Palestina: heridas y cicatrices del colonialismo y el apartheid
Por Karina Bidaseca* | Ilustración: Luis Morado
En la conmemoración de los 73 años de Al Nakba –Al Mustamera en lengua ancestral- una nueva escalada de violencias contra la población palestina que nos llama a alzar la voz por aquellos que no lo pueden hacer, porque viven bajo ocupación. Cientos de muertos en Gaza, asesinatos, mujeres, niños y niñas. Son 16 mil mujeres palestinas desde 1967 que han pasado por prisiones, más de 39 mujeres las detenidas en estos días aciagos. La carne de los masacrados fue lacerada. La colonización tatuada en la piel de las víctimas.
Las mujeres palestinas se encuentran resistiendo y luchando contra el colonialismo del gobierno israelí y los patriarcados. Me pregunto por qué hay mucho miedo de acariciar ese punto sensible. Devenir palestinas es un llamado a sentir ese dolor, a volvernos todes palestines en este momento en que la sinécdoque spivakiana permite ser al mismo tiempos multiples identidades. Evito hablar por otres o sobre otres. Hablo desde el sur, como la metáfora del sufrimiento.
Palestina está llorando, no se puede oír su llanto, pero ella está constantemente llorando. Mientras el mundo sigue en silencio. Para romper esta apatía, las lenguas de las artes vivas nos pemritirán a dos artistas de uno y otro lado del muro, y a una poeta, Fadwa Tuqan para abrir las memorias sepultadas por los colonialismos a otras sensibilidades. La poeta funde su cuerpo para tocar el cuerpo de Palestina. Las performances como transferencias vitales de energías narran con sus cuerpos el dolor más intenso de esta tragedia humana, despiertan del olvido.
En el contexto de colonialismo, quisiera introducir la discusión acerca de la noción de estética feminista y de cómo ésta toma forma única en la representación de la guerra.
La socióloga palestina Elise Aghazarian, menciona que los encuentros coloniales están vivos ahora e implican armamentos avanzados, la privatización de la guerra. Palestina fue expoliada, dividida en distintas áreas. Siendo los movimientos de sus pobladores ahora controlados por otros. Los colonos, a través de las necropolíticas de control sobre los colonizados, intentan lograr lo que Frantz Fanon llamaba una pseudopetrificación. Especialmente en las zonas de la Ribera Occidental y la Franja de Gaza. Bajo una organización colonial del espacio, los check points organizan los pases de un sitio a otro, en un sentido tangible de restricciones para las y los refugiados internos, reconocidos con la categoría legal de “ausentes presentes”.
Utilizando las violencias coloniales, los poderes imperiales cuadriculan la zonificación del mundo. Así, las zonas de la humanidad y la no-humanidad determinan lo que Fanon llamó las zonas de no-ser: yo soy, pero no soy siempre ni en todas las situaciones, es decir, mi humanidad está socialmente condicionada, a veces reconocida, a veces negada. Zonas serpenteantes que segregan poblaciones, racializan cuerpos, construyen cartografías coloniales en las que el poder decide quién debe vivir y quién ha de morir. En las zonas marcadas, la criminalización de las poblaciones colonizadas, originarias, tratan de huir de las violencias coloniales: raciales, sexistas, capitalistas, promovidas por discursos tales como la ideología de género. Discursos poderosos que toman cada vez más fuerza, impregnando la malla social con distintos dispositivos, inundados por fluidos financieros que promueven las campañas anti-feministas, misóginas, homofóbicas, transfóbicas, apuntando a los cuerpos disidentes.
La aparthedización del mundo (Bidaseca, 2018). se exacerba en las metrópolis donde el colonizador y con él los fantasmas coloniales que nos acechan, despliegan sus feroces e insaciables voracidades. Los cuerpos disidentes, los cuerpos refugiados, en tránsitos, racializados por las políticas del neoliberalismo mundial, que opera con la nueva razón imperial bajo el brazo, habitan las zonas tenebrosas de las violencias coloniales.
La piel y el desgarramiento de la cicatriz colonial a partir de la obra de dos artistas de un lado y otro del muro, en la obra de la palestina en la diáspora Emily Jacir, quien con su técnica de pantallas divididas e imágenes dobles nos permite inferir la escisión de esa herida colonial aún latente. El proyecto de Jacir habla de la crisis experiencial del exilio, de la necesidad de hablar del site specific como del derecho al retorno, reclamado, ante el estado fragmentador de cada estallido, de cada estruendo que despoja y desposee. La obra de la artista israelí Sigalit Landau cuya Hula Barbed, expresa en el desgarramiento de su piel por el roce del alambre de púas una metáfora de esa cicatriz que perdura. Que es escrita en el cuerpo, que no se disuelve, en estos tiempos de confinamientos mundiales y de apartehidización del mundo.
Acercarse a la obra de Landaut y Jacir a partir de la performance como transferencia de energías vitales, a contextos conflictivos de ocupación y colonialismo, permite apelar a los lenguajes artísticos para un desarrollo de las políticas sensibles para la liberación del pueblo palestino y con él de sus mujeres atrapadas en los centros más afectados del tejido comunitario.
*Investigadora principal de Conicet, coordinadora del Programa Sur Sur de CLACSO