escena no es una narración lógica ni una secuencia de acciones con causa y efecto. Lo que ocurre es un estallido sensorial, una fábula no lineal que se abre camino como un río sin cauce, entre cuerpos disfrazados de duendes, hombres acechados por lobos, vikingos en estaciones de tren y pajarracos danzando en antros oscuros. No hay argumento. Hay experiencia.
La obra se inscribe en lo que podríamos llamar teatro psicotrópico, un lenguaje escénico que explora la psique no desde la razón sino desde el vértigo. Aquí lo importante no es comprender, sino sentir. Y en ese sentido, La vida animal se permite el lujo de prescindir del sentido como eje narrativo para dejar que sea el cuerpo, el ritmo, la imagen, el símbolo y el impulso quienes construyan la dramaturgia.
Jugar como niños implica aceptar la fragmentación, la discontinuidad, el no tener respuestas cerradas, sino abrirse al misterio, como propone Simone de Beauvoir cuando habla de la ambigüedad del ser humano: somos simultáneamente sujetos libres y cuerpos situados en un mundo lleno de otros. En el juego, como en esta obra, se manifiesta esa ambigüedad: somos actores y espectadores de nuestras propias vidas, construyendo sentido a partir del caos.
Desde el inicio, la escena se abre como un ritual. Como una fiesta de cumpleaños enrarecida, fuera del tiempo, donde los niños no son niños sino criaturas mágicas que juegan a ser humanos. Ellos -como los antiguos coros griegos- son quienes narran y transmutan, quienes bailan la pregunta antes de enunciarla. ¿Es posible representar el amor, la muerte, la duda, sin caer en la trampa de las palabras ya dichas, de los conceptos domesticados?
Simone de Beauvoir escribió que “no se nace mujer, se llega a serlo”. Ese “llegar a ser” no es exclusivo del género, sino de toda existencia humana. La vida animal nos sumerge en ese proceso de devenir constante, donde ser humano no es un punto de partida sino una construcción, una posibilidad. En escena, como en la vida, se juega a ser: a ser otros, a ser uno mismo, a ser sin saber exactamente qué.
La obra explora la tensión entre lo humano y lo animal no desde una lógica binaria sino desde el desdibujamiento de fronteras. ¿Qué diferencia a un lobo de otro lobo? ¿Qué separa a un vikingo que teme la muerte de un niño que baila con una máscara? ¿No es, acaso, la capacidad de sufrir -como se pregunta la obra- lo que nos hermana con el resto del reino animal?
Sartre decía que estamos condenados a ser libres. Pero esa libertad muchas veces paraliza. En la obra, un personaje se debate entre saltar o no al vacío. Y allí, en ese filo entre el impulso y la racionalización, aparece lo más humano: el miedo a dejar de ser lo que conocemos para ser otra cosa, quizás lo desconocido, lo no dicho, lo salvaje.
El salto -literal o simbólico- supone una muerte. La muerte del yo estable, la muerte de la identidad fija. Y en ese acto de arrojarse se encuentra una verdad existencial que Sartre, Beauvoir y los trágicos griegos supieron abrazar: la única autenticidad posible es aquella que se construye en el acto, en la acción, en el riesgo. La vida animal no da respuestas porque no las hay. Y no por nihilismo, sino porque cada respuesta clausura una pregunta que todavía palpita.

En un mundo saturado de palabras, esta obra se atreve a volver al cuerpo. Al temblor, al tacto, a la respiración compartida. Si el lenguaje es -como decía Foucault- un instrumento de poder, un dispositivo que organiza lo real y lo clasifica, entonces La vida anima” se rebela. No porque rechace el lenguaje, sino porque lo subvierte. La escena no explica: vibra.
El baile, el fuego, el canto, el animal que se agita en los músculos son los modos que encuentra la obra para hablar sin palabras, para nombrar sin nombrar. En esa elección se inscribe una poética ancestral, chamánica, donde la representación no busca imitar la vida, sino canalizar su energía caótica. Una mujer observa, desde la ventana, a un caballo, como si al mirarlo se reconociera a sí misma en lo que está afuera.
Como en las tragedias griegas, no se trata de comprender, sino de atravesar la experiencia. El público no sale con una idea clara, sino con una sacudida. Y eso es, quizás, lo más político que puede hacer el teatro hoy: recordarnos que somos cuerpos, deseos, miedo, impulso. Que lo que creemos controlar a veces se nos impone como una tormenta, como una manada de lobos que irrumpe en nuestra zona de confort. Y que corre hacia nosotros.
Uno de los ejes más bellos de la obra es la idea de que convivimos con lo que no podemos controlar. Fantasmas, preguntas, miedos que no se resuelven, que no desaparecen, sino que se arrastran, se camuflan, nos habitan. “La vida animal pone en escena ese caos interno con la lógica del sueño: escenas que se conectan por asociación, por intuición, no por consecuencia.
Y así como un niño puede ser duende, gato o pájaro sin necesidad de justificar su metamorfosis, los personajes transitan sus mutaciones sin explicación. Porque no hay nada que explicar. El teatro, en su versión más pura, no es una ilustración de ideas: es un dispositivo de transformación. Una máquina de preguntas encarnadas. Una celebración del devenir.
La vida animal no ofrece una verdad sobre lo humano. Ofrece un espejo fragmentado, una caja de resonancias, una danza entre lo que somos y lo que podríamos ser si nos dejáramos habitar por lo incierto. Lo que fluye es lo real. Y en ese fluir nos reconocemos: por momentos humanos, por momentos bestias, por momentos algo completamente distinto. Una fábula sin moraleja. Un rito pagano para espectadores que no buscan certezas, sino belleza.
Ficha técnico artística
Dramaturgia: Julián Rodríguez Rona
Actúan: Andrés Ciavaglia, Julián Rodríguez Rona, Roman Tanoni, Albertina Vazquez
Movimiento: Constanza Feldman
Vestuario: Cecilia Zuvialde
Escenografía: Cecilia Zuvialde
Iluminación: Matías Sendón
Ilustraciones: Juan Ignacio Reos
Diseño sonoro: Pablo Viotti
Música original: Julián Rodríguez Rona, Pablo Viotti
Fotografía: Flora Rosa Y Fuerte, Julián Cardoso
Diseño gráfico: Mercedes Moltedo
Asistencia de dirección: Micaela Gibelli
Prensa: Marcos Mutuverria
Producción ejecutiva: Catalina Fusari
Producción: Nadia Crosa
Colaboración artística: Nadia Crosa
Supervisión dramatúrgica: Martín Flores Cárdenas
Colaboración coreográfica: Luciana Acuña
Dirección: Julián Rodríguez Rona
Relaciones Públicas: Ana Skornik
La vida animal se presenta los sábados de junio a las 18 horas en el teatro El Grito, Costa Rica 5459, CABA.