Desayuno en Tiffany’s: un modelo de amor
Una vez más el antiguo cine York, en el barrio de Olivos, me inyectó esa hipodérmica de nostalgia que no solo nos lleva de paseo por el pasado, sino que nos abandona en un pasado que no existió. Esta vez lo hace de la mano de una película que me encanta: Desayuno en Tiffany’s o Muñequita de lujo, como se la tradujo en Argentina (¡qué buenos traductores que somos eh!). La vi varias veces en VHS y DVD, pero es la primera vez que la veo en pantalla gigante, y una vez más constato lo que perdimos al pasar de un dispositivo a otro (y lo que ganamos). Es la película perfecta para enmarcar lo que entendemos por amor. O mejor dicho: lo que entendíamos por amor hasta no hace mucho tiempo atrás. O también: lo que la sociedad nos hacía y nos hace creer que es el amor.
Muestra un modelo del amor muy importante para un par de generaciones, y que aún hoy, después de tanta deconstrucción y tanto lenguaje inclusivo y tanta “revolución” poliamorosa, tal vez se siga repitiendo. Me refiero a ese modelo romántico y trágico del amor que teníamos nosotros cuando éramos jóvenes, en donde amar era sinónimo de sufrimiento y realización, completud e inacabamiento. Porque amar era desencontrarse para reencontrarse luego mejor y así en una cinta de moebius infinita, y que formaba nuestra personalidad. El/la otro/a develaba facetas de uno mismo que hasta uno mismo ignoraba.
Amar era volverse generoso. Amar era preocuparse por otro y hacer todo lo posible por ayudarlo. Amar era aprender a callar y a calibrar las propias razones desde otra perspectiva. Amar era proteger. Y así, hasta que la maldita cinta se resentía y empezaba a andar más lento y aparecían las inevitables diferencias, el otro se empezaba a recortar sobre la realidad y no ya sobre la proyección que uno se hacía de la realidad, y llegaban la rutina y los rituales. Nuestro modelo de amor romántico no estaba hecho para caer a estos niveles insignificantes de existencia, pues nuestra vida estaba programada para que sea una gran aventura. ¿Cómo no vamos a sentirnos frustrados? Igual, el problema no es la frustración, sino nuestra incapacidad para aceptarla y tramitarla. O también: el problema es la forma que cada uno se da para tramitarla y aceptarla, porque al fin de cuentas es lo que hacemos. ¡Crecé, dejá de soñar!
Si entrar a un cine de barrio como los de antes me da nostalgia, ver una película que es emblema de este modelo amoroso ni les cuento. El cine fue recuperado por la municipalidad, pero ese modelo de amor, en cambio, está vencido. Tal vez era un modelo incumplible, pero no por eso no era real. No podía cumplirse porque era un amor que no podía consumarse, mucho menos consumirse; lo que se consume es mercancía, y ese amor era todo lo contrario de la mercancía: era único, estaba más allá de la mercancía y del vil sexo.
La nostalgia nos retrotrae a un momento histórico no muy lejano en donde era dable imaginar, incluso era deseable esperar un amor así de puro y trascendente: el amor para toda la vida, el amor entre medias naranjas que andaban por el mundo buscando la otra mitad. Eso sí, en la peli de un modo más marcado que en el libro (de Truman Capote), el hombre, no la mujer, es el que tiene el derecho de decir que en el amor hay algo de propiedad: sí, eres mía, eres mía porque te amo, le recuerda en un momento tenso el escritor Paul Varjack (George Peppard) a la bellísima Holly Golightly (Audrey Hepburn).
Él es escritor de un único libro, Nueve vidas se llama, en una clara referencia a los Nueve cuentos de J. D. Salinger, publicado unos años antes (la película se estrena en 1961 y el libro se publica en 1953). Ahora es el amante mantenido por una mujer rica y cool, desengañada del amor y que ve la realidad de un modo realista. En otros términos, él es un taxi boy de una única mujer. En un momento, Holly le aclara que él, con esa estructura de vida, no tiene ningún derecho a juzgarla, aunque ella sea una escort de lujo. Ambos se ven obligados a explotar su belleza. Él lo hace a costa de su creatividad, que el amor, el amor verdadero, vendrá a solucionar. Al final, luego de años de no escribir, vuelve a hacerlo y es feliz (¿quién puede ser feliz escribiendo, además? ¿Escribir no es desdoblarse?).
Desayuno en Tiffany’s da cuenta de una época entre fines de los cincuenta y principios de los sesenta, una época en la que la estructura social de la modernidad empieza a flaquear, y la mujer gana protagonismo y libertad, estamos hablando de Nueva York, aunque en Buenos Aires también se sienten esos aires libertarios. En la peli, la mujer se liberó o está liberándose de su sometimiento amoroso, no así de su dependencia económica. Es cierto que la cosa está cambiando, pero no tanto todavía como para impedir que el hombre diga lo que dijo Paul (“eres mía”), pero ya dejando vislumbrar los cambios culturales y políticos inminentes que iban a transformar el semblante de la sociedad. En aquella arqueológica época un hombre realmente podía creer que la mujer, su mujer, le pertenecía.
Estos sentimientos que hasta hace poco tiempo eran normales, hoy se volvieron intolerables. Lo que me pregunto es si el hombre cis renunció a ellos. Si lo hizo, lo hizo obligado por la situación, pero ¿por qué otro mecanismo lo reemplazó? No está muy claro, de hecho, es tan confuso que uno está tentado a pensar que aquella estructura psíquica y social retrógrada, machista y “amorosa” sigue funcionando, solo que ya no lo puede hacer con la impunidad que lo hacía hace medio siglo atrás— por qué irse tan lejos, la impunidad que tenía hace 10 años atrás—, y que de un modo u otro está representado en esta película. ¿Estás diciendo que todavía imaginamos al otro como una propiedad nuestra? ¿O que con el amor, el amor verdadero y puro, todavía se quiere cuidar al otro, o puede curárselo?
El amor viene envuelto en la creencia que tanto uno como el otro pueden mejorar y cambiar gracias a ese sentimiento, que nos hace tan plenos, tan completos, al mismo tiempo que nos expone en nuestra mayor fragilidad y dependencia. Si no había tragedia, desencuentro y azar— llamo azar a la suma de todas las causalidades que implican que una persona se enamore de otra, y esta de aquella: no hay amor sin algún tipo de retribución—, bueno, tampoco había amor. Un amor consumado, pasional, loco, estúpido, degradante, trascendental, un amor así, casi de posesión (imaginaria y real), ¿cómo puede terminar si no es estrolándose contra el guarda raid, o formando una familia muy normal, de papi y mami y la chica de la limpieza? En esta película lo que falta evidentemente es la familia, ella tiene un hermano (al que ama con devoción), pero no hay padres, como tampoco los hay de parte de él: es el momento fundacional de la postmodernidad en la ciudad que casi lo parió, NY.
Ahora bien, la peli pone en evidencia que mientras perduren estas creencias modernas, estaremos condenados a “la melancolía eterna de sufrir de amor”, como canta nuestro poeta nacional Charly García.
El dispositivo elemental en el que se juegan estas creencias y estos sentimientos contradictorios— levemente contradictorios, ya que perdura la idea de que “el amor es más fuerte”— es la pareja. La pareja estaba y sigue estando fundada en la propiedad y en la exclusividad. Obviamente que había una doble vara para juzgar estas cuestiones, que beneficiaba al hombre y sometía a la mujer: acostarte podes acostarte con cualquiera, pero no podes amar a cualquiera. Este enunciado tan claro, no tenía y posiblemente aún hoy no tenga el mismo valor si se aplica al hombre que si se aplica a la mujer. El hombre es un winner, la mujer una puta— como si trabajar de puta o puto fuera una afrenta y algo imperdonable, además—.
Qué linda ilusión esa de que el amor curaba, o que podía domesticar lo salvaje o lo patológico. Que el amor era bueno. Que el amor verdadero empieza después o más allá del amor a secas, es decir del sexo. Eso sí, había como hay hoy mismo amores y amores, porque hay un amor espurio, que en la peli llaman canalla o súper canalla— es el amor que comercializa los afectos—, y hay otro amor, que es un amor paciente que acompaña la evolución del vínculo y tiene en cuenta las necesidades y los deseos del otro. En este caso las necesidades a cubrir de ella son muchas, y su deseo, uno solo: casarse con un millonario, la única manera que ella encuentra para salir del estado de indefensión y pobreza en el que se halla. Ella tiene dos herramientas para apañar o mitigar esa vida a la intemperie en la que está y en la que elige estar— no se va con el hacendado que la reclama como su mujer, se había casado con él cuando tenía 14 años—, una vida en la que es incapaz de ahorrar más de 9 dólares: son su belleza y esa sonrisa amable que desarma al más taimado de sus oponentes. Resulta casi imposible enfadarse con ella.
Eso sí, el corolario no podría ser más claro: las soluciones que consigas con la belleza exterior van a traer más calamidades que otra cosa. Más que una solución, esa belleza divina y mainstream es un problema. Esa belleza exterior es engañosa, incluso falsa. Que Paul se vaya enamorando de Holly Golightly a medida que ésta va fracasando en cada intento de casarse con alguno de los hombres más ricos de Estados Unidos es todo un síntoma. Lo que se quiere dejar en claro es que él la ama por afuera o más allá de la oferta de sexo y la atracción libidinal que ella provoca.
Él está seguro de que con paciencia la podrá ayudar, así como siente que ella lo ayudó a él al volver a escribir. Recordemos que él es un escritor alcohólico y fracasado— ninguna novedad en esto: un escritor que no fracasa, ¿sigue siendo un escritor? —. Cree y posiblemente sea alguien diferente que todos los otros que andan alrededor de ella. Es posible también que todos, incluso los más canallas, fantaseen algo así, como ese marido abandonado y que en un momento viene a reclamarla y le pide que vuelva con su familia, y que lo haga por amor, no por interés. En la película, si bien aclaran que ese matrimonio fue deshecho por la ley aunque él no lo acepte, se deja entender también que no era algo tan estrafalario y violatorio como lo es hoy, donde si él tiene 18 y ella 17 hay abuso y violación. Estamos poniendo a lo jurídico por delante de los sentimientos, lo que no está ni bien ni mal, pero tampoco puede ser insignificante.
¿Es de esta manera como los jóvenes piensan sus vínculos afectivos, amorosos? Es posible. Pero también es posible que cuando un joven imagina el vínculo de pareja, lo imagina de un modo parecido a como lo imaginaban sus “padres”, aunque muchos de los vínculos que tejen la malla donde esta pareja se insertaba ya no existan— de hecho, sus padres viven separados y en guerra desde hace años— nunca entendí por qué una pareja que se separa tiene que terminar en los tribunales: ¿es por qué él es un egoísta y miserable? ¿Es por eso de que “donde hubo fuego, cenizas quedan”? ¿Es por qué hay algunos dolores que no tiene consuelo? ¿No se ama para siempre a las ex parejas?
Una peli para ver en familia y charlar sobre lo que ya no se puede desear, pero que era la normalidad hasta hace poco tiempo.