"El premio": la jugosa combinación de literatura, dinero y muerte

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"El premio": la jugosa combinación de literatura, dinero y muerte

29 Agosto 2020

Por Norman Petrich

“Si algún ingenuo mirón asistía al diálogo entre la Segurola y Altamirano veía que llevaban las manos y las muecas enlazadas, mientras las sonrisas rígidas procuraban de estar a la altura de las palabras homicidas. Estaban frente a frente el poder mediático y el poder crítico, pero los ojos inocentes no habrían tardado en saltar a otras parejas, otros tríos, grupos de letraheridos que se iban formando entre amabilidades de reencuentro, para solaz de los profesionales, financieros y ricos sin ubicación expresa que habían acudido al premio Venice para ver y dejarse ver”.

Todo el revuelo que produjo el nuevo formato del concurso del Fondo Nacional de las Artes me hizo recordar que ya hace un tiempo largo que la literatura se viene metiendo con los premios literarios. Y uno de esos libros es El premio. Corría el año 1996 y un Manuel Vázquez Montalbán en su etapa final se divierte de lo lindo haciendo participar a su detective estrella Pepe Carvalho como seguridad de un acaudalado que le gusta jugar al “Gran Gatsby”. Este empresario financiero, para lavar su imagen pública alicaída, ejecuta la entrega de un superpremio con mucha plata para el ganador, el cual atrae a toda la fauna literaria: escritores “famosos” que juegan a no confesar su participación bajo seudónimos; editores, sobre todo aquellos que denomina terminators por su capacidad de rejuvenecer editoriales por el procedimiento de expulsar a los mayores de 35 años, sea el “pibe de los mandados” o “escritores en su tercera fase”, “con la astucia de no despedir a los propietarios, aunque se lo merecieran”. Críticos literarios, libreros, empresarios con tendencias de mecenas se presentan a la gala de este nuevo pero importante premio. La importancia se la da la suma elevada de dinero.

“Manolo” aprovecha que no le debe nada a nadie y parece pasarla bien escribiendo El premio, una de las últimas aventuras del detective barcelonés. Y de visitante, en Madrid. Las ironías están a la orden del día en una extensa primera parte donde, quienes participan de la velada, exhiben toda su capacidad para demostrar autosuficiencia:

 

-En mi casa no había libros. Mitifiqué los libros desde niño.

-A mi me ocurrió lo mismo con los sanitarios.

 

Los presentes se refieren al evento como “una carnavalada”, pero es una en la que quieren estar. Y si le dan el premio, mejor. Más allá de que Montalbán usa los marcos de la novela policial negra, donde tendremos nuestro asesinato esencial (no se preocupe, ya en la primera parte esto se sabe, no le estoy revelando nada que le adelante el final), es la mirada social y los vagabundeos por la tierra de la memoria, la tierra de una Barcelona que empieza a desaparecer ante el avance de “la ciudad olímpica”, lo que nutre toda la saga. Y en este libro en especial queda en evidencia el contraste entre la escritura y el deseo de la fama, que es algo diferente al deseo de ser reconocido, aunque muchos los confundan. En los asistentes a la recepción, al no poder conquistarla, dejan palabras con rastros de amargura:

 

-Mi marido es el escritor joven más viejo del Mercado Común.

-Mi esposa es de lo más literario que tengo.

 

Están, también, aquellos que condenan esa fama que da el mercado, pero que no dejan de ser gente alimentando el ego, creyentes de la élite, del sabor permitido a pocos, los elegidos por ellos mismos, falsos puros a los que habría que escaparles como pronunciaba Dalmiro Sáenz, cuando confesaba que le daban pavor:

 

-Detesto que se vendan los libros. Y sobre todo detesto que se vendan los míos. Salvo excepciones, entre los que incluyo a los miembros de esta mesa, me irrita que todo lo que he soñado y escrito vaya a parar a imbéciles. Bastante hago con escribirlos ¿Qué he hecho para que una pandilla de guarros iletrados se lancen sobre esa sangre de mi sangre, carne de mi carne para abusar de ella, practicar tocamientos deshonestos y finalmente comérsela al servicio de un metabolismo incalificable que convierte mi talento en una sucia turba de vitaminas y proteínas que alimentan a un lector generalmente imbécil, tan imbécil que se ha gastado dos, tres mil pesetas en comprar lo que él no ha sabido escribir.

 

Pullas, estocadas, que parecen llevar a un duelo, pero que alguna gracia de último momento permite declinarlo:

 

-Usted que lo conoce bien ¿debo cabrearme?

-Yo le partiría la cara- opinó Laura y el vendedor se echó a reír.

Por un buen rato, Vázquez Montalbán, nos va a entretener con los cruces de esta variopinta especie atrapada en sus contradicciones, hasta que nos enteramos que algo pasa con el anfitrión, y ahí vuelve la novela a sus carriles normales (tampoco se puede decepcionar a los seguidores) aunque no del todo, ya que los posibles culpables están mezclados en esta jungla literaria y se van a defender y dejar caer con la fuerza y lo endeble que puede aportar la palabra. Letraheridos, los llama, usando un catalanismo que identifica a esas personas obsesionadas por la literatura hasta el punto de sufrirla morbosamente como una herida de la que no desean sanar. Pero a la que le gustarían sacarle provecho ganando algo con ello, agrego.

No olvidar que Pepe Carvalho tiene la costumbre de encender su hogar con las páginas de libros, algo que provoca pavor entre los asistentes a la entrega del premio. Es un ritual al que le ha puesto muchas razones, sin embargo la respuesta que más recuerdo es “no he nacido para crítico literario. Digamos que lo quemo porque me gustó en su tiempo y porque a medida que me hago viejo me da miedo de sentir algún día la tentación de volver a leerlo”.

El premio parece un cobro de cuentas, si no conociéramos al español. En todo caso, si hay uno, es con la parafernalia, con los fuegos artificiales, con aquellos que necesitan eso mucho más que escribir.

Después de un tiempo prolongado, en el 2017, Planeta volvió a reeditar en sus ediciones booket la “Biblioteca Vázquez Montalbán”. Así que es una buena oportunidad de meterse en una gran saga, a través de este desquicio de buscar al culpable de un asesinato entre los asistentes a una fiesta cultural.

No es la única vez que el catalán va a combinar y confrontar arte y dinero, o arte y fama. En El pianista, novela que rodea la guerra civil española pero sin adentrarse en ella, utiliza el sistema de narrar tres momentos de una historia que encierra una reflexión moral sobre el papel del artista en la sociedad contemporánea (por lo menos a los años correspondientes a la segunda mitad del siglo XX) En un retroceso constante, vamos de la Barcelona de finales de ese siglo hasta los años 40 y de allí al París de 1936, asistimos a la confrontación del protagonista, cuya carrera pianística se va interrumpida por la guerra, a la estampa de Doria, su contrafigura, para reconstruir a través de estos dos personajes la respuestas éticas ante el paso destructivo de la Historia. Y vuelve a rondar esa pregunta que me gusta traer últimamente y es qué legitima una obra. Y si la respuesta la tiene solamente el mercado capitalista ¿qué precio estamos dispuestos a pagar por ello? El resto es sólo fama. Ni más ni menos. A ustedes les quedará saber, si se animan a encarar esta novela, qué colectivo tiene el alma más asesina: el de los escritores, el de los críticos o el de los financistas.