Empresarios vs. trabajadores: la pulseada internacional por los derechos laborales
Por Mariana Fernández Massi* y Gonzalo Ávila**
Trabajadores costarricenses ensamblan microchips para una empresa norteamericana. Trabajadoras cosen en Bangladesh prendas que serán vendidas en una tienda de española en un shopping de Lima. Trabajadoras paraguayas cuidan las hijas y asean los hogares de las trabajadoras argentinas que trabajan en una multinacional irlandesa analizando cuentas de empresas alemanas. Trabajadores polacos diseñan una planta petroquímica que trabajadores paquistaníes construyen en Arabia Saudita. Trabajadoras rurales senegalesas cosechan tomates que días más tarde estarán a la venta en un supermercado francés. Trabajadores filipinos analizan estados contables de empresas norteamericanas contratados por una empresa inglesa. En Kenya trabajadoras recogen las flores que se venden en los mercados de flores alemanes. Trabajadoras puertorriqueñas atienden las llamadas de clientes latinos de empresas europeas. Trabajadores japoneses construyen barcos que, con motores fabricados por trabajadores finlandeses, atraviesan océanos para llevar la soja cosechada por trabajadores argentinos que trabajadoras chinas transformarán en aceite.
¿Qué tienen en común todas ellas? ¿Qué las diferencia? Todas son trabajadoras y trabajadores. Están condicionadas directa e indirectamente por la explotación y dominación del capital. Sin embargo, trabajan bajo diferentes condiciones laborales y protegidas por diferentes instituciones laborales, fundamentalmente de alcance nacional.
A lo largo del siglo XX, y con más intensidad en las últimas décadas, se ha desplegado una estructura jurídica supranacional tendiente a otorgar derechos a las empresas para organizar sus actividades a través de las fronteras nacionales. Tratados de libre comercio, la eliminación de controles a la entrada/salida de capitales, y el surgimiento de instituciones en las cuales dirimir controversias entre capitales privados extranjeros y estados nacionales, fueron conformando una densa trama jurídica sobre la cual opera la transnacionalización de la producción. Así, la “seguridad jurídica” para importar, exportar, invertir, desinvertir, de las grandes empresas se consiguió a costa de la pérdida de soberanía de los pueblos para decidir qué, cómo y dónde producir y consumir.
Sin embargo, esta densa trama regula sólo los derechos de una parte del proceso. Poco dicen esos tratados y esos organismos acerca de los protagonistas del mismo: trabajadoras y trabajadores que en distintas partes del mundo hacen posible tal producción a la vez que estructuran su vida en función de las oportunidades de empleo que esas nuevas formas de organización crean y destruyen. Sobre todo, dicen bastante poco acerca de cuáles son las obligaciones de esos capitales en tanto empleadores: en materia de legislación laboral los acuerdos vinculantes refieren a estándares mínimos, y las responsabilidades como empleador de las grandes empresas que definen dónde y cómo producir se diluyen a lo largo de una larga trama de filiales, proveedores y contratistas.
Proponemos entonces reflexionar en torno a la marcada diferencia entre, por un lado, una producción que se transnacionaliza, donde los organismos internacionales como la OMC, los Tratados de Libre Comercio (TLC), Tratados Bilaterales de Inversión (TBI), etc., establecen las reglas de juego a nivel global para las empresas; y por el otro lado, instituciones laborales (leyes, convenios de trabajo, sindicatos, tribunales) que tienen carácter nacional e intentos, siempre rechazados por los empleadores, de generar estándares y ampliar las responsabilidades de los empleadores en tanto tales.
Los temas fuera de la agenda de la OMC
Del 10 al 13 de diciembre se realizará la MC11 de la OMC en Buenos Aires. Aquí no nos referiremos a los puntos centrales que se discutirán en ese ámbito, que han sido tratados en otros artículos del dossier, sino a aquellos que no.
En 1996, durante la Ronda de Singapur, se estableció que el ámbito para regular los estándares laborales sería la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y que la OMC sólo cooperaría en caso de ser necesario, un planteo que se reafirmó años más tarde en la Ronda de Doha (2001). La declaración de Singapur argumentaba que el comercio, el intercambio y la liberalización ayudan a homogeneizar los estándares laborales, pero advertía que los estándares laborales podían encubrir formas de proteccionismo. Esta advertencia explicitaba que los bajos salarios son una fuente legítima de ventajas comparativas de algunos países, y que por tanto no deberían cuestionarse. Desde entonces, este debate, junto con otros que están trabados en las rondas multilaterales de la OMC, no ha avanzado.
Al igual que los “espacios” sujetos a la liberalización, los estándares laborales han tomado mayor preponderancia en los TLC y TBI. Aun así, las formas en que aparecen y la cantidad de tratados son muy pocos. En 1995 sólo cuatro tratados incluían cláusulas referidas a derechos laborales mínimos, en 2005 eran 21, y en 2011, 47. Estos pocos tratados remiten a la declaración de 1998 de la OIT, que compromete a los estados a promover y respetar derechos laborales básicos: libertad de asociación y libertad sindical y derecho a la negociación colectiva; eliminación del trabajo forzoso; abolición del trabajo infantil; y la eliminación de la discriminación en el empleo, que implica, por ejemplo, el pago de igual remuneración por igual tarea. Esta declaración presenta un carácter amplio, refiere a un mínimo de derechos y principios laborales y sólo remite a la obligación de los estados para promover el cumplimiento de los mismos, sin comprometer directamente a los empleadores. Solo el 20% de los tratados que incluyen aspectos laborales tiene referencias a convenciones de la OIT, más concretas y de carácter vinculante. Así, las cláusulas incluidas en los TLC son en general promocionales, es decir, apelando al diálogo y la cooperación de los empleadores y estados, y no de condiciones, ya que no establecen sanciones por incumplimiento.
Ante este vacío legal, una confluencia de distintas organizaciones sindicales y movimientos sociales impulsa, desde 2012, la “Campaña Global para reivindicar la soberanía de los pueblos, desmantelar el poder de las transnacionales y poner fin a la impunidad”. Uno de los principales reclamos de la campaña es lograr un acuerdo marco a nivel internacional que regule la responsabilidad de las empresas transnacionales por las violaciones de los derechos humanos y ambientales a lo largo de su cadena mundial de suministros. Un primer borrador de este acuerdo marco fue discutido en octubre de este año en Naciones Unidas, y recibió un rechazo unánime de parte de las organizaciones empresarias, aduciendo que reducía la soberanía de los Estados como verdaderos garantes de los derechos humanos. Proponen, en cambio, que en lugar de un marco general, los estándares laborales se incorporen en cada TLC.
La tendencia a incorporar estándares laborales en los TLC no necesariamente es signo de avances para los y las trabajadoras: estas formas de inclusión son solo de referencias, sin vínculos claros, ni sanciones y el impacto de estos estándares mínimos en los acuerdos, tampoco asegura una verdadera protección para los trabajadores y trabajadoras por la generalidad en la que se basan.
A principios de este año en Francia se sancionó una ley similar a la que se discute en la ONU, pero de alcance nacional, que obliga a las grandes empresas multinacionales que operan en aquel país a presentar un “plan de vigilancia” del cumplimiento de derechos humanos y ambientales en su casa matriz, subsidiarias, contratistas y proveedores estables en todo el mundo. Esta ley obliga a las empresas a tener un plan para evitar las violaciones de derechos humanos y ambientales y a informarlo públicamente. Sin embargo, fue fuertemente resistida por las dos principales entidades empresarias del país: sólo porque reconoce que las empresas multinacionales son responsables por aquello que ocurre en sus cadenas mundiales de suministro, y porque las obliga a brindar información.
Aquella idea sostenida en la OMC respecto a que los bajos salarios pueden ser una fuente de ventajas competitivas omite explicitar los sujetos beneficiados: quien se beneficia del uso de la degradación del trabajo y del ambiente como ventaja competitiva no son los pueblos, son las empresas. Por ello, se torna urgente reconocer su responsabilidad por las condiciones en las que se trabaja y se explotan los recursos y defender la jerarquía de los derechos humanos por sobre los del comercio y la inversión.
*Investigadora y Docente de la Universidad Nacional de Moreno (UNM) e integrante de la Sociedad de Economía Crítica (SEC).
**Estudiante de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), integrante del Encuentro de Organizaciones (EO) y miembro de la Sociedad de Economía Crítica (SEC).