El nuevo libro de Jotaele Andrade: "Gánimeth", ese lugar al que todos quisiéramos llegar
¿Qué es Gánimeth?, es la pregunta primigenia que nace al leer el nombre que lleva este largo poema épico escrito por Jotaele Andrade, ganador del Primer Concurso de Poesía hecho por la Municipalidad de Cosquín (con un jurado integrado por Xavier Oquendo Troncoso, de Ecuador; Alfredo Luna, de Catamarca; César Vargas, de Córdoba) y editado por Babel a fines del 2023.
Al intentar responder, como suele suceder en estos casos, más que encontrar una respuesta aparecen otros interrogantes nacidos de lecturas anteriores, tanto propias como las sospechadas en el autor, y que no todas están relacionadas con la poesía, por lo menos no directamente. Así que intentaremos avanzar (palabra precisa para este libro) sin desviarnos ni desordenarnos en demasía.
El primer lugar a visitar es el título mismo. Retumba algo mitológico en su pronunciación, que si existe no fue encontrado, pero al leer en voz alta el poemario y descubrir que ese nombre remite a una ciudad, su sonido me trasladó a las tierras mesopotámicas donde Nippur, el errante, el de Lagash, el filósofo de la espada, supo aventurarse gracias a la pluma de Robin Wood y los dibujos de Lucho Olivera. Puede ser rebuscada la referencia, pero me gustó pensar que esa posibilidad existe.
El primer verso de Gánimeth ya nos introduce en la necesidad de tomar una decisión ante una realidad que parece ser irrefutable: “La tierra agotada nada tenía para ofrecernos”. Hay una contundencia que se empeña en no dejar lugar a discutir si esa sentencia es tan definitoria o es que, a fuerza de costumbre, en lo que ofrece no nos reconocemos.
Lo cierto es que “Seca como una ubre enferma”, madre de fenómenos como “perros con dos cabezas/ que llevaban el idioma del demonio y del ángel en su ladrido”, con piedras como todo fruto y limo como toda agua, del fondo de la memoria, de los libros, renace el deseo por esa “piedra/ hecha de leche/ y miel/ y ríos de fina cintura boreales/ y apacibles brisas”, el mito de la reconquista del paraíso perdido, el retorno al vientre materno se renueva y esta vez responde al nombre de Gánimeth.
Como todo comienzo, nace de la duda, donde las reuniones de aquellos que toman las decisiones llevan las “ásperas voces embardunadas con el alquitrán del miedo”. Es que para ellos, después de todo, Gánimeth es “un sueño”, “un olor de lluvia en el desierto”. Sin embargo, la necesidad de cambiar se convierte en “un faro hundido en la alegoría/ pero levantado en el corazón/ de todo un pueblo” y triunfa, por fin, la decisión de adentrarse en el exilio.
Pero éste no se parece a aquel del que nos hablaba Juan Gelman cuando nos decía en Bajo la lluvia ajena “no debería arrancarse a la gente de su tierra o su país, no a la fuerza”, porque acá hablamos, parafraseándolo, de gente que hace fuerza para arrancarse de la tierra dolorida, cansada de andar dolorida.
En búsqueda de coincidencias, se parece más al personaje de Nazim Hikmet en Duro oficio el exilio que después de estar 13 años en la cárcel, sale y enseguida deja embarazada a su mujer, esa carga sagrada que ella lleva y a él lo hace sentir altivo y orgulloso. Porque es, como dice en otro poema, la tierra preparada que recibe la semilla, abriéndose y cerrándose, para poder decir que lo que germina allí es más fuerte que la muerte.
Y ese grito es el que arranca esta aventura de salir al encuentro de la tierra que es promesa, aquella de las que todos conocen sus historias, pero nadie vio con sus propios ojos. “Este agua lleva en sí la fuerza del fuego/ La voz que responde por ti, por mí/ Y esto será siempre así, quedándote o yéndote”, decía Luis Alberto Spinetta, otra voz que me dispara este libro. “Algo de todos y de todas y un poco de cada pariente va con nosotros”, parece responderle Andrade mientras el ruido que realizan los “ejes y ollas/ elásticos/ y cascos y pezuñas/ golpeándose/ crujiendo” es la melodía que día a noche hace sonar el exilio.
El autor de El psicólogo de Dios convierte la búsqueda de Gánimeth en una inmensa alegoría donde los años que lleva encontrarla serían tantos como los que tiene la humanidad, casi la medida de tiempo que le da la madre a la voz que nos cuenta la historia “¿Recuerdas la piedra que lanzaste ayer y que se perdió/ detrás del túmulo?/ Cuando caiga habremos llegado/…/ Junta un cuenco de cada lluvia de aquí a Gánimeth,/ cuando tengas un río habremos llegado”.
También lo es el tiempo que le lleva al muchacho regresar a su carreta en su intento de conocer a esa caravana que se fue transformando y era “la noche misma avanzando en flujo de luces” mientras “se cambiaban bueyes por caballos de fuerza/ ejes por pistones/ estructuras de hiero y madera por material industrial aerodinámico”.
En esa alegoría, en ese tiempo que va de “la vida envejeciendo a la vida renaciendo”, no serán pocas las veces que la fe enflaquecerá, en que se presentará la tentación de dejar de ser nómades, pero se continuará porque la razón de encontrar la ciudad perfecta lleva sobre sí la experiencia del camino
…el himno a Gánimeth lleva el polvo tras
los carros
ladridos
la palabra Estambul
el roce de una mano en las caderas
el olor de los guisos y las carnes asadas
el traquetear de carretas y de cópulas
las ruedas atascadas en pantanos y crecidas
el grito de las madres llamando a la prole
Gánimeth en una inmensa alegoría donde los años que lleva encontrarla serían tantos como los que tiene la humanidad.
Jotaele Andrade nació en La Plata, en 1974 y creció en Azul, ciudad donde coordinó el 1er Festival y Acampada Poética. Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires. Ha publicado los libros El salto de los antílopes (2012, Editorial El mono armado), El oleaje del mundo (2013, Editorial Azul), La mano del verdugo (2014, Ediciones de la Eterna), Los metales terrestres (2014, Añosluz editora), El psicólogo de dios (2016, Editorial Qué diría Víctor Hugo?; Edición ampliada por Kintsugi en 2018), La rosa orgiástica (2016, Añosluz editora), sombra de dos colores (2018, Buenos Aires Poetry), Cuervo negro cuervo blanco (2020, Añoluz editora) y Todo ojo tiempo (2023, Ediciones del callejón)
En esta alegoría llamada Gánimeth, también llegará el tiempo en que la velocidad de los días ya no reúna a los integrantes de la caravana alrededor del fuego junto a las “tribus que llevaban tatuado el mundo” y en quienes “podíamos vernos mover en sus pieles” (¿Bradbury dice presente?), tiempos en que será la duda mayor que la fe y las deserciones se llevarán en cada una un pedacito de la respuesta de qué es Gánimeth, mientras la voz de Juan Gelman vuelve a resonar para recordarnos que “La necesidad de autodestruirse y la necesidad de sobrevivir pelean entre sí como dos hermanos vueltos locos”.
Apoyándome en esto último, no quiero dejar pasar el hecho de que este libro vio la luz en los meses en que nuestro país debatía y terminó decidiendo que era necesario un cambio, tal vez sin preguntarse si era que la tierra agotada no tenía nada para ofrecernos o si lo que nos ofrecía era algo que no reconocíamos como propio. No considero a Andrade como un poeta comprometido de la forma en que esa definición tenía en la segunda mitad del siglo XX. En todo caso, el compromiso de este poeta pasa por otro lado.
Sin embargo, que esta épica donde un pueblo entero sale a buscar ese nombre que todo lo promete, que todo lo endulza, aparezca en este momento no puede ser una triste casualidad, sino una sana coincidencia. Así como que sea un poema largo, en épocas que Twitter e Instagram parecen querer definir los límites de la capacidad lectora, también dice mucho. No es el único: El origen de la familia, la propiedad y las cosas, de Mariano Dubin, también ha sido una grata sorpresa en esa línea.
“Donde quieras que vayas, arribarás a la misma ciudad”, escribe Kavafis, otros de los que se mete en diagonal hacia este texto, “Como has arruinado tu vida en esta ciudad la has arruinado en todo el mundo”. Pero también asegura “Ítaca te ha dado un deslumbrante viaje:/ sin ella, el camino no hubieras emprendido./ Más ninguna otra cosa puede darte”. Y este mismo espíritu ambiguo el que flota alrededor de Gánimeth, como esos pájaros que se preguntan “donde construiremos nuestros nidos”, de los cuales los infantes aprendieron el idioma y a veces lo hablan con la secreta esperanza de que alguien recuerde qué significa para saber, por fin, que han llegado.