“El origen de la familia, la propiedad y el Estado”, pero el nuestro, el de Mariano Dubin

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    Mariano Dubin
RESEÑA POÉTICA

“El origen de la familia, la propiedad y el Estado”, pero el nuestro, el de Mariano Dubin

27 Agosto 2023

Un poema extenso, sí, pero además un intento ambicioso y complejo, con la audacia que eso implica, y con cierta necesariedad sustentándolo. En algo así pienso cuando digo “gran poema”: T.S. Eliot, por ejemplo, –La tierra baldía o Cuatro cuartetos– o los Cantares, de Pound; El Gualeguay, de Ortiz; El estrecho dudoso, de Cardenal; Anteparaíso, de Zurita. Y, por supuesto, y muy especialmente, Lamborghini, el de Las patas en las fuentes. “Uno de los mayores poemas escritos en la Argentina, al menos en el rubro ‘gran poema’”: aun conociendo la desconfianza que merecen las etiquetas consagratorias (“los mayores”), eso fue lo que sentí cuando en la web me encontré con El origen de la familia, la propiedad y el Estado, no el que escribió Friedrich Engels sino el de Mariano Dubin, y esa sigue siendo la sensación que tengo al leerlo o recordarlo. Pero mejor dejar de lado eso de “uno de los mayores”: este es un libro, o un poema, o un poema libro, que me importa mucho, por lo que me da a ver y pensar en lo político y como toma de conciencia acerca de sobre qué suelo estoy parado y en qué condiciones, pero también por su valor como poema: la magnitud del proyecto y cómo Dubin lo concretó.

Una lista: “Braun, Blaquier, Mitre, Bullrich, Villegas, Pinedo, Macri, Rocca, Roca, Bulgheroni, Pérez Companc, Anchorena, Eurnekián, Fortabat”. Organizado a partir de una lista que, como una maldición o un recordatorio, retorna a cada rato en el texto (y en la realidad del país), Dubin trabaja una genealogía del poder argentino. “Genealogía del poder asesino”, iba a escribir, y no habría estado mal: si de veras se tratara, como hace poco se propuso, de “escribir con lo que hay”, lo que hay es el crimen. El genocidio está en el adn de la modernidad argentina (no solamente de la argentina, por supuesto) y sigue actuando: una cuestión que Dubin trabajó, a través del ensayo, en Parte de guerra. Indios, gauchos y villeros: ficciones del origen (2016), y con la que ahora hace poesía. Desde ya, “hacer poesía” supone cierto mínimo pero indudable acto de rebelión, de afirmación y de resistencia: el que siempre implica concretar lo poético, cuando es en serio y a fondo concreción y cuando es en serio y a fondo poético, pero sería necio ignorar que esa potencia de rebelión, afirmación y resistencia crece cuando lo poético está hecho de conflictivas zonas de la realidad de la que dependen en buena medida nuestras vidas. De juegos de intereses y de poder estoy hablando, incluido el elemental interés en vivir y en que uno pueda disponer de su propia vida. Para decirlo de una vez, estoy hablando de “poesía política”, en casi todos los sentidos en que se lo quiera entender.

No me refiero a esos productos concebidos para halagar el narcisismo de las conciencias militantes o venderles los insumos que esas conciencias reclaman, ni a los de cierta despreocupada “poesía realista” que supone que con insertar en el poema nombres de la política, de la historia o de los medios, basta. La presencia de lo político se reconoce en la escritura de El origen… a la manera de una verdad potente, como se reconoce en la escucha un acorde de Thelonious Monk o un gemido del bandoneón de Troilo. Es la “materia temática”, por así decirlo, o el impulso, para una elaboración poética que sabe extraer de esa materia su energía. O, en otras palabras: la apuesta de la escritura de Dubin es en este caso política, francamente política, pero las leyes a las que está sometido lo que escribe son las de la escritura poética. Se trata de que la escritura responda a sus propias leyes, diga más de lo que se supone que dice, o lo diga de otro modo, o de más de un modo. Que actúe por presencia.

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Tapa de El origen

Para hacer eso que hace la poesía, El origen de la familia, la propiedad y el Estado se presenta como el soliloquio de una conciencia desvelada: ráfagas de pensamiento que a esa conciencia le suscitan cuestiones que ella convoca de la historia, del presente político o de la cultura, y que la escritura dispone a la manera de un fluir musical. El extractivismo, Lenin, las inteligencias artificiales, el pack de apellidos que como una condena vuelve una y otra vez, la evolución de la especie humana, el cosmos con sus galaxias, las obsesiones de los teóricos del marxismo, la ciencia y sus limitaciones, van sucediéndose en el poema, acompañadas, como marcándoles el paso, por un leitmotiv, “Sí, se puede”, la consigna que el hipergerencianeoliberalismo argento tomó sin permiso, como hace con todo, de la izquierda popular española, que a su vez debe haberse inspirado en el “Yes we can” de la campaña electoral de Obama, donde tampoco nació porque antes la habían usado en sus protestas los chicanos que trabajaban en la limpieza de edificios en California. Reutilizar cambiando el sentido o dejando en la indecisión el sentido es tarea de la poesía, y sobre eso, ya que lo mencioné, escribió Lamborghini (de Leónidas Lamborghini estoy hablando): “asimilar la distorsión y devolverla multiplicada”, versión peronista y extracurricular del Sartre de “lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Qué han hecho de nosotros es, tal vez, el interrogante que pone a trabajar la máquina de escritura de El origen…, o, mejor dicho, cómo hicieron que seamos eso que somos, qué hay ahí, en ese origen, que no es mítico sino histórico y material, como quien se pregunta por lo real, eso que nunca se puede ver porque lo tapa –lo sustituye ante los ojos– “el semblante”, es decir la apariencia, el rostro presentable, construido para cumplir esa función.

Puesto a explicar a qué llama “semblante”, Alain Badiou recurre a Platón y su mito de la caverna: seres que pasan su vida entera ahí adentro, creyendo que las sombras reflejadas en la pared son el mundo. “Un mundo cerrado en una figura de lo real que es una falsa figura”, dice Badiou, “que se presenta para todos aquellos que están encerrados en la caverna como la figura indiscutible de lo que puede existir” (¿reconocemos ahí algo de nuestra situación actualísima los argentinos?). “El punto que nos significa Platón” y a eso es a lo que Dubin apunta en este libro, es salir de la caverna, o del semblante o del “relato”, tanto por un reconocimiento racional de las cosas como por lo que pueda afectarnos íntimamente la experiencia de lectura. No es el primero en eso, por supuesto, pero a esa acción de despertar o desboludizar o avivar giles hay que volver a hacerla siempre y de muchas maneras, porque, como advertía Walter Benjamin, “el enemigo no ha dejado de vencer”.

Y en la Argentina en que Braun, Blaquier, Mitre, Bullrich, Villegas, Pinedo, Macri, Rocca, Roca, Bulgheroni, Pérez Companc, Anchorena, Eurnekián, Fortabat han pasado a nombrar, además del poder real, el poder político, está más a la vista que nunca, para quien quiera verlo, que la historia es la de la lucha de clases, y que esas clases están inscriptas la mayoría de las veces en el color de la piel y los rasgos de la cara, reales o presupuestos. Lucha de razas, como bien lo sabe Micky Vainilla. O de culturas, es lo mismo: nada de la cultura está a salvo, dice o da a entender Benjamin, cuando el enemigo gana; hay que “apropiarse de la memoria cuando ésta destella en un momento de peligro”, y en esa dirección Dubin anexa lo que llama "el sucio" del poema: la compilación de los materiales en que se basó para escribirlo y que con la contundencia del testimonio van desfilando ante nuestros ojos y reclamando que nos hagamos cargo. “Alambrados de un desierto” se titula ese texto, que alguna vez su autor denominó “poema bibliográfico”: en cierto modo, sí, no es refractario a una “lectura poética”, pero ante todo es un buen complemento del singular trabajo o juego que El origen de la familia, la propiedad y el Estado propone.

Como Lamborghini, Dubin desdeña “la lagrimita”, el efecto emotivo, el guiño.

Movimientos de un pensamiento afectado por una realidad ardua, solicitado por su urgencia: este trabajo o juego tiene que ver tanto con una danza de la mente como con cierta firme actitud del pensamiento –y de la escritura–: la de alguien que de pronto tomó una decisión, alguien que entiende que le toca asumir de frente las cosas, dar cuenta de ellas como son. Como la de Lamborghini en El solicitante descolocado, esta es una poesía que va al grano, a la cuestión, que al poner las cartas sobre la mesa renuncia a cualquier esquive o alusión para situarlo a uno frente a “eso que está”, si bien no por eso deja de haber alusión, porque el lector de mente despierta a la que esta escritura apuesta no va a dejar de establecer vínculos, asociaciones, simbologías. Es un lector que quiere estar despierto y activo, incluso si para estar despierto tiene que ser cacheteado o recibir baldazos de agua fría, lo que implica hacerse cargo de sus propias contradicciones. Y que acepta un rol activo, en tanto la lectura implica tareas a encarar: “Expliquemos:// La poesía no es una fe./ La poesía no es propaganda política./ La poesía no es un eslogan.// Pero.// Expliquemos:// Esto es fe./ Esto es propaganda política./ Esto es un eslogan:” Con sólo declarar “¡Esto es un eslogan!”, el texto pierde la condición calcificante del eslogan a la vez que asume su potencia, pero además, eso que se ha dicho que “no es”, ahí nomás se anuncia que “es”: se puede ser eso que no se es sin dejar de no serlo, o a la inversa, y es el lector el que debe encargarse de hacer ese recorrido y ver qué saca de ahí. Que el lector se haga cargo, nada se le da ya resuelto, lo que se le da son las cambiantes realidades de un complejo objeto hecho de palabras. Estamos ante una poesía muy consciente de su condición de discurso, que se ve a sí misma escribiéndose y da cuenta entonces de que está haciéndose, y sabe que lo está, y lo ofrece como juego o trabajo de lectura.

Como Lamborghini, Dubin desdeña “la lagrimita”, el efecto emotivo, el guiño. No apunta a un lector cómplice, sino a un lector lúcido. Como en Las patas en las fuentes, echa mano a frases del paisaje discursivo de “la realidad”, sin una particular riqueza ni brillo alguno: las palabras, las frases, están ahí como materiales a considerar. Nada de encanto, nada de seducción: datos, hechos, y los pensamientos que esos datos y esos hechos desatan. No es “antipoesía”, sin embargo, no estamos acá para etiquetas en busca de un lugar en la historia de la literatura, esta es poesía de la palabra que quiere ser acto resuelto, paso firme, no importa hacia dónde sino por qué. Jugado el discurso pero no ingenuo ni, mucho menos, necio: eso que en la escritura de este poema nos habla, asume sin vueltas la posición desde donde habla sin tratar de imponerla o de presentarla como la única aceptable: “no quiero de la poesía nada sublime”, anuncia, pero también “aprecio a quienes quieran y puedan”. Así también entiendo esa irrupción restallante, “sólo quiero mi fusil”: no un llamado a un cierto tipo de acción política ni una declaración de nada, sino un hacerse cargo. La puesta en escritura poética del deseo que emerge, como emerge lo que no puede no manifestarse, como efecto de una ineludible realidad, y es por lo tanto esa realidad, la que suscita el “sólo quiero mi fusil”, su enormidad indignante, la que queda a la vista. Hacerse cargo de la realidad, por más que cueste, hacerse cargo del deseo para ver qué hace uno con él. Hacerse cargo es no sólo la propuesta de El origen de la familia, la propiedad y el Estado sino la posibilidad que nos ofrece vivir, la razón en torno de la cual se despliega, con sus idas y vueltas, su potencia de poesía.