Teatro: “Petit Hotel Chernobyl”, una odisea de mujeres lastimadas
Por Adrián Dubinsky
Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Los subtítulos de Petit Hotel Chernobyl (todos los viernes a las 21:30 h en Complejo Teatral Ítaca, Humahuaca 4027, CABA) podrían ser innúmeros: de éxitos y fracasos; la insoportable incomodidad de la insatisfacción (todo in); el rigor de la posmodernidad o muchos otros. Lo concreto, es que no tiene ninguno porque una vez vista la obra, la simplicidad del recurso puesto a disposición de un buen libro, nos muestra que alcanza con el nombre propio de la habitación y todas sus reverberaciones -hasta el final de la pieza- para comprender ese microclima de encierro y cama caliente en el que cuatro mujeres responden con sus cuerpos y almas a las exigencias de un presente inexacto pero situable; denso, aunque claramente atravesado por el cinismo, la ironía y la solidez ondulosa de las actrices.
Siempre que voy al teatro (no me pasa lo mismo con el cine) trato de no leer nada previamente. Soy un ser sugestivo y le temo al botonaje más que a la decepción. Con lo cual, llego a la sala -a no ser que sea un clásico y ya conozca el libro- casi virgen. Entonces, cuando escribo, ya no me importa qué quiso decir el autor, ni lo que quiere poner en escena el/la directora/a, sino que me dejó llevar como ante cualquier obra artística que me propone un desafío: conmoverme o no; y vaya si Petit hotel lo hizo. En este caso, de entrada, me senté en una sala en la que se experimentaba un aura de concentración: todo indica que cada función es una obra diferente a la obra que yo vi; a mí, por suerte, me tocó llegar el día que la misma estaba nimbada por una nunca excesiva carga de impulso de vida que se las tiene que ver con su contraparte, con lo cual, desde el principio, me sentí predispuesto a cierta sensibilidad inherente a una excitación incipiente y vagamente en estado de tensión, oscilando en ese clivaje inestable que va, que camina. A pesar de las vicisitudes de las cuatro personas que, para mí, vivían en una pieza de conventillo, de chapa, la sensualidad le daba tonos aterciopelados a la iridiscencia de un fracaso total de exposición continúa, pero que siempre se prefiguraba en ciernes para las protagonistas, como una amenaza, no del todo definitivo. Todo el tiempo, la promesa de una posibilidad se gesta como una salida esperanzadora, incluso sobrevolando el desastre reciente o el abismo de pronóstico seguro.
El único detalle sugerible, que no talla como inconfidencia de la trama, remite a una constante en la sociedad que, como por una osmosis maldita, se introyecta en el habitáculo desde afuera, y donde tienen que dormir cuatro, solo hay tres colchones; y siempre, siempre, hay una actriz en acción. La escenografía, a cargo de Vanessa Giraldo, trasunta economía de recursos y solidez de contexto: una cama cucheta, un colchón al sopi, una mesa, una silla, una sempiterna raqueta… poco más que recuerde; no obstante, es todo lo que tiene que haber, y de esa manera, el resto se llena con talento.
La miseria y la desidia se obstinan contra esas cuatro mujeres que desde el vamos intentan una y otra vez sobreponerse al vendaval con que la vida se las llevó puestas. ¿Cuántas mujeres lastimadas hay en esa misma situación? Las cuatro actrices logran transmitir esos altibajos anímicos (en algunos casos, solo bajos) con una eficacia sardónica, rayana en el cinismo cómplice de aquellxs que estamos espectando lo venidero. ¿Zafarán de esa situación? ¿Ganará el partido la émula de “la Saba”? ¿Se recuperará de su odio cerril y sus obsesiones patrias adictivas la docente parecida a la Soledad Dolores Solari de Gasalla, luego de un paso por un cuadro de El Bosco? ¿Logrará sacar adelante a ese grupo de féminas malhadadas su “líder”, que disimula su falta de amor con estridencias intracuarteto? ¿Logrará zafar de esa depresión erótica -no hay contradicción, en este caso, entre eros y thanatos- esa joven sin espacio, ni lugar, ni tiempo que derrocha sensualidad y necesidad de clonazepam desde una cama cucheta? Martina Zapico, Alejandra Oteiza, Silvia Villazur y Jowy Sztryk, respectivamente, se encargan de transformarse en esos nudos de sueños anquilosados, no muertos del todo, siempre a punto de poder florecer o volverse evanescentes con ellas dentro, llevándolas a la nada misma.
Petit Hotel Chernobyl, de Andrés Binetti y dirigida por Nicolás Manasseri, con producción a cargo del mismo Manasseri y la también actriz Zapico, entretiene de principio a fin y parece llevar en su interior -se experimenta desde la puesta- todo el bagaje de la tradición de Los bajos fondos, pero situado en una especie de conventillo transmoderno, colmado de igualdad hacia adentro (todas son desgraciadas) y un afuera que se respira desde la interpelación que cada espectador/a siente al saberse diferente: esas mujeres no van ni irán a ningún teatro Ítaca.
El vestuario, a cargo de La Costurera teatro, parece salido de una pesadilla hija del matrimonio entre Wes Anderson y Jean Renoir: los colores pasteles, solo con algún corte fulgurante, parecen mecernos y adentrarnos en una pieza de resolución incierta hasta el final. Todas esas ansiedades se desplegarán a lo largo de una obra compacta y mantendrán a quien vaya al teatro con la atención despierta y en goce, ya que los placeres estéticos y artísticos, como los divinos, escogen caminos inescrutables para manifestarse, para dejarse llevar sin trabas ni censura, y hasta en un espacio misérrimo y adolorido se la puede pasar bien fagocitando arte escénico. Las reflexiones que nos llevemos, las charlas en el bar a posteriori del visionado, serán exclusiva responsabilidad del/la sujetx sentipensante, pero sin duda que queda mucha tela para cortar de esta fábula sobre el dolor, la injusticia y los desórdenes del alma y la psiquis ocasionado por un afuera tremebundo.