El cuadro cinematográfico que Menem nos legó
Por Manuela Bares Peralta
Los 90s, esa época que se narró y construyó a sí misma. Del consumo erigiéndose como único horizonte y derecho a la democracia de la desigualdad sin escalas. Una realidad no deseada, dinamitada por los efectos de la convertibilidad, edificaba su contra-narrativa y se apropiaba de los consumos culturales de la generación que había nacido golpeada por nuestra versión criolla del neoliberalismo.
El cine argentino se convirtió en un testimonio histórico de un periodo sobre el que se edificó la política y la cultura de los próximos años, tanto por reivindicación como oposición. Una nueva cotidianeidad trágica que llegaba a los videoclubes de barrio en películas como El Bonaerense, de Pablo Trapero, y Pizza, Birra y Faso, de Bruno Stagnaro y Adrián Caetano. Ese nuevo cine que llegó para anunciar el fin de una época y el comienzo de otra, que hizo de la crisis social su memoria emotiva.
Esta nueva forma de narrar se hace eco de una generación, la de los pibes que habían crecido en un territorio sin oportunidades, sin política y sin Estado. Esa realidad empezó a construir su propio relato y cultura, adoptó un lenguaje para contarse a sí misma, se masificó para ser accesible; porque en esa narrativa audiovisual estaba el corazón del relato: la clase media dinamitada, el fin de la utopía neoliberal y el estallido social.
Trapero, Stagnaro y Caetano no quisieron ser veedores de la coyuntura, pero quisieron contarla, sin clichés, pero con poesía. Los pibes que intentan mantenerse a flote en una realidad que los expulsa, elegir donde no hay oportunidades, sobrevivir en un país que se venía a pique. La historia hecha cine, la de los años convulsionados y los diciembres incendiados que, además de un relato político, necesitaban una cultura que dé cuenta de su existencia y de sus fisuras. Ahí, donde los 90s existieron, está la época que Menem nos legó.