Paraguay: ecos de la masacre de Curuguaty
Ya lo decía el filósofo napolitano Giambattista Vico en su Scienza Nuova (1725) cuando versaba sobre el corsi y del ricorsi de la historia, y ya lo decía mucho antes, en Eclesiastés, el rey Salomón: “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y no hay nada nuevo bajo el sol”. Es prudente aceptar que no hay una línea que avanza con trayectoria ascendente en aquello que damos por llamar historia, por más que nos dejemos engañar por términos como progreso, evolución, civilización o nuevas tecnologías. Pienso mas bien en el término astronómico analema, referido a la curva –una suerte de número ocho– que se dibuja en el cielo al registrarse la posición del sol todos los días a la misma hora desde el mismo lugar. Hay una ilusión de movimiento, pero la curva es un circuito fijo del que salir es imposible; algo como la perfección que Kepler buscaba en sus circuitos celestes, aunque claro, nada es tan exacto en el imperio de la realidad.
Este 18 de agosto, a diez años, dos meses y tres días del suceso conocido como Masacre de Curuguaty, ocurrido más precisamente en el asentamiento de Marina Kue (15 de junio de 2012), volvió a correr sangre sobre las mismas tierras. Se enfrentaron dos bandos: el de los “hermanos Castro” y el de la “Asociación de Familiares y Víctimas de la Masacre de Curuguaty”. La recursividad potenciada, acaso un tejido de ñandutí que se desteje para volverse a tejer, aunque nuestra Penélope tanática no estaría esperando la llegada de su Ulises sino el fin de los tiempos y no quiere que la espera sea tan aburrida. En las redes sociales de los lugareños se habla de “primera masacre” y de “segunda masacre”. Hegel afirmaba que todo suceso y personaje histórico se repetía dos veces, aunque conocemos bien la paráfrasis de Marx: primero como tragedia, después como farsa.
¿Por qué es importante recordar la masacre de Curuguaty? En este suceso se entrecruzan diversos ejes que vale la pena poner en juego: el político –con razón de la masacre se llevó a cabo el juicio político a Fernando Lugo, único líder político progresista que la nación había tenido en su historia–, el geopolítico –vale aquí usar el término subimperialismo, acuñado por el economista brasileño Ruy Mauro Marini (1932-1997), para referirse a las relaciones Paraguay/Brasil–, el ecológico –la puja entre el campesinado y las empresas transnacionales acarrea también la persistencia en extender el reinado del monocultivo, la soja transgénica y los agrotóxicos–, el social –las clases campesinas empobrecidas, que hartas de ser capataces o peones de estancia buscan tener una tierra propia para cultivar–, el económico –el modo de producción latifundista, asociado fuertemente a ciertos nombres vinculados con la dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989)–, y por supuesto el histórico, ya que este modelo económico se originó mucho antes de la dictadura: fue una consecuencia directa del resultado de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). Empecemos por analizar esto último.
La Guerra Guasú o Guerra Grande –así se la llama en Paraguay–, la más mortífera de la historia americana y más cercana al genocidio que a la guerra en muchas instancias (culminó con la decimación de un 90% de la población masculina paraguaya), dio fin al modelo proteccionista instaurado décadas antes por el prócer independentista y Dictador Supremo José Gaspar Rodríguez de Francia, quien gobernó con puño de hierro durante veintiséis años (1814-1840). Así y todo, el país funcionaba a su manera: el Dictador adjudicaba parcelas a los campesinos y a los indígenas para que vivieran de su propio trabajo, y a éstas dio en llamar Estancias de la Patria. Turistas y curiosos de otras procedencias, sobre todo europeos, creían que el Supremo –conocido por su pueblo como “Karaí-Guasú”, o “Gran Señor”– era poco menos que un loco autoritario liderando una secta gigante, pero así y todo, lideró con fervor las épocas más prósperas que su nación llegó a conocer. Un modelo similar mantuvieron sus sucesores, Carlos Antonio López y el hijo de éste, el recordado Mariscal Francisco Solano López, de quien se dice que acorralado en Cerro Corá exclamó “¡Muero con mi patria!” antes de desplomarse ante las balas. Era 1 de marzo de 1870, y sus palabras resultaron ser proféticas.
Después de la derrota, las antiguas Estancias de la Patria se lotearon y vendieron a empresas extranjeras y a individuos, “empresarios” también extranjeros. Basta con nombrar el ejemplo de Carlos Casado, un español afincado en Buenos Aires que ni siquiera pisó Paraguay pero que se hizo con numerosos territorios. A tal fin fundó una sociedad a su nombre, Carlos Casado S.A., una empresa agropecuaria que aún existe y es dueña de unas 200.000 hectáreas en el Chaco paraguayo. Este fue el inicio del modelo latifundista: la tierra no era ya de quien la trabajara sino de quien la pudiera comprar con dinero, y quien pudiera comprarla con dinero sería también dueño de los cuerpos de quienes la trabajaran. Un absurdo reminiscente al nexum de los antiguos romanos, con la excepción de que los campesinos no habían contraído deuda alguna (como canta el conjunto patagónico Los Hermanos Berbel, lamentando la Campaña del Desierto y la Conquista en partes iguales: “¿Con qué ley me juzgaron?/¿Por culpable de qué?”).
En el mismo tenor, los paraguayos habían sido expulsados de su propio país, o del país que conocían, dentro del mismo territorio nacional: una experiencia similar a cualquier situación de coloniaje, sólo que ahora no había que rebelarse contra una abstracta y lejana Corona o contra un grupo de burócratas virreinales. Fue una expulsión de su propia tierra: es que si bien la destrucción causada por los españoles en este hemisferio fue enorme, no había llegado a ser total. De eso se ocuparían los nuevos estado-nación, individuos, empresas y hasta organizaciones “humanitarias” a lo largo de los siglos XIX y XX (vale echar un vistazo a los delitos cometidos por el grupo New Tribes Mission, ahora rebrandeada como Ethnos360, no solo en Paraguay sino en el mundo).
Tampoco habría batalla en la cual salir triunfante desplegando la bandera nacional, porque el estado mismo era ahora, sino un adversario, por lo menos un cómplice en el saqueo de sus medios de vida. Pienso ahora en las banderas paraguayas que usaron como escudos simbólicos los campesinos de Marina Kue aquella tarde del 15 de junio de 2012, pensando que los oficiales de GEO, o “Grupo Especial de Operaciones”, irían a reflexionar sobre su accionar al ver que se trataba de coterráneos, de patriotas como ellos. “Mba’eré peju orenohë oréve, ore paraguayo, ore paraguayo” , clamó Eleuterio Brítez (sobreviviente de la masacre) antes de escuchar los disparos. Pero ese hecho carecía de importancia: estaba pisando un territorio que pertenecía formalmente al Estado, pero a todos los efectos su dueño era Blas N. Riquelme o, lo que es lo mismo, Campos Morombí S.A.
¿Partido político o religión popular?
Se experimenta una extraña sensación al entrar a la fanpage de la Asociación Nacional Republicana (mejor conocida como Partido Colorado) en Facebook. Se pone play a una “polca colorada” y muchachas de vestidos y labios rojos cantan sonrientes “allá en Ybycuí, entre cerros y collados/había nacido el hombre del Partido Colorado”. Debajo del video se amontonan los comentarios de los correligionarios –así se llaman entre ellos–, y me invade la sensación de que el siglo XXI no empezó todavía.
El hombre es Bernardino Caballero, fundador de la ANR a diecisiete años del fin de la Guerra Grande. En el mismo año de 1887 surgió el Partido Liberal Radical Auténtico como principal fuerza opositora, incluso en su gama cromática (usan el color azul), pero el PLRA nunca logró el mismo nivel de popularidad o, mejor dicho, de lo que acá llamamos “mística”. ¿Por qué será? Quizás les haga falta un prócer, ya que en la doctrina colorada Bernardino Caballero es una suerte de heredero del Mariscal López. Y si bien Caballero también combatió en la Guerra Guasú, hasta ahí llegan las similitudes, ya que el Mariscal protegía la autonomía del país mientras que Caballero inauguró la venta de tierras públicas a empresas extranjeras. Explica el periodista paraguayo Julio Benegas Vidallet: “Luego de la Guerra Grande, la Industrial Paraguaya SA (LIPSA) compró del Estado 2.647.727 hectáreas de tierra, de las cuales alrededor de 800.000 hectáreas eran yerbales naturales. Uno de los accionistas de esta empresa fue el presidente posguerra Bernardino Caballero, reivindicado como padre del Partido Colorado. Pero poco después, la mayoría accionaria pasa a una compañía británica”.
La revisión propagandística de la historia nacional es un rasgo característico de la ANR, invicta hasta ahora en su liderazgo con la excepción del mandato de Lugo, primera víctima del lawfare –persecución política por medios judiciales– en la región. Pero la pregunta persiste: ¿por qué tanto arraigo popular hacia un partido conservador?
Si bien hace veinticinco años se revirtió la proporción demográfica, a mitad del siglo XX una mayoría de la población vivía en el campo. Muchos niños paraguayos crecieron identificando a la cultura liberal-izquierdista como elitista, capitalina, o en términos locales “chuchi”. Por otro lado, es común escuchar términos de tinte ocasionalmente clasista o condescendiente como “colo’ochos”, “hurreros” o “populacho” para referirse a los colorados, lo cual ayuda a entender la raigambre popular de este partido que se ha convertido, paradójicamente, en un estandarte del conservadurismo y de las políticas neoliberales.
El proceso de construcción de hegemonía del Partido Colorado se inició a partir de la guerra civil de 1947, la cual culminó con la victoria colorada. Esta guerra fue breve pero definió la composición política del país hasta el día de hoy. De un lado estaban el Partido Colorado –respaldado por Estados Unidos, que se involucró tras falsos y exagerados reportes de la presencia comunista en el país– y del otro lado una concertación entre comunistas y liberales. A nivel social, del lado colorado se encontraban los campesinos denominados pynandi (“pies descalzos” en guaraní), quienes se adhirieron al partido por ser una mayoría escasamente representada, y del otro lado políticos, estudiantes e intelectuales. Los comunistas asuncenos, quienes se habían aliado con el partido liberal para contrarrestar la marea colorada, fueron masacrados o huyeron del país; ésta configuró una de las primeras oleadas migratorias masivas de paraguayos, muchos de quienes encontraron refugio en Argentina. En 1949 el presidente Federico Chaves inauguró las primeras seccionales, inspiradas por el modelo justicialista.
El giro antipopular del partido llegó con el dictador Alfredo Stroessner, quien tomó el poder en 1954 y lo mantuvo hasta el golpe que le dio su consuegro Andrés Rodríguez en 1989, constituyendo la dictadura más larga de Latinoamérica. Según Benegas Vidallet, el stronismo “vació de contenido popular las antiguas ideas agrarias, y sometió al partido a un modelo de escandalosa apropiación de los bienes públicos”. Así empezó, con apoyo de la CIA mediante, el proceso de utilización del partido y de su base electoral con fines espurios, incluyendo la repartición irregular de tierras.
El director de Oxfam Intermón en Paraguay, Óscar López, cuenta que la Comisión de Verdad, Justicia y Reparación realizada tras el periodo dictatorial, documentó que de los 12 millones de hectáreas que se repartieron, alrededor de ocho millones que debían haber sido entregadas a campesinos terminaron en manos de empresas o personas muy influyentes cercanas al régimen. Para referirse a un índice de “tierras mal habidas” recomiendo consultar esta lista confeccionada por el medio independiente El Surtidor, denominada “buscador de invasores VIP”. Aquí el perfil de Riquelme.
Lo que son los sojales
A cultivar, que en los sueños florezca el ideal,
que haya el día de la redención,
elevar la Nación.
– “Ñemity”, por Carlos Federico Abente y José Asunción Flores
En la cosmogonía guaraní se habla de tatachiná o “bruma vivificante”, la cual explicaría aquel misterio mediante el cual los seres vivientes dejamos de ser meras construcciones físico-químicas. Es un misterio que siempre fascinó a nuestra especie a través de las culturas y de las religiones. Otra preocupación universal es la necesidad de fugarse a otra realidad: para los guaraníes vivimos en una tierra manchada, una tierra mala, y la única solución es fugar eternamente en busca de la mítica tierra sin mal. Este es el fenómeno que analizó Hélène Clastres durante sus investigaciones en Paraguay. ¿Cómo podían los karaí tener tanto poder de convicción? Así de fuerte era el poder de la palabra.
Podría hablarse de los agrotóxicos, por el contrario, como una bruma mortificante.
Paraguay –junto con Brasil, Argentina, Bolivia y Uruguay– forma parte de la denominada “patria grande sojera”, que cuenta con 47 millones de hectáreas de monocultivo de soja transgénica. Argentina es el tercer productor mundial de soja; Paraguay, casi seis veces más pequeño, es el quinto.
“El Paraguay se despuebla; se le castra y se le extermina en las siete u ocho mil leguas entregadas a la Compañía Industrial Paraguaya, a la Matte Larangeira y a los arrendatarios y propietarios de los latifundios del Alto Paraná. La explotación de la yerba mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato”, escribía el español Rafael Barrett (1876-1910) en su crónica “Lo que son los yerbales”. Podríamos reemplazar “yerba mate” por “soja” y el relato seguiría siendo actual; la mayor diferencia radica en que los grandes conglomerados sojeros de hoy están motorizados por nuevas tecnologías, incluyendo aviones y tractores que lanzan su veneno sobre la tierra y alcanzan las plantaciones de los campesinos.
Cuenta Julio Benegas Vidallet en su libro La masacre de Curuguaty sobre la situación en la comunidad de Pindó, cercana a Marina Kue: “La paulatina y constante penetración de la agricultura mecanizada produjo muchos daños a las plantaciones tradicionales. Morían antes de crecer el maíz y la mandioca, ahogados por el roundup –el “matatodo”, como se lo denomina en el campo–, que deja crecer las semillas transgénicas, devastando todo alrededor (...) La gota que rebalsó el vaso fue la penetración de los tractores hasta la vera de un manantial, alimento del arroyo que sirve a la comunidad como fuente de agua para los animales, lavar la ropa y refrescarse”.
La ley paraguaya determinó hasta 2021 que las tierras públicas debían repartirse a las familias que las trabajaran (ahora es ilegal gracias al actual gobierno del político colorado Mario Abdo Benítez, quien es además hijo del secretario privado de Stroessner).
El territorio conocido como “Marina Kue” se llama así porque fue ocupado por la marina paraguaya durante décadas, hasta 1999, cuando quedó vacante para que se instalaran los campesinos; en 2004, un decreto de Nicanor Duarte Frutos entregó las tierras al INDERT (Instituto de Desarrollo Rural), el organismo encargado de la distribución de las tierras. Fue entonces que Riquelme, en un claro despliegue de corrupción y abuso de poder, se congració con un juez local para que éste le concediera la propiedad de los terrenos, colindantes a otros cultivos de soja de Campos Morumbí.
La figura que invocó Riquelme para reclamar la propiedad fue la de usucapión, lo cual hubiera sido válido si su empresa hubiera ocupado esas tierras durante veinte años, lo cual no es el caso. Está claro y probado que la legitimidad para reclamar era del Estado. Para colmo, el juicio de usucapión salió a nombre de otra finca. La razón y la ley estaban del lado de los campesinos, y es por esto que el 15 de junio de 2012 ellos estaban listos para dialogar.
La matanza
Listos para dialogar con las autoridades, los campesinos desplegaron las banderas paraguayas que los hermanaban. Al fin y al cabo, no había papeles que acreditaran que esa propiedad fuera de Riquelme.
Unos días antes Avelino Espínola había dicho una frase muy reveladora: “Mba’eicha piko ejército oñemöita paraguayo kóntrape. Kóa ko yvy Estado mba’e, mba’éicha Estado oñemöita Estado kóntrape”. El nexo del Ministerio del Interior, Elvio Cousirat, había espetado por toda respuesta que mejor fueran “a vender caramelos a Calle Última”, un barrio de Asunción de fama marginal. Esa visita quizás hubiera podido servir para alertar a los campesinos sobre las escasas intenciones de diálogo que había del otro lado.
Al día de hoy, se considera absurda y excesiva la presencia de un equipo de 324 efectivos policiales para enfrentarse con apenas 60 campesinos, incluyendo mujeres y niños. Aquella tarde soleada los agentes del GEO masacraron a once campesinos: Adolfo Castro Benítez, Delfín Duarte, Fermín Paredes González, Luis Agustín Paredes, Luciano Ortega Mora, Avelino Espínola Díaz, Francisco Ayala, Arnaldo Ruiz Díaz, Andrés Avelino Riveros García, Ricardo Frutos Jara y De Los Santos Agüero. También fueron abatidos seis policías: Erven Lovera, José Osvaldo Sánchez, Wilson Cantero, Derlis Ramón Benítez, Juan Gabriel Godoy y Jorge Rojas, un número importante considerando la disparidad entre los dos grupos. Los agentes con fusiles ametralladores, los campesinos con machetes, y dos bandos enfrentados a muerte por intereses y cadenas de casualidades que los excedían. Hoy los cadáveres descansan bajo el mismo suelo, aquel suelo por el que luchaban, donde proyectaban su existencia, del que fueron expulsados.
El 22 de junio el presidente Fernando Lugo Méndez, primer presidente progresista de toda la historia del país, fue derrocado mediante “juicio político”, lo cual es ampliamente considerado el primer “golpe blando” de la región, ejercido además mediante lo que hoy conocemos como lawfare. El proceso de impeachment fue impulsado tanto por los colorados como por los liberales, cuyos intereses económicos y políticos se oponían al proyecto de Lugo, a quien le dieron solamente diecisiete horas para preparar su defensa legal contra cargos de incitar a la masacre mediante abuso de poder y por “enfrentar las clases sociales”. El gobierno interino desmanteló las leyes ambientales que había implementado el gobierno de Lugo, y según Esperanza Martínez este fue el motivo real de la masacre: preparar el terreno para versiones genéticamente modificadas de soja, arroz y maíz. Efectivamente, pocos días después empresas brasileñas estaban sembrando soja transgénica en el territorio.
Once de los campesinos que sobrevivieron fueron condenados por homicidio, incluyendo al líder social Rubén Villalba, y permanecieron detenidos en la cárcel asuncena de Tacumbú hasta 2018, cuando finalmente se reconoció la falta de pruebas en su contra. Apenas una ejemplo entre tantos de la falta de garantías constitucionales y de un debido proceso que las clases postergadas enfrentan cotidianamente en Paraguay. Como decía Pierre Clastres, marido de Hélène: la sociedad contra el Estado.
La masacre de Curuguaty fue una tragedia orquestada con el único objetivo de desestabilizar el gobierno progresista de Lugo, perpetuar la mendicidad de los campesinos y mantenerlos en los márgenes para así garantizar el avance del monocultivo y de las multinacionales, convirtiendo un suelo antiguamente sagrado en un mero recurso para explotar y ocasionalmente regar con la sangre de aquellos que la trabajan. Más allá de las respuestas, que siempre son parciales, todavía resuena como un trueno de dolor la pregunta: ¿qué pasó en Curuguaty?